Opinión

hubertobatisA CONTRAPELO

LUIS ROJAS CÁRDENAS

 

A unas semanas de cumplir 81 años, con el pecho cercenado por una operación de cáncer de mama y la salud minada por la neumonía, conectado a un tanque de oxígeno, Huberto Batis (1) convalece luego de salir de un estado de coma. El editor generoso, crítico literario cáustico, pornógrafo irredimible, energúmeno desquiciado, maestro de trato áspero y grosero, infatigable provocador, divulgador de los intríngulis del mundillo literario, demoledor de la autoestima de muchos escritores en ciernes, formador de varias generaciones de literatos y, sobre todo, ministro sin cartera del periodismo cultural mexicano durante las últimas cuatro décadas del siglo XX, anuncia su retiro: “Ya no me queda mucho tiempo en la tierra. Como decía mi padre: ‘Ahí les dejo encargado el negocio, a ver qué hacen con el mundo’” (2), con estas palabras, en el video proyectado durante el homenaje que se le rindió en el Palacio de Bellas Artes, se despidió de quienes lo quisimos, lo odiamos y lo volvimos a querer.

  Mi primer acercamiento con las crónicas publicadas por Huberto Batis fue en 1987, cuando me ganaba la vida recortando periódicos en un centro de información documental sobre derechos humanos, fundado por Rosario Ibarra de Piedra (3) y coordinado por Antonio Hernández (4). Diariamente tenía que revisar todos los periódicos y revistas que circulaban en la Ciudad de México, para seleccionar, recortar, pegar y clasificar notas sobre desaparecidos políticos. Terminaba la jornada intoxicado con tanta basura periodística. Tenía que fumarme incluso las noticias infames de La Prensa y Alarma (5). Mi peor suplicio era tener que chutarme las kilométricas notas del Excélsior de Regino Díaz, parecía que los redactores de aquel periódico cobraban por kilo. Su lectura me dejaba la sensación de estar a mitad del desierto comiendo arena a cucharadas. Pero en aquella maraña de papeles había un remanso. Cuando llegaba a la sección de ciudad, en la página diez del unomásuno, leía con interés las crónicas de Arturo Trejo Villafuerte, quien narraba historias sucedidas en la colonia Bondojito; de José Francisco Conde Ortega que publicaba vívidas crónicas ubicadas en Neza; y de Ignacio Trejo Fuentes (sobrino de Carlos Fuentes), cuyos relatos parecían recuerdos de sus años de estudiante y se desarrollaban en la colonia Roma. En muchos de aquellos textos se describían violaciones a derechos humanos, pero no era material digno de darle seguimiento, pues las historias quedaban volando en el torbellino de la literatura. Eran sucesos inasibles, la mayoría de las veces los personajes se identificaban por apodos y rara vez tenían apellidos. La lectura de aquellas crónicas me significaba tiempo perdido en la recuperación de datos sobre hechos vejatorios cometidos por los representantes del gobierno, y me hacían caer en crisis al clasificar la información que aportaban. Pero aun así, todos los días leía con avidez aquellas historias.

  Luego de unos meses de integrar carpetas con recortes que nunca nadie más revisó, el comité de madres de desaparecidos políticos decidió cerrar aquel centro de información (6). Y así concluyó mi relación laboral con doña Rosario Ibarra. Al quedar desocupado, decidí acercarme a los talleres animados por Sergio Mondragón, quien entonces se desempeñaba como coordinador de las oficinas de actividades literarias del ISSSTE. Yo tenía noticias de la existencia de aquellos grupos porque se anunciaban en la revista Encuentro, editada por Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (CREA), pero me faltaba el impulso que me dio el desempleo para contrarrestar la enfermiza timidez que me impedía acercarme a los talleres.

  Asistí al grupo de Ethel Krauze, en el Museo de Arte Moderno, pero me resultaba poco atractivo el ritmo con que se presentaban los trabajos, y sus recomendaciones me parecían elementales: “Lean un poema todas las noches”, “lean en voz alta”, “cuiden su respiración”. La sesión se iba con las lecturas que hacíamos los participantes, para que aprendiéramos a modular el tono y el ritmo: “A ver —interrumpía—, lee despacio, recuerda que estás leyendo poesía”. El grupo coordinado por Krauze tenía más visos de un club social que de taller de poesía. No me quedó más remedio que desertar cuando empezaron a organizar un convivio de gente bonita, pues  definitivamente yo no encajaba allí.

  También participé en el taller impartido por David Huerta, los jueves por la mañana en el Museo Carrillo Gil, sin embargo, ni con toda la brillantez del poeta se lograban dinamizar las sesiones. Resultaban básicos sus comentarios técnicos: “No hablemos de párrafos, en poesía debemos referirnos a estrofas o estancias. Hagan el ejercicio de escribir un poema sobre un asunto sin mencionar en los versos la palabra del tema elegido”. Hasta los escritos más deleznables le merecían una opinión bondadosa (7). Curiosamente, la mayoría de los poemas que se leían contenían innumerables extranjerismos: Ecce Homo, déjà vu, saudade, et caetera. Los comentarios de Huerta eran de una moderación exasperante, nadaba de a muertito en las apacibles aguas de la condescendencia. A las pocas semanas dejé de asistir.

  En el edificio de la estación del Metro Juárez, dirección Indios Verdes, Edmundo Valadés impartía un taller de cuento. Sus comentarios eran formativos, cuando uno de los talleristas señaló que el cuento que se acababa de leer le parecía demasiado largo, Valadés comentó: “No se puede determinar la calidad de un cuento por su tamaño. Un cuento no es malo por ser demasiado largo. Un cuento es malo por estar mal escrito”. Proponía métodos para estructurar un texto: “Los cuentos de final abierto obligan a imaginar el fin, así cada lector puede rematarlo a su gusto”. Aunque el salón en donde se realizaba el taller era amplio, resultaba insuficiente. No todos los asistentes alcanzábamos silla y éramos tantos que parecía un tianguis de murmullos. La jornada se iba en la lectura y comentarios de dos o tres cuentos. Estuve semanas esperando mi turno y mejor abandoné el taller.  

  Los martes a medio día, en el museo Carrillo Gil, Huberto Batis impartía el taller de periodismo literario. Para mí, que no estudié en Ciudad Universitaria, el nombre de Batis no significaba gran cosa. Tenía mayores referencias de Valadés, Huerta y Krauze. En cambio, de Huberto solo conocía su nombre porque aparecía en el directorio del diario y por una nota publicada en 1983, en el unomásuno, en la cual se manifestaba indignado por el secuestro de Carlos Valdés Martín (8), con quien llegué a tener un vínculo cercano porque, a principios de los 80, ambos hicimos actividades políticas en Ecatepec (9). Mi vínculo con Carlos Valdés propició que el nombre de Huberto permaneciera en mi mente. Pero más allá de eso, Batis no me parecía un escritor reconocido.

  La primera vez que asistí al taller de Huberto fue en agosto de 1987. Por una remodelación del museo Carrillo Gil, el grupo se había mudado de la sala en donde se realizaba cotidianamente. Estaban sesionando en el sótano del museo, en una especie de garaje adaptado con sillas, a espaldas de Huberto había un zaguán gris que daba a la calle. Lo primero que pensé fue que había llegado a los sótanos de la literatura mexicana.

  Lo que más me sorprendió del taller de Batis fue que, al final de la sesión, abrió su portafolios, sacó recibos de nómina, un montón de billetes y empezó a llamar a los autores de las crónicas publicadas para pagarles (hacía la chamba de pagador habilitado o cajero itinerante del unomásuno). Solo atiné a pensar: “¡Ah, chingá!, y encima de que viene uno a aprender, todavía pagan”.

