SALVADOR MENDIOLA*
Tomé noticia de la existencia de Javier Solís (1931-1966) en su momento de mayor gloria en vida como estrella del espectáculo, entre el año de 1959, cuando se vuelve famoso con la canción “Llorarás, llorarás”, y el de 1966, cuando muere de improviso. En esos años yo era un niño todavía. Por supuesto, ya inoculado de rock and roll, en un principio veía y oía al cantante de boleros rancheros como una momia viviente, una especie de zombi de Pedro Infante y párale de contar.
Fue mi amigo Guillermo Delara quien me hizo comprender que en Javier Solís veía se escuchaba a un artista diferente, superior, poderoso, trascendente. Su insistencia en hacerme escuchar una y otra vez sus discos, para tratar de hacerme entender que Solís, cantante de ranchero, era un artista musical tan bueno como los Beatles o Presley, me llevó a descubrir la calidad de su voz y los secretos del bolero en su fusión perfecta con la canción ranchera, un efecto pop y muy urbano. Así es como fuimos a verlo presentarse en una función especial del Circo Atayde, donde su actuación como payaso trágico me conmovió hasta las lágrimas, siendo yo un mozalbete de 12 años. Y su muerte poco tiempo después me conmovió hasta las lágrimas.
Antes de esa vez en el circo, cerca de 1964, tuve oportunidad de ver cantar en persona a Javier Solís. Fue por sorpresa. En Tacubaya, muy probablemente en 1962. Regresaba con mi hermana y hermanos de la panadería por la tarde de un domingo familiar, cuando en la entrada del “club social” Floresta de la calle de Gelati vimos una multitud. Nos acercamos curiosos y preguntamos que qué pasaba. “Es que está adentro Javier Solís, nos dijeron, vino a bailar con una de sus novias. Pero ya la gente lo descubrió y le pidió que cante”. Rápido nos colamos al interior del lugar, que estaba repleto de gente embelesada por escuchar con silencioso respeto admirativo al Rey del Bolero Ranchero. Nos acercamos hasta la misma tarima donde él cantaba y me llamó la atención su voz, es cierto; pero más lo hizo lo envaselinado de su pelo perfectamente bien peinado y lo recortadito de su bigote de padrotito.
Ya en 1979 era grande mi admiración por su forma de cantar y la perfecta selección y arreglo de casi todos los temas que grabó, así que me propuse escribir una biografía de Javier Solís. He reunido información desde entonces, ya no creo que tenga mucho sentido escribirla, pues prácticamente todo se conoce y no me gustaría producir un aguachirle como los que escribió mi cuate, el difunto Gustavo García, sobre Pedro Infante y Pedro Armendáriz. Con esto que aquí te entrego creo que es suficiente como homenaje para él.
Javier Solís es un cantante excepcional y fuera de serie. Su capacidad para modular en forma armónica cada sílaba de las letras de sus canciones, lo convierte en todo un tenor lírico; aunque su tesitura real sea más compleja. En tiempos donde la usura y la rapiña tienen a medio mundo vuelto cantautor de sus multi-auto-plagios, Solís, que en realidad se llamaba Gabriel Siria Levario, supo ser un auténtico intérprete crítico de muy diversos compositores y tipos de música hispanoamericana. Igual será uno de los primeros cantantes latinoamericanos en emplear las técnicas de grabación desarrolladas en Nueva York, EUA. Varios de sus mejores discos los grabó precisamente en esa ciudad, considerándose en verdad un par y no una simple copia de Frank Sinatra o los Beatles. Los arreglos musicales para sus piezas también manifiestan un gran cuidado y no poca originalidad.
Una tarde de otoño del año 2003, en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, un taxista, al descubrir que yo era mexicano y usaba sombrero como de cantar rancheras, me pidió que lo escuchase cantar tres canciones de Javier Solís, para ver si pronunciaba bien como mexicano y si cantaba igualito que él, como le decían todos sus amigos del barrio, me dijo. Así que detuvo el taxi, en la mera Avenida 9 de Julio, cerca del Obelisco, sacó un caset de Javier Solís, lo puso a todo volumen y cantó fuerte y seguro por encima de él. No cantaba ni de lejos como el Rey del Bolero Ranchero. Pero me enmudeció su devota admiración por él. De modo que le mentí y le dije que sonaba igualito que Solís, él no me cobró la dejada.
Hasta que cumplí cincuenta años me atreví a comprar un disco, en realidad un caset, de Javier Solís, por eso lo hice, muy simbólicamente, en un puesto del tianguis del barrio donde vivía. En un rato, ya tenía un montón. Imposible, a estas alturas, intentar, siquiera, una antología de sus interpretaciones; y todavía me cuesta mucho trabajo querer encontrarle auténticos defectos. Me maravillan las leyendas sobre su muerte y el silencio sobre sus muchas esposas y primogénitos con el nombre de Javier Solís. Cosa de que te des una vuelta por Internet y veras qué de chismes y especulaciones.
Lo recuerdo siempre. Cada vez me gusta más escucharlo cantar en las muchas grabaciones que nos dejó. También cada vez comprendo mejor su aporte como cantante de bolero ranchero.
Cuando me pongo a buscar mi canción favorita de Javier Solís, creo que me quedo con “Payaso”, pues ésta fue con la que conmovió mi alma en esa presentación suya en el Circo Atayde. Luego, lógico, pondría “Sombras”, “El loco”, “Esclavo y amo” y “Cenizas”. Pero, por razones muy de poeta, me quedó de modo especial con todas las canciones de Álvaro Carrillo que grabó, comenzando, por supuesto, con “Se te olvida (La mentira)”. Y la película donde más me agrada su actuación es, por supuesto, Campeón del barrio, en la que también interviene actuando y cantando la divina Sonia López; película que vuelven aceptable el guion de José María Fernández Unsáin y la dirección de Rafael Baledón.
*Catedrático de la Facultad de Estudios Superiores Aragón, UNAM. Es ateo, escéptico y materialista. Se considera un anarconihilista compulsivo.