Rubí de María Gómez Campos
SemMéxico
Antonieta Rivas Mercado (1900-1931) es la figura femenina más representativa del México postrevolucionario. La representación misma de la patria, como gustaba repetirle José Vasconcelos durante el intento que ambos emprendieron para la transformación política y democrática del país. Hija de Antonio Rivas Mercado —arquitecto porfirista, creador de monumentos históricos como el emblemático Ángel de la Independencia— y millonaria mecenas de pintores, músicos y escritores que han dado lustre a la historia del México moderno, Antonieta fue apasionada en todos los proyectos que emprendió durante su corta pero fecunda y productiva vida.
El personaje cuasi mítico de Antonieta ha sido comparado con otras figuras femeninas cuyo halo de misterio y mistificación permanente hace difícil la divulgación de sus auténticos aportes a la cultura del México moderno. Tina Modotti y Frida Kahlo son, junto con ella, algunas heroínas de quienes sólo se conocen aspectos superficiales de su existencia y afán comprometido, en una época en la que las mujeres apenas comenzaban a participar activamente en un mundo tradicionalmente masculino.
Antonieta Rivas Mercado fue heredera de una fortuna que puso al servicio de la consolidación de un país apenas emergente. Tomando el ejemplo del teatro de vanguardia francés y en busca de la universalidad que le faltaba al arte mexicano, promovió en 1927 la actividad artística de Villaurrutia y Novo en la creación de una compañía teatral donde ella misma traducía, diseñaba escenografía, actuaba y hasta realizaba el vestuario de obras que —en la lógica de Los contemporáneos— llevarían a México a situarse más allá del proceso reciente de transformación social y cultural aún sangrante.
La búsqueda de universalidad y su conocimiento directo del arte contemporáneo la llevaron a apoyar, también con su dinero, proyectos culturales como la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional y otros tan importantes que aún la sobreviven (como sus traducciones y artículos que todavía resuenan) y que, en sus propias palabras, eran “correspondientes al momento actual”.
Entre múltiples preocupaciones ocupó un lugar central el tema de la mujer. Siendo consciente de la necesidad de vincular a las mujeres con los procesos de transformación nacional, era también una ferviente crítica de los enfoques adoptados hasta ese momento por el feminismo anglosajón. Su crítica a la sumisión de las mexicanas, concebida como “pasividad” y “docilidad”, se situaba en la lógica de definir de forma autónoma y creativa el sentido de una feminidad que nunca había tenido oportunidad de demostrar la riqueza y profundidad humana de su experiencia. Acorde y previamente a la idea de mujer como un proyecto, que Simone de Beauvoir desarrollara 20 años después en El segundo sexo (1949), Antonieta decía: “En México todo se está haciendo. No hay que buscar en él todavía un tipo general de mujer”.
La fallida transformación social y cultural, que debió derivarse de los hechos violentos del pasado reciente, estimulaba la pasión política que llevo a Antonieta a invertir gran parte de su fortuna en la campaña de José Vasconcelos (1928); primer intento de enfrentar el limitado régimen surgido de la Revolución. El fracaso en la búsqueda de la presidencia de José Vasconcelos representa el primer fraude electoral de nuestra historia. La desilusión consecuente obligó a la escritora a emigrar a París, en donde sus planes de escribir y concretar la búsqueda de insertar a México en la cultura universal fueron frustrados con su suicidio de un balazo en el pecho, en la simbólica iglesia de Notre Dame.
Antonieta sabía, como sabemos hoy las feministas, que no puede haber progreso social ni cultural alguno si no se incluye el objetivo de la integración plena de las mujeres en el mundo humano. Es un error creer que la violencia social generalizada que vivimos está desvinculada de la degradación de las mujeres. Degradación que más bien constituye la base sobre la que se erige toda otra forma de denigración humana. Como dijera Jean-Paul Sartre en su Testamento político: “El hombre no llegará a ser libre mientras siga mamando sangre de esclava”. La corrupción, la delincuencia, la violación, el feminicidio, y cualquier otra forma de expresión mutilada del espíritu de grandeza que lo humano representa, son el efecto de un desprecio a la vida, traducido en violencia contra las mujeres.
La patria destrozada por la violencia fatal contra la mitad de sus habitantes, que hoy conocemos a través de la historia y de sus monumentos, está asentada sobre el amor de una matria que desconocemos. La Victoria Alada, como también es conocida la Victoria de Samotracia, situada en la cúspide de la Columna erigida en honor a los héroes (y heroínas) “que nos dieron patria” (1910), no sonríe. A la sombra del ángel se gestaron en los primeros años del siglo XX los orígenes del México contemporáneo. Un México alimentado por el amor, la pasión, la inteligencia y el fervor casi místico de una madre gestora hoy olvidada. Negada incluso cuando se reprocha el daño a un monumento erigido a la luz de la emancipación que varones mexicanos no han sabido llevar a la experiencia respetuosa de la convivencia.
Sin embargo, como ha ocurrido cíclicamente en nuestro dolorido México moderno, en los albores del siglo XXI la ira fecunda de las mexicanas se refugió inconscientemente en la representación de un ángel protector, representante de las aspiraciones de un futuro que aún no llega, pero que ya se anuncia en las manchas de diamantina rosa. El fatídico día de la fatídica muerte de Antonieta se cerró aparentemente la esperanza de una patria nueva. Nuevamente a la sombra del ángel, en los albores del siglo XXI y en la legítima indignación de jóvenes Antonietas llenas de vida y pasión por la justicia, vuelve a gestarse en la nueva “decoración de diamantina” que ilustra el hartazgo ante la imposibilidad de vida plena, la posibilidad de un mundo nuevo… que seguirá presente en manchas nuevas, hasta que la Victoria Alada nos sonría.