  El taller era ágil, Huberto casi siempre leía la mayoría de los textos presentados en una sesión. Pasaba los ojos por las dos primeras líneas y ya tenía suficiente para determinar si se trataba de un escrito salvable. Si le parecía que no valía la pena, lo saltaba y seleccionaba otro. En ocasiones, leía los primeros párrafos en voz alta y, si no le gustaban, se detenía para regañar al autor: “Me estás haciendo perder el tiempo”. Muchas veces su crítica era feroz y se resistía a continuar la lectura. Alguna vez increpó al autor de un texto, quien no resistió los comentarios y defendió su escrito con el alma, a lo que Batis comentó: “¿De veras crees que tu escrito es tan valioso?” El tallerista quedó mudo, Huberto puso cara de resignación, continuó leyendo sin detenerse hasta el final y, sin hacer comentario alguno, pasó al siguiente texto. Batis tenía muy buen tino para titular los artículos, al leer la crónica de un compañero, sobre la presentación de un libro de poesía erótica del actor Carlos Bracho, en la que además de la lectura de algunos poemas en voz del propio actor, una mujer realizó una actuación desnuda, Huberto modificó el título original y lo publicó en el diario bajo el siguiente encabezado: El Munal se está poniendo bueno.

  La pregunta que nos hacíamos todos al verlo entrar al taller con el portafolios en una mano y la cámara en la otra, era: “¿De qué humor vendrá hoy?”. Sabíamos que eso no era realmente importante, pues aun cuando llegara alegre, solo se necesitaba un pequeño motivo para desatar su ira, pues tenía la capacidad de pasar de la afabilidad a la cólera en un abrir y cerrar de ojos. Hubo días en que el taller se mantuvo en vilo durante la sesión completa. En una ocasión, Huberto estuvo a punto de agarrarse a golpes con un compañero del taller, que usaba lentes y andaba por los cuarenta y cinco años. Discutieron sus puntos encontrados sobre el comercio ambulante y el tono subió hasta que Batis, a gritos, le exigió: “Lárgate de mi taller”, “Sáqueme”, respondió el compañero en tono retador y ambos cargados de adrenalina se pusieron en posición de ataque. El pleito se diluyó. No pasó a mayores. Cada quien se sentó y Huberto continuó la lectura de textos. Después de la escena, el ambiente se tornó espeso de temor y silencio. Al salir de aquella tensa sesión, otro compañero del taller: Jorge Salvador Aguilar, me comentó que estuvo a punto de meterse en el pleito para defender al tallerista y de una vez aprovechar para darle unos buenos madrazos a Batis, pues: “Te juro que, si se hubiera armado la madriza, me voy con todo sobre Batis, ya me tiene hasta la madre este pinche patán que se la pasa cagando a todos. Tendrá mucha cultura literaria pero no tiene nada de educación. Se merece que le partan su madre”.

  Entregaba mis crónicas temblando ante la posibilidad de una reacción desproporcionada, no recuperaba la calma hasta que Huberto concluía la revisión de mi escrito. Durante la mayor parte de la sesión me mantenía temeroso de un exabrupto. El primer escrito que le entregué era sobre una cantina de un barrio de Ecatepec: El as de copas, en la que describía el comportamiento de mis personajes en una parranda: manoseaban a la mesera, eructaban con estridencia, carraspeaban y expectoraban esputos y otras gargajientas viscosidades. Cuando lo terminó de leer comentó “Qué sórdido es esto”, y continuó: “¿Seguramente todos los escritores tienen textos sórdidos guardados en sus cajones?”, y concluyó: “¿En dónde crees que te van a publicar esto?” Al final de la sesión, con la cola entre las patas, me acerqué nerviosamente y le solicité la devolución de mi escrito. La siguiente semana presenté un texto en el que criticaba los concursos de belleza, lo titulé: Carne en pasarela, lo seleccionó del montón de escritos por el título, con un comentario mordaz: “Este se ve bueno”.  Al terminar la lectura dijo con tono de desaprobación: “Cómo se te ocurre decirles a los organizadores y al jurado: eunucos, onanistas y castrados”. Apenado, retiré mi artículo. A la siguiente semana presenté un escrito gris sobre un paseo en la Alameda Central, no hizo comentarios. El siguiente martes (8 de septiembre de 1987), antes de leer mi escrito, Huberto me preguntó: “¿Ya te publicaron?”, a lo que respondí tartamudeante que todavía no. Un compañero del taller, Jorge Luis Sáenz, terció diciendo que sí, que ya estaba publicado mi artículo, y mostró el diario. Me avergoncé por no haber comprado el periódico aquel día. Traté de disimular mi regocijo, puse cara de “se tardaron, era obvio que lo publicarían”. Oculté mis emociones y actué como si fuera un colaborador del New York Times que agregaba una más a su lista de publicaciones.

  Cuando terminó el taller, salí dando brincos de felicidad y corrí a la esquina de Insurgentes Sur y Antiguo Camino al Desierto de los Leones (donde en la actualidad todavía existe un puesto de periódicos). Compré cuatro ejemplares. De inmediato, fui a llevarle uno a mi amigo Ángel Amador, para compartirle mi alegría, pero no estaba; a Irma, su mujer, le causó gracia mi euforia desbordada y mi mala suerte, porque fui a buscar a su marido cuatro veces sin encontrarlo. Ni modo, él se lo perdió, pues estaba dispuesto a invitarle unas cervezas. Al leer mi artículo, Jorge Salvador Aguilar comentó: “Está muy insípido tu texto, es totalmente anodino, te lo publicaron por inocuo, no generas debate. Bájate de tu nube, pon los pies sobre la tierra, mañana cuando se te pase la emoción vas a ver que no ha cambiado nada, todo en tu vida seguirá igual”. Lo peor de todo es que tenía razón. Alberto Damián Luna, otro amigo, fue más contundente en su opinión (la cual me llegó a trasmano): “Ya sabía que cualquiera puede publicar en el unomásuno, pero esto fue el colmo, al enterarme que le publicaron a Luis, me convencí que el Uno va de mal en peor, se está acorrientando muy feo desde que los mejores escritores se fueron a La Jornada”. Juan Manuel me dijo: “Qué bueno que ya te encontraste a ti mismo, al fin te realizaste como persona”. Tomás Galindo con sus palabras a manera de reconocimiento me hizo sentir pendejo, comentó en cierta ocasión, al presentarme con un músico a quien se le conocía como el Fraterno, que tocaba con Pepe Arévalo y sus Mulatos, en el Gran León: “Ahí donde lo ves, Luis escribe en unomásuno”. Me sentí agradecido por las bondadosas opiniones de mis amigos y me di por bien servido, por lo que ya no consideré necesario escuchar el sentir de mis enemigos. Alentado por tan buena acogida, continué asistiendo al taller para presentar mis engendros, que al parecer solo toleraba Huberto Batis.

