Opinión

l]Efemérides y saldos[

 

Cuando violó una de las prohibiciones más importantes de su país y sobrepasó las fronteras del Estado, el castigo no se dejó esperar: hoy está condenada a vivir en un mundo sin horizonte. Un mundo en el que puede ir a donde quiera y puede hacer lo que le dé la gana pero en ninguna parte está en su casa.

Monika Zgustova

 

 ALEJANDRO GARCÍA

Las rosas de Stalin (Barcelona, 2016, Galaxia Gutenberg, 331 pp.) de la escritora, traductora y periodista checa radicada en España Monika Zgustova novela la vida de Svletana Allilúyeva (1926-2011), quien fuera la hija de José Stalin. La historia arranca en el momento en que conoce a Brayesh Singh, militante comunista indio, en un hospital de Moscú. El apellido fue tomado de su madre y el contacto con Singh es de 1963 —el capítulo se titula “I. Moscú, Sochi (1963-1966)”—, cuando ella  cuenta con 36 o 37 años de edad, aunque dentro del libro, y habremos de hacerla caso, afirme “Porque Svletana de treinta cuatro años conocía su tendencia a embellecer lo desconocido”.

   Sin duda un joven de ahora leerá este libro de manera muy diferente a mi morbo y a mis muescas de lector fraguado en buena parte dentro de la Guerra Fría. Mas es indudable que yo mismo leo este volumen sin la zozobra de la culpa ajena o de la responsabilidad de la traición. Habrá que darle rienda suelta a la historia de una mujer que hizo el intento noble, y por otro lado natural, de vivir su vida.

   Una anciana… enciende una pequeña vela y la fija con una gotas de cera en el fondo de una cáscara de nuez […]

[…] Envié por el agua una vela encendida. Es un ritual hindú, ¿sabe? Al atardecer así velas por el Ganges. Por sus muertos y por sus seres vivos.

   El título viene de un día que, ante la visita del dirigente inglés Winston Churchill, José Stalin le regala rosas a su hija y la hace prepararse para ser presentada al Primer Ministro. La entrevista es breve, sólo saludar y retirarse, es imposible cualquier intercambio de mensajes. Y uno, lector paradójico piensa en la necesidad de ser de una niña, algo más que un objeto a normalizar la efigie del líder, ante protagonistas de la historia y por otro se dice y qué diablos tiene que hacer esa niña ante esas bestias peludas que se reparten el mundo.

   Una vez mi padre me invitó a estar presente, cuando tenía a Winston Churchill de visita; entonces también me puse largo y me arreglé con esmero. En esa recepción mi padre me dio un par de rosas ante su invitado; recuerdo que Churchill canturreó: “My love is like a red, red rose”. Pero mi audiencia sólo duró unos momentos y ni siquiera me animaron a hablar.

   Así vive su infancia y buena parte de su vida. Mimada y no por el régimen, distante de un padre poderoso y cortés a veces; otras, conocidamente violento: “Eres una inútil, ¡no eres más que un parásito!, ¡nunca ha salido ni saldrá nada bueno de ti! ¡Eres una mala hija y me avergüenzo de ti!”. El despertar es terrible: el padre se encoleriza por sus relaciones con artistas y judíos, mimada y no por un régimen post-estalinista que la ve bipolarmente: como el testimonio de un tirano, como la herencia de un constructor del comunismo, eso hacia adentro, pero que la hospitaliza en lugares de élite nacional e internacional y la manda a lugares de reposo a convalecer. Hacia afuera, los soviéticos la ven como una presa de la propaganda capitalista. Mimada y no por un régimen norteamericano que después de la novedad de su huida  y de convertir sus memorias en best seller (no sin soportar una serie de contramemorias y confesiones vergonzosas inventadas y deslizadas a los medios por los aparatos de KGB y organismos afines) la dejará al libre flujo de la oferta y la demanda.

   El libro se divide en un Prólogo breve y un Epílogo todavía más breve (once y cinco líneas) y en dos partes. La primera corresponde a sus tres años de relación con Brayesh Singh (1963-1966) que terminan con la muerte de éste en Moscú y el permiso que Svletana obtiene para llevar sus cenizas a la India. Allí, después de algunos meses de estancia con permiso de la Unión Soviética, ante la indiferencia de Indira Gandhi para que ella se quede dentro del territorio que gobierna, pedirá asilo en la Embajada americana, viajará a Suiza y de allí a los Estados Unidos (1967).

