Opinión

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LYDIA CACHO/ Plan b*

 

Si me viera forzada a utilizar una sola palabra para definir el ambiente cuando hablamos de política, corrupción en impunidad, sin duda el vocablo elegido sería frustración. En redes sociales, medios y redes, manifestaciones, reuniones de activistas, artistas, colectivos ciudadanos, reuniones familiares y cantinas, indefectiblemente alguien dice que vamos en camino a la irremediable perdición.

Sabemos que las estructuras de poder, tal como las conocemos, no funcionan. Que los políticos y sus empresas denominadas partidos, representan los intereses de una forma de liderazgo vertical desgastado, inoperante, destructivo, egoísta y violento: ese liderazgo patriarcal, conservador narcisista, al que juegan y perpetúan hombres y mujeres por igual, no importa si de izquierda, demócratas, conservadores, liberales, progres o anarquistas.

Cuántas veces escuchamos la frase “ya no quiero leer ni escuchar las noticias, me enferman”. Lo que nos enferma no es conocer la verdad, sino documentar y procesar intelectual y emocionalmente las historias de impunidad anunciada. No importa el grado educativo y cultural de quien lo dice: si ya sabíamos que_______ (aquí ponga el nombre del mafio-político de su propio estado o comunidad), había cometido todos estos ilícitos y violaciones a los derechos humanos. Ya conocíamos con datos duros y evidencia obtenida a pulso la demostración formal, tanto jurídica como periodística (que ha costado la vida, la integridad o la libertad de activistas y periodistas), que esta persona pudo haber sido cesada y juzgada mientras cometía dichos crímenes contra la sociedad. La frustración es un síntoma del entrampamiento ideológico en que nos encontramos.

Recientemente, durante un evento organizado para expresar el país que queremos e imaginamos, vi la muestra patente de ese ejercicio de poder de máscaras, que es mensajero y reproductor del patriarcado. El político Porfirio Muñoz Ledo, desesperado por arrebatar el micrófono mientras hablaba un joven activista, no miró ni escuchó a los y las jóvenes que dialogaban desde el público, cuyo llamado a reinventar el liderazgo político fue lo más sano, honesto y útil del evento. Él quería subir al podio, aleccionarnos como el patriarca tradicional; se robó el tiempo de los otros y las otras (como suelen hacer siempre los que deliran omnipotencia).

No fue a escuchar, ni a aprender, fue a buscar los resquicios de un poder añejo de una izquierda que hace años está muerta, o al menos en coma inducido por la hipocresía y el falso monopolio de la alternativa. Como él, en todo el país, los demagogos de la crisis hablan sinsentidos, porque su modelo de liderazgo está también a punto de perecer. No creo que ya las nuevas generaciones tengan la respuesta, aunque hay excepciones como Pedro Kumamoto, tenemos evidencia con Velazco en Chiapas y Remberto Estrada en Quintana Roo, que miles de jóvenes se suman a las filas de las empresas partidistas para proteger y reproducir el modelo de liderazgo convencional que favorece la cultura de la corrupción e impunidad del “o conmigo o abandonados a su suerte”.

Desde hace décadas, las filósofas feministas demostraron que, si no entendemos el origen y método del liderazgo, es imposible transformar las estructuras de poder. De allí la insistencia de mujeres y hombres feministas por deconstruir las formas tradicionales de liderazgo para crear un ejercicio de gobierno ético que actúe mientras las y los funcionarios violan la ley, y no una vez que han logrado destruir economías, vidas y ecosistemas.

 Observante me encuentro en reuniones a hombres y mujeres que salivan frente al hueso potencial, que se enmascaran en el teatro del absurdo interminable. Queremos líderes que transformen colectivamente, no que destruyan al adversario. La educación para el liderazgo no es un arma, sino una herramienta. Nuestra frustración tiene razón de ser; sólo nos queda el largo camino de inventar liderazgos nuevos, ajenos a la estructura y a los chapulines, que se hacen llamar independientes, pero aman el poder tradicional. Habrá que tener paciencia y persistir, aunque no vivamos para atestiguar el cambio.

 

 * Plan b es una columna cuyo nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.

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