  La mayoría de los que asistían al taller de Batis eran jóvenes(10). Maliyel Beverido, con apenas 23 años, entregaba poemas y crónicas, por aquel tiempo obtuvo un segundo lugar en el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino (1987), al comentarlo, Huberto le preguntó que quiénes conformaban el jurado y si tenía amistad con alguno de ellos, insinuando un factor extraliterario en el otorgamiento del premio. Maliyel aseguró que envió con seudónimo su poemario y Batis insistió: “Por la manera en que está escrito un poema es fácil identificar al autor, no es necesario que lleve nombre para saber quién lo escribió”. Maliyel, alguna vez presentó una serie de poemas breves, Huberto interrumpió la lectura para comentar que, hacía unos años, había una revista que recibía pequeños poemas y los mejores los publicaba otorgando al autor un premio de 50 centavos. Continuó la lectura y al terminar cada poema decía: “50 centavos” y así estuvo repitiendo: “Te ganaste otros 50 centavos”, hasta que finalizó la lectura. También participaba en el taller Armando González Torres, quien tendría unos 23 años en aquel entonces, en sus historias daba vida a Antístenes: un filósofo putañero que narraba con desenvoltura sus vivencias en el barrio de la Merced y transmitía el ambiente de prostitución de aquella zona. En una ocasión, Huberto interrumpió la lectura de una crónica cuando llegó a la descripción que hacía González Torres de un enano con un miembro desproporcionado que media una cuarta. Nunca entendí por qué le causó tanta gracia aquel enano bien dotado, pero recuerdo con claridad la risotada que soltó Batis, mientras repetía “un enano con un falo de una cuarta”. La hija de Teresa del Conde, con su adolescencia en plenitud era la más joven de los asistentes, presentó la reseña de un texto de Mario Benedetti (11). Sorprendido por la efusividad con que enaltecía los versos del uruguayo, Batis comentó: “Cuánto daño le causa Benedetti a la juventud”. Huberto se metía a fondo en la lectura de los escritos que presentábamos, cuando alguien describió un personaje a quien se le salía un papel higiénico por la parte inferior del pantalón, en el rostro de Batis se dibujó un gesto de repugnancia, acompañado por la expresión: ¡Qué asco! En otro momento, al leer una narración en que Lucía Álvarez Enríquez describía con detalle la elaboración de las Tortas Don Polo, Huberto se veía obligado a realizar pausas, pues visiblemente estaba salivando y la secreción obstruía la fluidez de la lectura. Poco después de que ingresé al taller, se incorporó Naief Yehya, quien rondaba los 24 años, él entregaba muy buenos cuentos mimetizados como crónicas, sin duda el cuento es su mejor veta como escritor. En una ocasión que no estaba presente Yehya, Huberto le hizo un reconocimiento: “Yehya vino a oxigenar el taller”. Súbitamente, Naief Yehya se convirtió en el más prolífico de los talleristas, además de las crónicas en la sección de Ciudad, hacía aportaciones en la de Espectáculos y participaba en la columna colectiva: Drenaje profundo, llegó a tener dos secciones fijas en sábado (12), una de discos y otra de cine, además de publicar ensayos y cuentos, hacía colaboraciones para el suplemento vecino: Página Uno. El 7 de octubre de 1989 publicó en sábado un artículo irreverente en el que le tundía duro a 24 de los escritores llamados jóvenes: La literatura a la que estamos condenados, el cual lo escribió al alimón con Guillermo J. Fadanelli, quien con esta publicación hizo su debut en el suplemento. Gonzalo M. Vélez, también entregaba sus escritos en el taller, con el paso del tiempo se hizo cargo de una columna semanal sobre artes plásticas en el suplemento sábado: El cuadro en el ojo. Otro cronista que participaba en el taller era Jorge Luis Sáenz, en sus crónicas acostumbraba intercalar los versos de alguna canción, sus personajes acababan con los labios hinchados de tanto besarse, o en medio de un convivio tiraban el lavabo del baño al treparse en él durante una apasionada cogida, a Batis le gustaban mucho los escritos de Jorge Luis, al concluir la lectura de uno de ellos emitió una opinión cargada de emotividad, acompañada de un suspiro: “¡Qué bonito!” Jorge Luis Sáenz formaba una dupla con Guillermo Vega Zaragoza, de quien recuerdo particularmente una crónica muy bien estructurada que narraba un asalto a una combi y que remató de tal suerte que a todo el auditorio nos arrancó una carcajada. En una ocasión en que Huberto llegó tarde, Patricia (¿González?) tomó la batuta del taller y empezamos a leer algunos trabajos para intercambiar opiniones. Cuando llegó, Huberto preguntó qué estábamos haciendo. Patricia respondió que revisábamos textos y hacíamos comentarios para aprender a escribir. A lo que Huberto comentó: “A caminar no se enseña, se aprende caminando. No se dice: flexione la rodilla, coloque el pie derecho 20 centímetros al frente, incline el cuerpo hacia adelante, mantenga el equilibrio, ahora desplace el pie izquierdo. ¡A escribir se aprende: escribiendo!”

  Entre lectura y lectura, Huberto intercalaba un alud de recomendaciones para redactar y mejorar la ortografía, además de contar innumerables anécdotas y chismes y opiniones: “La lectura de Incurable [de David Huerta], nos mueve a la reflexión”. Describía cómo, el personaje de la novela Al revés, de Huysmans, cometía un acto de subversión al alimentarse con una lavativa. Nos orientaba para que nuestros trabajos le dieran mayor pluralidad al suplemento: “Reseñen los libros de los Taibo, a ellos nadie les hace caso”. Al hablar de Leñero, sobre la novela Asesinato, comentó: “Leñero escribe sobre lo que le interesa a la gente, para que todos lo compren”. Nos indicaba: “Escriban sobre personajes”, para orientar nuestras crónicas. Cuando alguien presentaba un texto largo, decía regañón: “¿Sabes cuánto cuesta el espacio en el periódico? Es demasiado caro para gastarlo con tu texto. No escribas más de dos cuartillas”. “¡Qué pésima forma de usar el gerundio! El gerundio implica simultaneidad, les voy a poner el ejemplo que me enseñó un maestro, para que no se les olvide: Entró sentándose significa esto…”, dijo, mientras se desplazaba de un lado a otro sin levantarse de la silla, como si cabalgara en caballo. “¿Sabes cuál es la diferencia entre sólo y solo?” Durante la lectura de un texto se encontró con la palabra “ripostó” (a mí me sonaba a ripostería), el autor la empleó para evitar la repetición de la palabra: “dijo”, Huberto comentó que se oía poco natural, que era mejor el empleo de “dijo” aunque esta se repitiera en incontables ocasiones. Abominaba cuando leía muletillas como: “En otro orden de ideas”, que muchos periodistas emplean para cambiar de un tema a otro y decía que no era necesario su uso, que el cambio de párrafo era suficiente, y se debía entrar al tema directamente, sin ningún preámbulo. Si alguien mencionaba un libro en su escrito, decía: “Vamos a hacerle publicidad”, a la vez que anotaba entre paréntesis el nombre de la editorial. O, por el contrario, algunas ocasiones denostaba a los editores: “Son unos miserables. ¿Saben las grandes cantidades de dinero que ganan?, y aun así son unos tacaños”. Se quejaba cuando no había espacio en los textos para hacer sus correcciones: “No se vale presentar sus trabajos a párrafo cerrado y sin márgenes, por favor, tráiganlos a doble espacio”. Cuando escuchó a un compañero hacer alabanzas sobre el género que escribíamos, en el sentido de que no era periodismo sino literatura, Batis comentó en tono alarmado: “¡Que no te oiga decir eso Becerra Acosta!” Sobre la resolución del asesinato de Manuel Buendía Tellezgirón, dijo que el gobierno había pedido al gremio periodístico que: “¡No le muevan!”, pues amagaba con exhibir el lado oscuro de Manuel Buendía, así como la corrupción del medio, y concluyó su comentario: “Hasta yo habría salido embarrado”. Huberto era muy sensible a las opiniones de los demás, una vez nos leyó una nota sobre los talleres de literatura, publicada en el Excélsior, de María Elvira Bermúdez, la abuelita de la literatura policiaca nacional, en donde la articulista, desde una perspectiva más moral que de calidad literaria, destacaba que los trabajos producidos en los talleres de literatura eran malos, además de que la mayoría de textos publicados empleaban un lenguaje grosero. Huberto comentó: “Hay que tomar en cuenta esta opinión”.

