]Efemérides y saldos[
A Martha Cecilia Acosta Cadengo, por el brincote
Díganme ustedes ahora si, por ejemplo, no perderían la confianza en mí y, además, no les parecería caótico y de mala educación y un notable engorro que de repente Marguerite Duras regresara del otro mundo y se paseara entre nosotros y se quejara de las cosas que le hago decir aquí y me exigiera que arreglara de una vez por todas la luz del faro delantero de mi coche.
Enrique Vila-Matas
ALEJANDRO GARCÍA
Me suele suceder poco con el libro de ensayo, que desee que no se acabe, que me ponga nostálgico unas páginas antes de terminarlo. Eso me pasa, claro, con la buena literatura. Me ha sucedido con este libro de Enrique Vila-Matas París no se acaba nunca. Tan feliz que ni me enteraba (México, 2015, Seix Barral, 261 pp.). Y bueno el problema inicia si digo que es un libro de ensayo porque al mismo tiempo lo comprometo y lo mato, lo mando al closet de las etiquetas, porque también es una novela o un libro de ficción, lo dice unas líneas antes de la consignadas en el epígrafe: Los escritores, a través de cierto esfuerzo mental, tenían que pasar, por así decirlo, por encima de sus personajes. De modo que Marguerite Duras es más un personaje que una referencia y Ernest Hemingway es más una referencia que un personaje. O son las dos cosas al mismo tiempo.
El libro termina por seducirme, a pesar de que reaccioné con cierto desencanto y con cierto sabor a estafa cuando vi que es de 2003 y que se anuncia como “Premio FIL de Literatura 2015”. Claro, es un premio a la trayectoria. De modo que viene uno, de la ventaja de buscarlo como novedad de Vila-Matas; dos, de la desventura de sentir que me han asaltado en plena librería y del juego del autor que siempre es desgastante con el lector; tres, de la ventaja de encontrar un libro que gana al lector. Por primera vez, lo confieso, el juego literario oscilante, sea ensayo o sea novela, ha terminado por seducirme, a mi lector a la vez pantagruélico y pisa jardines de petunias.
Uno de los múltiples juegos de Vila-Matas tiene que ver con París como espacio. Y allí empiezan las evocaciones, los cruces, las intertextualidades. En un momento en que cierta literatura parece endiosarse con Lisboa, el español nos recuerda la Ciudad Luz, la Ciudad Faro, no sólo la de los goliardos, pasando por Villon y rematando en Baudelaire y Rimbaud para dar paso a los claroscuros del pensamiento: entre Sartre y los nouveau romanciers, entre Foucault, Barthes y Levi-Struass y la ciudad derrotada por los nazis, humillada y vuelta a iluminar, sino también el París de rompe y rasga, pica y huye de Modiano y, por supuesto, la urbe de formación de Enrique Vila-Matas.
A mí el primer París que me evocó fue el de Mario Vargas Llosa, Varguitas, el anhelo de la buhardilla, los años de anhelo y aprendizaje entre los años 50 y 60, el autoexilio de la dura realidad peruana, el sueño de París de Vallejo y, de menos a más, de Flaubert y de su provinciana Emma, igual que Gustave.
Después, aunque lo fue antes en el tiempo (Entre Guerras), y el título lo anuncia, está el libro de Ernest Hemingway, París era una fiesta (que hace poco se ha publicado en Lumen en una nueva versión autorizada, no sé con qué tantos cambios o si sólo se trata de otro ataque económico al comprador de libros).
También me lleva al París de Patrick Modiano, esa ciudad oscura, escondida, esfíngica lo mismo durante la Ocupación que en los años posteriores; por ejemplo, los que rodean a los acontecimientos del 68. Modiano recupera el París de la necesidad urgente, de la infancia desvalida, de la juventud acompañada si acaso por otro cuerpo, de la especulación y el delito, y sin embargo la vida prosiguió, precisamente por lo mismo que repta y rasguña y asimisma se levanta.
Y claro, está la ciudad de Vila-Matas, en sus estancias, en los crecimientos del escritor, en sus referentes estilísticos y vitales.