   La segunda parte refiere sus primeros años entre Nueva Jersey y Nueva York, primero, y después en Arizona. Sus viajes a Inglaterra y su regreso a los Estados Unidos para parar sus últimos años en un retiro de Wisconsin (2009-2010). De todos estos viajes es interesante, después del éxito de su libro y de su labor en una de las mejores universidades del país, Princeton, irse a meter al suroeste americano, a los territorios de la Hermandad Taliesin, dirigida por la hija de Frank Lloyd Wright, Olgivanna Wright. Allí volverá a casarse con Wes, yerno de Olgivanna, quien ve en Svletana no sólo el mismo nombre, sino a su misma su hija y hace todo por involucrarla en su misión, hasta que su régimen de vida empieza a parecerse a su vida en Rusia, sometida a otras voluntades y obedeciendo principios que parecen claros, pero que de simples medios se convierten en lo predominante de la vida y niegan la propuesta comunal que enaltecen. Además, Wes se queda con un buen trozo de sus regalías de autora. Entonces también huye de esa concepción de la vida americana.

   Svetalana regresa a la URSS entre 1984 y 1986, en plena caída del comunismo. Eso no quiere decir que las cosas fueran más sencillas para ella. Para empezar había un complicado problema de papeles. Ella seguía siendo rusa, ella seguía siendo americana, pero dentro de Rusia era complicado ejercer esto último. Estuvo además la relación con los hijos. El varón la llama, aduce una enfermedad, la hija nunca quiere saber de ella, no perdona el abandono, vive lejos de Moscú. Agreguemos que del matrimonio con Wes tiene a Olga, así que a ésta la sacrifica de sus estudios en Inglaterra y la lleva al mundo de conjuras de y alrededor de Mijail Gorbachov.

   En todos los lugares pelean a Svletana Stalin, en ninguna parecen quererla. En muchos momentos el problema es ella: inadaptada, voluble, comodina, nada profundo, por cierto. Obvio es que la casa que construyó Stalin está a punto de cambiar de dueño o a ser derribada para levantar otra, pero para ella sólo es la confirmación de que nunca fue suya y de que en todas las otras estuvo de paso.  

   Del “Ruiseñor” o “Gorrión” de Stalin se conoce la vida de infancia relativamente cerrada a los actos políticos, ideológicos y punitivos de su padre. El episodio de Churchill es extraordinario. Poco a poco se entera del suicidio de su madre, acto que se informa como ataque de apendicitis. También sabrá de los asedios sobre sus pretendientes, incluyendo al cineasta Alex Kapler, quien pasará temporadas en campos de trabajo forzado más allá del Círculo polar. Se casará con un hijo de Zhdánov  y éste adoptará a un hijo de una relación anterior con un judío (se dice que esta era la razón del descontento de Stalin). Con Zdhánov tendrá una hija. Ella tomará el apellido de su madre. Después de 1953, año de la muerte de Stalin pasará a ser la hija del tirano, a veces para bien, pero la mayoría para mal. Sabrá también que en su búsqueda de sobrevivencia, los sucesores de Stalin no serán más nobles o más gentiles. Aun así, grandes bloques la asilarán, la golpearán, la acusarán. A veces lo entenderá, otras sabrá a tiempo para contarlo que estuvo a punto de ser aplastada.

   De los hijos varones de Stalin convendrá señalar la historia de que el mayor fue atrapado por los nazis y que estos, enterados de la identidad del preso propusieron un intercambio de prisioneros. Stalin se negó. Del otro hijo, se sabe que sobrevivió a su padre. Llegó a ser general. En la lucha por el poder fue hecho a un lado. Ante las sospechas de que Stalin no recibió la atención médica suficiente y adecuada después del ataque, fue apresado, enjuiciado y condenado. Salió libre y se dice por alguna fuente que enfermó, se le asignó una enfermera, se casó con él y murió (él, con esos cuidados quién no) en condiciones misteriosas. Otros simplemente dicen que murió de alcoholismo crónico. Todavía corre mucho veneno por las fuentes. Tendré que fijarme a la lectura de Las rosas de Stalin de Monika Zgustova por lo pronto.

 

 

 

 

 

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