  El chisme era uno de los pilares del taller, que si Antonio Caso murió en un cuartucho de hotel de mala muerte, cuando se cogía a una prostituta conocida como la Campana, y Batis remató su indiscreción con una frase “murió dándole duro a la Campana”; que Edmundo O’Gorman todos los días permanecía sentado mucho rato en una jardinera de la UNAM, para ver pasar a una alumna: “Imagínenselo con una halitosis espantosa preguntándole a la jovencita: ¿y por qué no vino ayer a clases?”; que a una bebé, hija de sus amigos, se le metió una rata en la cuna; que Cristina Pacheco llegaba a trabajar con huarachitos a la oficina del periódico; que en el programa Aquí nos tocó vivir, al entrevistar a una anciana decrépita con la pierna purulenta por la gangrena, Cristina Pacheco abrazaba a la viejecita y le decía: “Pero, qué bonita piernita”;  que María Luisa, la China Mendoza, cargaba un perrito faldero mientras platicaba y de manera inconsciente metía el dedo en el culo del animal, y después se lo llevaba a la boca, y así se despedía de beso; que sus alumnos agarraban su biblioteca como hotel de paso y se la pasaban fornicando entre sus libros; que se ganó la aversión de la hija de Enrique Ramírez y Ramírez, porque tuvo la ocurrencia de llamarlo Enrique Pleonasmo (13); que “lo de Azar es sabido” (14). Luego de tres meses de escuchar chismes y no lograr que le publicara un solo artículo, el compañero con quien me acompañaba al taller: Jorge Salvador Aguilar, quien entonces tendría unos 36 años, dijo “Batis es un chismoso. Aquí no vas a aprender a escribir, cuando mucho vas a aprender a contar chismes. Yo hasta aquí llego”. Y así fue que Salvador dejó de asistir al taller. Y heme aquí contando chismes de lavadero.

  Los comentarios de Huberto se disparaban, y empezaba a platicar que alguna vez Jorge Ibargüengoitia lo invitó a comer carne humana. En otras ocasiones decía juguetón: “Imaginen que se pudiera tener un orgasmo por telequinesis, solo sería necesario fijar la vista en el objetivo y concentrarse para cogerse a alguien”, mientras ponía las yemas de los dedos sobre sus sienes, y hacía gestos como si efectivamente estuviera teniendo un contacto carnal a distancia. De súbito, cambiaba el tema y ya estaba platicando de don Francisco, el conductor de Sábado Gigante o de los autos que regalaba Maybelline, empresa que patrocinaba el programa televisivo. De repente, modificaba el interés de su charla y se ponía a hablar de una historia de terror sobre un gato y un automóvil con el número 666 en las placas (15).

  La mayoría de los textos que presenté en el taller de periodismo literario eran crónicas sobre personajes e historias de Ecatepec, estado de México, cuando todavía era un municipio sin los problemas delincuenciales de la actualidad. La emoción se me desbordaba si Huberto, al concluir la lectura de mis escritos, cerraba sin mayor comentario con alguna de las siguientes palabras: “¡Excelente! ¡Magnífico! ¡Perfecto!”. Yo entraba en un estado de relajación total. Pero con Huberto nunca se sabía qué esperar. No todo era felicidad, alguna vez tuve la ocurrencia de entregar un cuento. Al ojear la primera línea, Batis dijo: “Esto está horrible, ¿quieres que lo siga leyendo?” Con la esperanza de que al avanzar en la lectura se diera cuenta de que se trataba de un buen texto, le pedí que lo leyera todo. Esa fue mi perdición, Huberto leyó con una entonación burlona, impostada, fingía la voz, la hacía como de niño remedando, con la sola modulación de sus palabras demostró lo grotesco de mi escrito. Al terminar la lectura solo comentó: “¿Qué te pasó, escribías bien?” Cuando me acerqué a recoger mi escrito, remató con su ironía cruel: “Toma tu poema”, sentí que se me caía la cara de vergüenza cuando se mofó de mi lírica plasmada en aquel aborto de cuento, finalmente me hizo una recomendación para mejorar mi escritura: “¡Quémalo!” En otras ocasiones sus comentarios punzantes sobre mis escritos eran: “Parece de Sopita de fideo”(16), o “Está bien para que lo publiques en una revista estudiantil”. “Si, como dices, es tan malo  este libro, ¿para qué lo reseñas? ¿Por qué no comentas libros buenos?”  

  En las crónicas que escribíamos podíamos echar a volar un poco la imaginación. Pero, había un límite. Huberto platicaba que después del temblor de 1985 publicó una crónica sobre el rescate de una niña de entre los escombros y el cronista remataba su historia diciendo que la niña estaba grave y que requería hospitalización médica especializada. La misma mañana de su publicación, miembros del Estado Mayor Presidencial llamaron a la dirección del periódico solicitando mayor información sobre la niña, pues la esposa del Presidente se había enterado de aquella urgencia y estaba interesada en brindar todo necesario para salvar a la niña, ya estaban preparando el apoyo para enviarla en un avión de la fuerza aérea a un hospital de Estados Unidos. En las oficinas del diario se volvieron locos tratando de encontrar a quien había redactado la crónica, cuando lo localizaron, el autor respondió que la niña no existía, que era una recreación literaria. ¡Trágame tierra! Los del Estado Mayor continuaban presionando. En el diario tuvieron que responder que el periodista y la niña habían muerto. Y esa fue la última nota que publicó en ese sexenio Raúl de la Torre (17), el autor de dicha crónica. Después de unos años retornó al unomásuno con sus artículos.

  La audacia de Huberto siempre estuvo por encima de su propia persona. En la historia de las letras mexicanas, ningún editor se ha atrevido a publicar lo que Batis en sábado, en él vieron la luz textos denigrantes, ofensivos, auténticos insultos en contra del propio Huberto. Los artículos de Fernando Nachón o de José Manuel Recillas son una muestra. Solo Huberto Batis podía incluir en las páginas del suplemento sábado la nota de un malqueriente que decía algo así como: “Señor Batis: chingue a su madre”.

  Dejé de asistir al taller de periodismo literario antes de que llegara a su fin, porque entré a trabajar al Instituto Politécnico Nacional (18), que es una institución pródiga en otorgar días de asueto a sus trabajadores, por lo que el 10 de mayo de 1988 pude darme una escapada para llevar unos artículos al taller. Aquel día no hubo sesión, Huberto había dado su vuelta en balde, estaba afuera del Museo Carrillo Gil acomodando una pila de papeles y libros en el asiento trasero de su auto marca VAM. Le entregué los artículos y quedamos en que continuaría llevando mis escritos directamente a las oficinas del diario.