No es casual que el narrador quiera parecerse a Hemingway e incluso participe en un concurso para encontrar el doble del escritor norteamericano, pero en su vida en la primera estancia en París su casera es Marguerite Duras, quien casi siempre le habla en “francés superior” que para él resulta inentendible. Allí están los dos hitos para el escritor en ciernes: la exterioridad, la vitalidad física de Hemingway, su arrojo, la aventura, la violencia, la cacería, las causas perdidas, frente a la interioridad, la fuerza mental, el cálculo, la mesura, la preocupación por la nada y por el lenguaje mismo en su enunciación y en sus consecuencias, de Duras. La vida o el estilo, podría uno simplificar, cuando en realidad se trata de las dos puntas de una misma línea continua, porque al final, el tiempo los dobla igual: a Hemingway con sus malestares, a Duras con su encierro depresivo.
A veces priva el historial de Hemingway, sus hazañas atractivas, su escena cinematográfica de adelantarse a los franceses en la recuperación de París y esperarlos en un bar, sus chismes de personalidad y chocar de egos con Scott Fitzgerald, la recuperación del aliento con El viejo y el mar. En contraste está Marguerite Duras, quien le entrega una hoja, un simple programa para la literatura y para que su novela llegue con solidez al mundo del arte: 1. Problemas de estructura. 2. Unidad y armonía. 3. Trama e historia. 4. El factor tiempo. 5. Efectos textuales. 6. Verosimilitud. 7. Técnica narrativa. 8. Personajes. 9. Diálogo. 10. Escenarios. 11. Estilo. 12. Experiencia. 13. Registro lingüístico.
Frente a ambas literizaciones de la vida el escritor novel se queda corto: no entiende del todo los actos vitales de Hemingway, no entiende del todo los conceptos breves y rotundos de Duras. En ambos casos, se trata de programas auténticos a desarrollar por siempre, aunque el cuerpo afloje, aunque el intelecto decaiga. El escritor podrá evaluar su primera estancia en París, recuperar sus pasos y los escenarios donde escribió y podrá también preguntarse qué es ahora, en qué ha venido a dar.
Uno lector se pregunta si lo siguiente es exclusivo de su referente o si se puede aplicar a todos, incluyendo al hoy famoso e imprescindible escritor Enrique Vila-Matas: Aquí se aprende muy poco, faltan profesores y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, nunca llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gentes muy modesta y subordinada. Acaso la revelación contra la que ya no pudieron dar la pelea Hemingway ni Duras y contra la que se topará Enrique Vila-Matas no al final del arco iris, y en la que yo, lector, naufrago sin remedio.
Reempecemos. El narrador quiere escribir una novela, La asesina ilustrada, donde pueda matar al lector. Allí radica la otra gran duplicidad, porque en el libro París nunca se acaba se habla lo mismo de un conferencista sobre la ironía que un escritor que realiza su obra y la explica. Hay un vaivén en donde lo mismo se está frente a un auditorio que sigue las peripecias de construcción del humor y sus consanguíneos que las de un joven que fragua su obra prima, su novela de iniciación.
Enrique Vila-Matas explica, en un momento de su narración, que Conchinchina es hoy Vietnam, que su abuela cuando era fastidiada por alguien solía mandarlo a la Conchinchina. Me tocó en México oír a alguien hacer lo mismo. Marguerite Duras era de Saigon, por lo tanto podía ir y venir a la Conchinchina sin agravio ni problema.
Confieso que es grato mandar a Enrique Vila-Matas “mucho a la Conchinchina” en este interminable viaje por París, y por ausencia o fondo a España, por el oficio: la extra y lo intraliterario, por particularidades expresivas de lo literario: sea oral o escrito. Y en general porque Vila-Matas todo lo hace literatura, pero además siempre habla de literatura, de modo que uniforma un mundo heterogéneo, perteneciente a realidades distantes, las mete a su texto, nos obliga a pensarlas y repensarlas literariamente y luego nos permite hacer con ellas los que nos plazca, sea vida, sea literatura, y si usted tiene resuelto el drama de la disonancia cognitiva pues felicidades porque será literatura-vida. Así que con el respeto que me merece y con mucho gusto: Enrique Vila-Matas, váyase mucho a la Conchinchina.