PORFIRIO MUÑOZ LEDO
En los últimos años se ha desatado un intenso debate sobre la pertinencia de someter asuntos fundamentales al veredicto de la ciudadanía. Cuando se trata de la demanda de independencia de naciones o regiones atadas constitucionalmente a una soberanía estatal, el problema se vuelve extremamente complejo y sólo analizable a la luz de circunstancias geopolíticas y de cada caso concreto. Es así la demanda de numerosos catalanes por hacer vinculante el referéndum de independencia con respecto a España.
Para algunos ello representaría una vuelta al concepto original de la soberanía de los pueblos y para otros, un atentado a la doble pertenencia en que se funda el régimen de las autonomías de la Constitución española. De acuerdo con el derecho internacional, tanto la integridad territorial de los Estados como la autodeterminación de los pueblos son principios fundamentales; reconocidos, por cierto, en nuestra Carta Magna. México privilegió durante muchos años el principio de su integridad, habida cuenta de la merma dramática de nuestras antiguas fronteras. Sin embargo, a partir de la resolución 1514 de Naciones Unidas (1960), se inclinó claramente por la primacía de la autodeterminación. Hemos hecho excepción en el caso de enclaves territoriales derivados de invasiones, como es el caso de las Malvinas, en que los invasores no podrían reclamar la independencia de sus propios súbditos.
En Europa la situación es compleja, por una distinción ancestral entre Estados y Naciones. Estas últimas poseen identidad histórica, lengua y cultura previos a la formación de los Estados modernos. La situación de España se enmarca en la Constitución de 1978, que no definió con claridad la descentralización política. La ausencia de distinción entre nacionalidades y regiones ha sido un factor de indefinición negociable. El régimen autonómico proviene de una relación pactual originada en el Medioevo, muy diferente a la condición de Estado federal que preconizó la Tercera República Española.
La pertenencia de España a la Unión Europea complica sobremanera el conflicto, debido al temor en varios países de que el ejemplo sea seguido no sólo por los vascos, sino por los flamencos y otros. La admisión de nuevos Estados del este a la UE y al Consejo de Europa como consecuencia del desmembramiento de la Unión Soviética y la implosión de la antigua Yugoslavia pertenece al pasado y deriva de la conveniencia.
De acuerdo con las normas europeas de entonces, se reconocía con facilidad la democracia directa para legitimar la unión o sancionar la independencia. La malentendida balcanización era reconocida como el regreso al estado político en que se encontraban muchas naciones antes de ser dominadas. El tema es universal. En algunos casos como Quebec, las islas Feroe y muy recientemente Escocia ha prevalecido el deseo de seguir perteneciendo a Canadá, Dinamarca y Reino Unido, respectivamente. Pero en muchos otros casos, como en Timor o Belice ha ocurrido lo contrario.
La cuestión catalana desata profundas pasiones españolas de las cuales somos respetuosos. Unos sostienen que el movimiento independentista es un abuso y hasta un chantaje de la gran burguesía de esa región, atribuida a la prosperidad de España en las primeras décadas de la transición, ignorando el componente popular y republicano de la demanda. Por ello la amenaza de Madrid respecto a la pérdida de la doble nacionalidad en el caso de que las urnas determinaran una secesión, ya que además dan por cierto que Europa no aceptaría a Cataluña como Estado y ni siquiera tendría derecho a la libre circulación de las personas. Recuerdo la propuesta formulada por el gran líder lusitano Mario Soares, cuando se recrudecieron los movimientos separatistas en España, de construir una Confederación Ibérica que articulara a Portugal, España y las naciones peninsulares que alcanzaran democráticamente un estatuto soberano. Subrayaba que esa unión crearía la tercera fuerza política de Europa y sería determinante para América Latina.
Aunque en las próximas elecciones catalanas triunfaran los independentistas, el proceso político se volvería sumamente arduo, pero conduciría cuando menos a una “autonomía reforzada”. Exigiría una reforma constitucional que ya ha sido pregonada y finalmente desembocaría en negociaciones políticas. Resultan inadmisibles, empero, las actitudes despóticas que parodian al franquismo y el inaceptable miedo histérico a las consultas democráticas, que son derechos inalienables de los pueblos.