  Huberto trabajaba a puertas abiertas, todos entraban y salían de su oficina como si fuera un ágora. Me impresionaba encontrarme en los pasillos a Manuel Becerra Acosta (19), a Jorge Hernández Campos, a Telésforo Nava, a Felipe Garrido, a Ignacio Trejo Fuentes, a Margarita Pinto y a muchos más. La primera vez que lo visité, antes de recibir mis cuartillas, dijo: “Búscate en el segundo cajón de ese archivero”. En un fólder con mi nombre encontré cuatro sobres de colaboraciones que no había cobrado. Allí mismo, Batis sacó dinero de su portafolios y me pagó los artículos publicados. Era sorprendente ver cómo constantemente interrumpía la lectura de los escritos que revisaba, cada vez que entraban a saludarlo o a consultarle alguna duda, si no tenía la respuesta, la compartía con sus visitantes: “Cuál es la forma correcta: disgresión o digresión”. “No sé”, contesté con la contundencia que da la ignorancia. Y al no tener seguridad en la respuesta, ordenó tajante a quien le presentó la duda: “¡Búscalo en un diccionario!” En otra ocasión, le entregué un artículo en el que asenté la palabra yuppie, me preguntó el significado y le contesté: young urban professional, “Pero, qué significa la segunda p”, preguntó, en eso entró Rocío Barrionuevo quien pudo aclarar que era la inicial de people.  Alguna vez, para hacer el breve editorial titulado Bajo la rueda, que aparecía en la portada del diario, a manera de aforismo, y firmaba Juan Lezama, heterónimo del director del periódico, Manuel Becerra Acosta, le consultaron a Batis sobre el fragmento de López Velarde que dice: “El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros de petróleo el Diablo”. Como yo tampoco me sabía el verso de memoria, Huberto dijo en voz alta, mirando al techo: “¿Quién lo sabrá?”, al momento que tendió el brazo para marcar el teléfono de Guillermo Sheridan, luego de preguntar por Fabienne Bradu, le hizo la consulta y Sheridan empezó a recitarle al oído La Suave Patria.

  Huberto le compartía su oficina a Miguel Rico Diener (hijo de Víctor Rico Galán e Ingeborg Diener), Miguel hacía la talacha de revisar los editoriales. Durante algunos meses el trato que tuve con el diario fue a través de él. Los artículos que no le gustaban los marcaba al final del texto con un gato y me los devolvía. Luego de que Miguel Rico se fue a Alemania, llegué con nuevos escritos y encontré Huberto revisando mis artículos acumulados en una carpeta, porque seguramente no le gustaron a Miguel. Batis comentó tras leer en silencio mis escritos: “Están buenos, no entiendo por qué no los publicó”. Durante esos días, casi diario salió un artículo mío en el periódico. A partir de ese momento, se me abrió la posibilidad de platicar con Huberto cada vez que acudía a entregar un artículo. “¿Ya tienes un día fijo?”, era una pregunta frecuente con la que me recibía. Hablaba de todo, igual que en el taller: “El ISSSTE es la fábrica más grande de tejido de México, fui a recoger mi cheque y todas las secretarias y oficinistas estaban tejiendo”. Una tarde, le llevaron un ejemplar de la Revista de la Universidad, Huberto miró con desdén la portada, formada con la imagen de unas figurillas prehispánicas y le comentó a Víctor Villela (20): “Qué manera de tirar el dinero –y después de una pausa concluyó–: unos tepalcates de Sanborns”. Villela era muy cuidadoso a la hora de formar el sábado, en varias ocasiones llamó a mi casa para aclarar dudas que le surgían sobre mis textos, o cuando no tenía imágenes para ilustrar los artículos pedía que le llevara los libros para tomar las fotografías de los autores. Alguna ocasión que Villela le mostraba a Batis el dummy del suplemento en donde estaban dos faunos, uno de pie y otro a su regazo soplando un instrumento de viento, Huberto indicó que lo moviera porque: “Parecen putos, parece que se la está mamando”. En otra ocasión estaban viendo cómo acomodar un poema de Víctor Villela, y de repente Huberto dijo para resolver la duda: “¡Ya déjalo así!", de cualquier modo, cuando vean tu nombre de inmediato le van a dar vuelta a la página”. Cuando le entregué un desolladero en contra de Rafael Ramírez Heredia, al leerlo comentó: “Este es de los del club de Toby”, y remató: “Qué bueno que también le pegas a Margarita Pinto”. En octubre de 1988 escribí una crónica: Un hueso duro de roer, sobre dos predicadoras que visitaron mi casa para llevar la palabra de Dios, una de ellas me pareció bastante atractiva, pero yo estaba en mal momento padeciendo una resaca espantosa. Alguna fibra le toqué a Josefina Estrada (quien publicaba crónicas en el unomásuno y es esposa de Sandro Cohen); pues, luego de unos días escribió la misma historia que redacté, pero desde su óptica de mujer; y al personaje que creé, que en realidad era yo, pues mi narración esta en primera persona, lo transformó en homosexual en su escrito. Como su artículo estaba perfectamente dirigido, decidí entrarle a su juego y de inmediato escribí una crónica burlona titulada Entre las letras y las letrinas, en la que mi personaje es una mujer de 31 años (la misma edad que tenía Josefina Estrada en aquel momento), que padecía conflictos para elegir sus temas y elegía a las sirvientas como personajes para hilvanar sus historias (temática que Josefina Estrada abordaba en la mayoría de sus crónicas). Posteriormente mandó una nueva crónica con sus misiles apuntados hacia mí, pero ya no quise seguirle pues de continuar así terminaríamos carteándonos. Lo curioso de esto es que, en las narices de Huberto, nos estábamos dando con la bacinica y, hasta donde sé, no se dio cuenta de esta escaramuza. Aunque, si la llegó a advertir, seguramente se dio una divertida como enano viendo cómo nos agarrábamos del chongo. Luego de que publiqué la crónica: Aún queda la llama del amor, sobre mi rompimiento amoroso con Leticia Zamora, quien en aquellos tiempos era secretaria de Pedro Peñaloza, éste me dijo muerto de risa: “Para conocer los detalles de tu apasionado romance con Lety, no hay mejor fuente que las páginas del unomásuno”.

  Muchos de los colaboradores coincidíamos en que no había mejor momento para visitar a Batis que los viernes por la tarde, su estado de ánimo ya no estaba crispado por el cierre de la edición de sábado (cuando todos en la redacción andaban corriendo para subsanar algún tropiezo); para entonces, Huberto ya había asimilado algún desliz que se hubiera colado en la edición, que al descubrirlo publicado lo convertía en un volcán con erupciones de cólera. Sin saber que era su cumpleaños, el 29 de diciembre de 1989 acudí a su oficina a entregarle mi colaboración, al entrar vi a una hermosa mujer, verdaderamente atractiva que trabajaba en otra área del periódico. A manera de súplica le pedía a Huberto que la acompañara a partir el pastel que le habían comprado para festejarle. Batis se negaba, con el tacto de hipopótamo que siempre lo ha caracterizado argumentaba que tenía mucho trabajo, la preciosura rogaba y rogaba argumentando que solo serían unos minutos. Hasta que, después de mucho insistirle, Huberto aceptó a regañadientes diciendo que en un rato más acudiría a su festejo. Cuando salió la mujer, Batis dijo en voz alta, a manera de desahogo: “¡Qué ridiculez!” Luego de que le entregué mi escrito, al despedirme no pude aguantarme las ganas de decirle con cierta ironía: “Bueno, pues, hasta luego… y feliz cumpleaños”, y salí corriendo, no quise esperarme para conocer su reacción.

  Los libros que reseñaba, regularmente los conseguía en las mesas de novedades de las librerías Gandhi y El sótano, pero cuando entregaba mis textos, los mismos libros ya estaban reseñados por otros colaboradores del suplemento, a quienes las editoriales les enviaban las novedades antes de que los distribuyeran. Al tratar de comentar libros que no tuvieran tantas reseñas, sin darme cuenta, mis entregas las realicé sobre libros de los autores de la editorial Cal y Arena. Pues, los demás articulistas de sábado no reseñaban a esta editorial porque no les mandaba las novedades editoriales a los reseñistas consagrados del suplemento. Cuando le entregué a Batis una nota sobre el libro La literatura en la Nueva España de José Joaquín Blanco, se molestó y, como el agente de tránsito que al detener a alguien, le busca y le busca hasta descubrirle una falta al reglamento, Batis empezó a encontrarle defectos a mi escrito: “Ponle el balazo, que en todo tu texto no encuentro una sola frase que sirva. Escribe sobre lo que sepas, no te metas con temas que no domines. Aquí no es escuelita. Cuando Joaquín lea tu reseña, va a pensar que me estoy burlando de él.” Titubeante, al ver la cantidad de defectos que observó en mi escrito, le respondí: “Bu… Bueno, si quieres me lo llevo”, y tendí mi mano para que me lo devolviera, a lo que respondió malhumorado: “No, déjalo y ya no me quites el tiempo”, y el siguiente sábado apareció publicada la reseña. En la mesa de novedades de una Bodega Aurrerá encontré la novela Amelia Palomino, de Ana María Maqueo, al ver que aun nadie la había reseñado y al descubrir que en la cuarta de forros venía un comentario encomiástico escrito por Batis, escribí una nota. Luego de que Huberto leyó frente a mí el artículo, en tono regañón dijo “Para qué le reseñas a esta vieja, si escribe horrible”. “¡No mames!, pinche Huberto, me cae que no entiendo lo que quieres”, pensé. Según yo, la congruencia era uno de los pilares de Batis ¿Cuál congruencia?, Huberto no se rige por congruencias sino por estados de ánimo. Muchas veces pensé que le caería bien algún medicamento para contener los saltos repentinos que daba su estado de ánimo, de menos unas pastillas de Passiflorine-n. Un día que llegué, no estaba en su mejor momento, le entregué una reseña sobre la novela: Las ausencias presentes de José Woldenberg, editado por Cal y Arena. Al ver el nombre del libro y del autor se transformó en un río de rabia y, sin leerlo, tendió la mano con el escrito en señal de rechazo, mientras decía: “Toma, tú siempre les reseñas a los de Nexos”. Intenté defenderme: “Pero no se trata de un escrito laudatorio, le doy unos buenos soplamocos a Woldenberg”. Huberto levantó la vista para mirarme a los ojos y dijo: “Peor tantito, perro no come perro, ¿sí has oído esa frase?”, y concluyó: “Ya lárgate, no ves que estoy ocupado”, y continuó leyendo el escrito que tenía en la mesa. Hice mutis con mi escrito bajo el brazo, fue la única vez que me rechazó un escrito por su aversión a ese grupo político-literario.

  Más de uno salía trinando de coraje de la oficina de Huberto, cuando su iracundia se desbordaba no había quien detuviera la agresión verbal que se desparramaba de su boca, como le sucedió al editorialista Manuel Aguilar Mora (21), quien en una carta publicada por la revista Proceso describe su choque con Batis de la siguiente forma:  “…por primera vez después de 5 años de colaborar en el diario bajo su dirección [se dirige a Luis Gutiérrez, entones director del unomásuno], fui recibido de manera prepotente, grosera e insultante por el mencionado [Huberto Batis] que funge como subdirector editorial y de ‘información cultural’ (sic). Su engreimiento, del que fueron testigos otras personas presentes en el incidente, incluyó los términos más burdos y patanes así como despectivos a mis colaboraciones, regaños intolerables a mi persona y un comportamiento tan torpe como jamás en mi vida había recibido de persona alguna” (22). Días después, Huberto me comentó la razón del desencuentro, justificó su actuación diciendo que Aguilar Mora siempre le entregaba a última hora sus colaboraciones y le retrasaba el cierre de la edición. Conociendo a Batis, no me cabe la menor duda de que la descripción de Manuel Aguilar está apegada a lo que sucedió. Años después, Huberto me platicó que creía que Aguilar Mora había regresado al unomásuno y publicaba sus colaboraciones con un seudónimo, pues había un editorialista que trataba los mismos temas, y centraba muchos de sus  escritos en temática de Chihuahua. Lo cual solo fue una suposición, pues consulté con amigos trotskistas y coincidieron que el editorialista señalado por Batis no era un seudónimo, sino otro miembro del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Aun cuando José Manuel Recillas, hará cosa de un año le dedicó un poema a Huberto, en los tiempos en que trabajaba bajo el mando de Batis se expresaba de él así: “En lo humano, para mí siempre era despreciable. Y eso es lo que al final cuenta. Si olvidamos eso, estaremos mancillando el nombre de tantos a quienes vejó y maltrató diariamente a cuenta de absolutamente nada. Por lo demás, el no salvó las letras nacionales; traficó influencias literarias y políticas, ensució reputaciones, fabricó escándalos y también censuró opiniones –él, el defensor público de la libertad de expresión–. […] Nunca he visto a nadie tratar a los demás en la forma arbitraria y grosera que él solía. Nada disculpa ese hecho, menos en alguien que se supone era una persona culta” (23).

  Los feroces encabronamientos de Huberto se transformaron en verdaderos mitos, en historias que tal vez no sean ciertas pero que tienen todos los elementos para creer que sucedieron, como el siguiente botón de muestra. El escritor guanajuatense Herminio Martínez (24) me platicó una historia que seguramente obtuvo a trasmano: “En una ocasión llegó Huberto al salón de clases y había dos alumnas sentadas en las butacas de adelante. Estaban platicando, con un güirigüiri fastidioso, Huberto se sentó frente a ellas y permaneció callado mirándolas hablar. Ellas siguieron con su diálogo como si nada. Huberto permaneció impertérrito por un momento prolongado. Ellas continuaron hablando incansablemente. De súbito, Huberto levantó la voz y dijo con su característico tono furibundo: ‘Hijas de su chingada madre, a ver a qué horas me dejan empezar la clase’. En ese momento se hizo un silencio tan áspero que calaba los oídos y Huberto comenzó su cátedra”. Como es sabido, en el medio literario, muchos escritores elogian la obra de otros en público y luego, en comentarios de café, destrozan y se burlan de los escritos que enaltecieron públicamente. Nunca escuche a alguien que en una plática personal se refiriera a Huberto tan elogiosamente y con tanta efusividad como lo hizo Herminio Martínez. En el tiempo en que Huberto le publicaba en sábado las crónicas rimadas sobre los acontecimientos culturales de Guanajuato, firmadas bajo el seudónimo del Marqués de Cantaritos, en un comentario que me pareció excesivo, pues nadie más nos estaba oyendo, Herminio exaltó las cualidades de editor de Batis, lo comparó con los grandes, poco faltó para que lo propusiera para la canonización.

  En 1997 Huberto me publicó en las páginas 14 y 15 de sábado (25) una serie de sonetos sicalípticos bajo la etiqueta de Sonetos para leer en la cantina, que pretendían seguir el modelo de los Sonetos lujuriosos del renacentista Pietro Aretino, pero que evolucionaron a los pantanos de la escatología. Al concluir la serie de sonetos, le entregué a Batis una fotografía en la que aparezco leyendo el sábado parado, adentro de un retrete, a la cual le puso el siguiente pie de foto: “Luis Rojas Cárdenas, se lee a sí mismo, antes de jalarle al WC” (26).

  Luego de ocho años de vivir en provincia, en 1998 regresé a la Ciudad de México. Luis Gutiérrez ya había dejado la dirección del diario y Manuel Alonso Muñoz se ostentaba como propietario. Las páginas 14 y 15 de sábado ya no eran aquel laboratorio lúdico de provocación literaria, incluso el formato había cambiado, se había agrandado la letra de los artículos y se redujo el número de colaboraciones. Entonces, empecé a escribir crónicas de presentaciones de libros, pues había un común denominador en ellas, lo importante no era el libro sino el espectáculo que se armaba con la presentación. Cuando llegaba a entregar mis escritos, el movimiento que se veía años atrás había disminuido, ya eran pocos los que visitaban a Huberto, quien se quejaba: “Ya nadie viene. Todos envían sus artículos por fax”. Así me podía pasar tardes enteras platicando con Batis, otra vez sobre temas  de la vida y de la literatura: Me pasaba las horas escuchándolo comentar sobre sus hijas pobres y sus hijas ricas, y de otras historias detalladas como la agresión que sufrió su hija por un taxista en el campus de Ciudad Universitaria, decía que lo tenía detectado y el jefe de seguridad del unomásuno estaba dispuesto a acompañarlo para darle un escarmiento al taxista. Luego saltaba a otros temas: “Mira las fotos de Edith González”, me decía mientras me daba un altero de fotografías: “Fíjate cómo todas sus poses son más que ensayadas”. “Voy a darme una escapada al dentista. Tuve suerte de encontrar uno a una cuadra de aquí”. “A veces viene a visitarme Ruth Martín, me vendió un seguro de vida”. “Ese Gilly permaneció embozado en el diario cuando se fueron los de La Jornada y luego también se fue”.

  Una tarde, encontré a Huberto abatido porque un lector publicó una nota en la sección de correspondencia del diario, en la que se quejaba de que el suplemento sábado no incluyó una notica sobre un escritor, permanecía solo en su escritorio recortando periódicos, tenía un montón de recortes acumulados en una caja de cartón. Comentamos la carta del supuesto lector, a mí me parecía que era una nota dirigida desde la propia dirección del diario. Huberto se justificó argumentando que la noticia se podía encontrar en la sección de cultura del diario. El único que envió una nota en defensa de Huberto fue Miguelángel Díaz Monges. Por aquellos días, Manuel Alonso Muñoz, dueño del diario había regañado a Huberto porque publicó unas fotos verdaderamente ñoñas de una pasarela de mujeres en prendas íntimas, tomadas durante la presentación de un libro. Por aquellos días, a manera de desahogo, Huberto me comentó que Alonso Muñoz le dijo: “Esto no lo quiero para mi diario. Esto no es lo que quiero”.

  A finales de 1998, el último día que vi a Huberto en el diario, me recibió con regaños, pues la semana anterior le había entregado una pésima crónica de una conferencia sobre pornoerotismo en el viejo San Juan de Letrán, que presentó Sergio González Rodríguez en el Museo de la Ciudad de México. Su furia se desató porque, confiado de que le entregaba trabajos buenos, la había mandado al cintillo de la portada del suplemento cuando era una notita para insertarse en el diario. Luego de indicarme que pasara con Aida Lara a entregarle una fotografía, para que me tramitara una credencial del diario, y después de darme indicaciones de cómo quería los próximos escritos, me echó a gritos de su oficina. Una mujer presenció la escena (pudo ser Catalina Miranda, no estoy seguro). Caminé sin rumbo sobre avenida Patriotismo con la firme determinación de no regresar. Por mucho tiempo padecí algo semejante a eso llamado síndrome de Estocolmo, pues el afecto por Huberto nunca se apartó de mí, aunque no dejaba de sentir ciertas emociones encontradas.

  El 19 de noviembre de 2002 en la fiesta de fin de año del diario, Manuel Alonso Muñoz presentó al nuevo dueño del periódico: Nahim Libien Kahui, quien en pocos días se encargó de convertir en mierda un diario que transformó la historia del periodismo mexicano, además borró del mapa a sábado, el suplemento cultural más importante de América Latina de aquel tiempo.

  Volví a ver a Huberto el 5 de marzo de 2006, andaba en la feria del Libro de Minería cuando escuché que voceaban su participación en un auditorio. Me acerqué a saludarlo y se disculpó de no reconocerme aduciendo que no tenía sus lentes. Le dije mi nombre y de inmediato dijo: ¡Claro!, el de la fotografía adentro del retrete, mi cronista de Ecatepec y colaborador de las páginas 14 y 15 de sábado. Compré su libro. Me lo dedicó, mientras decía: “Búscate aquí, ahí debes andar”. Esa fue la última vez que lo vi.

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*El título es una adaptación del nombre del libro del exministro de cultura de España, Jorge Semprún: Federico Sánchez se despide de ustedes.

1 Algunos apodos de Huberto Batis son: El ogro filantrópico, Puberto Batis, Profesor Biquini, porque enseña todo, menos lo principal, Hubert Hubert, en referencia a Humbert Humbert, personaje de la novela Lolita de Nabokov

2 Conserven el arte y la literatura, que tanto tiempo se han preservado en México: Huberto Batis, en el Boletín de prensa número 1499 de Bellas Artes, del 4 de noviembre de 2015. http://www.inba.gob.mx/multimedia/prensa/galerias/1140/1140-bol._1499_conserven_el_arte_y_la_literatura,_que_tanto_tiempo_se_han_preservado_en_mexico,_huberto_batis.pdf

3 En aquellos años, Rosario Ibarra de Piedra era diputada federal por el Partido Revolucionario de los Trabajadores, en donde se le nombraba festivamente doña Rolling Stone.

4 Antonio Hernández Fernández es un exguerrillero del Partido de los Pobres, que en 1974 participó como correo para pedir el rescate de liberación de Rubén Figueroa.

5 Gracias a las fotografías captadas por los reporteros gráficos de la nota roja, siempre prestos para retratar delincuentes en las Agencias del Ministerio Público, en algunos casos se obtuvo evidencia de la responsabilidad gubernamental en la desaparición de presos políticos, también debido a esas imágenes algunos desaparecidos políticos fueron rescatados de las cárceles clandestinas.

6 Aunque el centro de información documental estaba financiado por la socialdemocracia europea, los recursos apenas alcanzaban para pagar el sueldo mínimo de dos recortadores (el de Margarita y el mío, ignoro si Antonio Hernández y Rosario Ibarra también tenían asignado un sueldo en aquel proyecto), la renta de un viejo departamento en Mixcoac, la compra de los diarios y revistas y un par de tijeras. Doña Rosario Ibarra, Cony Ávila, Ruth Martín y las demás integrantes del comité de madres de desaparecidos políticos, cerraron el centro de información para ahorrar recursos, pues sería más económico comprar la información maquilada por el Centro Nacional de Comunicación Social, conocido como CENCOS.

7 David Huerta, en alguna sesión nos dio a conocer los versos del Vate Correa: “¡Para celebrar su triunfo, / a mi General Cabrera, / le regalaron un fo / nógrafo de primera!”

8 Carlos Valdés Martín es hijo del reconocido escritor de la generación del medio siglo: Carlos Valdés Vázquez (1928-1991), autor del libro de cuentos “El nombre es lo de menos”, con quien Batis mantuvo una relación muy estrecha, en su juventud publicaron juntos la revista Cuadernos del viento, e incluso compartieron un departamento. A Carlos Valdés hijo lo secuestraron elementos de la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), lo detuvieron frente a la puerta de su casa, a solo una cuadra de las oficinas del unomásuno. Lo aprehendieron en compañía de Juan Islas (un exguerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias a quien le daba alojamiento en su domicilio). El secuestro desató la publicación de una serie de escritos de la intelectualidad mexicana, Elena Poniatowska también publicó un airado reclamo por la presentación del hijo del escritor. Una vez que fueron liberados, decíamos de broma que Juan le debía la vida a Carlos, pues si hubieran detenido solo a Juan Islas, su secuestro hubiera pasado inadvertido. Pero gracias al ruido que se hizo en los medios por el hijo del escritor, ambos fueron liberados. A partir del secuestro, la madre de Carlos, Ruth Martín, se incorporó al comité de madres de los desaparecidos políticos.

9 A Carlos Valdés Martín lo trataba cotidianamente, pues él hacía trabajo político en la zona fabril de Ecatepec, participaba como organizador en la misma célula del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en la que yo realizaba activismo político. Por aquellos años, el PRT (de filiación trotskista), impulsaba una política denominada: “El giro a la industria”, consistente en insertar en los sindicatos a cuadros políticos provenientes de las universidades, para influir en el movimiento obrero, pues luego del 68 ya estaba visto que los estudiantes no hacen la revolución y los obreros sí, ya que tienen la posibilidad de detener la industria. A Ecatepec llegaron jóvenes de clase media a trabajar en las fábricas, entre ellos Jaime González Vargas, que laboró como obrero en Kelvinator, quien provenía de una familia acomodada y está emparentado con Adrián y Luz Lajous Vargas; también la actual Secretaria de Gobierno del DF, Patricia Mercado, asumió un rol como parte de esa orientación política del PRT, participó como sindicalista en DINA Renault, en Ciudad Sahagún, y se coordinaba en la célula partidista de Ecatepec.

10 Además de los miembros del taller que menciono en el presente texto, Gonzalo Vega Zaragoza, en su perfil, publicado en la página web de Ficticia (confróntese la liga http://www.ficticia.com/autores/gvegazsem.html.html ), afirma que también participaron Fernando García Ramírez y Aurelio Major, yo no los recuerdo como parte del taller. Tal vez asistieron en otro momento, antes de que me incorporara.

11 Mario Benedetti (1920 - 2009), escritor uruguayo que traía un pleito casado con el unomásuno.

12 En el taller de periodismo literario coordinado por Huberto Batis, presentábamos todo tipo de escritos, poesía, ensayo y crónica; sin embargo, Guillermo Vega Zaragoza afirma lo contrario: “La verdad es que en los dos años y medio que duré en el taller, nunca nadie presentó otra cosa que no fueran crónicas”. ( http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/ojs_rum/files/journals/1/articles/16456/public/16456-24510-1-PB.pdf )

13 Enrique Ramírez y Ramírez (1915 - 1980), estalinista de cepa pura, fue militante del Partido Popular Socialista y posteriormente diputado priista. En el presente escrito más que buscar ser fiel a mis amigos trato de ser fiel a mi memoria, pero el tiempo le tiende a uno trampas, guardaba mis recuerdos la noción de que Huberto se había referido a Enrique Ramírez y Ramírez como Enrique Ramírez al cuadrado, pero un artículo reciente publicado en Confabulario me sacó del error, pues veo que el insulto proferido por Batis fue llamarlo Señor Pleonasmo  http://confabulario.eluniversal.com.mx/entre-alacranes-batis-y-carballo

14 Se refería a los dramaturgos Héctor Azar (1930-2000) y Miguel Sabido (1937-  ).

15 Aquella historia de terror que narró Huberto Batis, luego de contarla en el taller apareció publicada las páginas del diario firmada por una mujer, supongo que sería su alumna.

16 Huberto se refería a que mi historia estaba plañidera como las que narra Cristina Pacheco en su libro Sopita de fideo.

17 A Raúl de la Torre, habitante de la Unidad Tlatelolco, lo conocía porque ambos militamos en las filas del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), en los años 70, además teníamos un amigo en común, Jorge Salvador Aguilar (1951-2011), por lo que la historia narrada por Batis me sirvió para redondear la información que tenía, pues no la conocía de primera mano. A principios del sexenio de Salinas de Gortari, muchos expemetistas entramos a trabajar a la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, pues Gustavo Gordillo de Anda (exdirigente del movimiento estudiantil del 68 y exsecretario de relaciones campesinas en el PMT) ingresó al gobierno como subsecretario de Política y Concertación, entonces volví a coincidir con Raúl. Muchos de los que fuimos cardenistas acabamos trabajando en el gobierno de Salinas bajo la siguiente justificación: “vendo mi fuerza de trabajo, no mi conciencia”.

18 Mientras asistía al taller del ISSSTE anduve bregando en las procelosas aguas del desempleo. Un amigo le pidió apoyo a Juan José Bremer para colocarme en un empleo, Bremer me encomendó con el secretario particular del director del Instituto Nacional Indigenista, que anduvo buscándole por aquí y por allá hasta que me envió con Alejandro Sandoval Ávila (1957- ), quien era el responsable de cultura en la delegación Cuauhtémoc, y despachaba en unas oficinas ubicadas en el Mercado Abelardo Rodríguez. Lo que me ofrecía era que yo impartiera varios talleres de literatura en algunos lugares que se habilitarían en la delegación, hablaba de la Capilla Británica, el interior del monumento a la Raza y la casa de Carranza. No pude menos que darle las gracias, pues en aquel momento yo estaba para aprender literatura, no para enseñarla. Cuando nos despedimos me regaló su novela La justa fatiga, editada por Katún. Finalmente fui a caer con el secretario particular del Instituto Politécnico Nacional e ingresé como administrativo y, luego de un concurso, pasé a formar parte de la plantilla docente en el área de historia de la Vocacional 10.

19 Manuel Becerra Acosta (1933-2000), revolucionó el periodismo mexicano al promover el uso del lenguaje coloquial en el diario. En 1989 abandonó el unomásuno. Suautoexilio a España fue resultado del espacio que abrió al cardenismo en 1988, lo que aunado al desorden administrativo del diario se conjugó para que el entonces Presidente Salinas consumara su venganza.

20 El poeta Víctor Villela recibió un balazo durante la ocupación de Ciudad Universitaria por el ejército en 1968.

21 Manuel Aguilar Mora, también conocido como el Pelón, porque en su juventud usaba la cabeza con corte a rapa, es hermano del escritor Jorge Aguilar Mora, fue dirigente estudiantil en 1968 y actualmente es reconocido como dirigente histórico de la izquierda trotskista mexicana.

22 De Manuel Aguilar Mora, sobre unomásuno, (Carta dirigida a Luis Gutiérrez, Director General del unomásuno) en la sección Palabra de lector, de la Revista Proceso, número 667, página  37, del 14 de agosto de 1989. La carta se publicó en Proceso después de dos semanas de que Aguilar Mora intentara entrevistarse con el Director del diario.

23 Catalina Miranda, Huberto Batis, 25 años en el suplemento sábado de unomásuno (1977-2002), Ed. Ariadna, Colección laberinto de papel, México, 2005, en la página 367.

24 Herminio Martínez Ortega (1949 - 2014), escritor de novela histórica, poeta, cronista oficial de Celaya y sobre todo ganador de una cantidad enorme de premios nacionales e internacionales, lo conocí en Celaya cuando me integré al taller de literatura que él coordinaba: Diezmo de palabras, en la Casa del Diezmo, dirigida entonces por Florencio López Ojeda. Allí también participaba Luis Montes de Oca, Mitocornio, quien después se integró a la plantilla del suplemento en donde Huberto Batis le dio la contraportada entera, además en las páginas interiores del suplemento Montes de Oca narraba historias de sus imaginarias aventuras sexuales en el estudio fotográfico del maestro del fetiche: Eric Kroll, con quien supuestamente poseía los cuerpos de las modelos de la serie fotográfica Beauty parade. Con Luis Montes de Oca trabajamos en el proyecto de una revista, que solo se tradujo en entusiasmo. Por otra parte, tuve la oportunidad de compartir con Herminio Martínez el premio convocado por la Lotería Nacional, denominado Lotería de Cuentos. El primer lugar lo obtuvo él y el segundo yo, de 977 participantes.

25 Huberto Batis decía que el único día que se vendía el unomásuno era el sábado, por el suplemento cultural. Se hablaba de que tenía un tiraje de hasta 60,000 ejemplares, además, por aquel tiempo la sección más leída de sábado era la que se ubicaba en las páginas 14 y 15, por el material polémico que se publicaba.

26 Un año después de publicar el último de los Sonetos para leer en la cantina reuní aquellos versos en una plaquette titulada Prostibulario.

 

 

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