JOSÉ LUIS ROZALÉN*
Llevamos décadas proclamando que debemos fundamentar nuestro sistema educativo; que no podemos seguir así; que nos debemos poner de acuerdo todos en aquellos valores esenciales que sean beneficiosos y válidos para toda la Sociedad y que eleven el nivel de conocimiento y de “felicidad objetiva” de una comunidad, de un pueblo, de todo un país.
En muchas ocasiones, los políticos y gobernantes han hecho y deshecho a su antojo leyes y decretos sin abordar el verdadero fondo de la cuestión. Nos estamos jugando el ser o no ser que esa sociedad sea abierta, evolutiva, progresiva y creadora.
Deberíamos llegar cuanto antes a un gran pacto social-nacional para esclarecer cuáles deben ser los cimientos para hacer de nuestros hijos y alumnos personas formadas, equilibradas y honestas. La educación no puede ser una mercancía electoral, sino un grave e irrenunciable asunto que el Estado, apoyado por las demás fuerzas sociales, no debe olvidar jamás.
La principal riqueza que tiene una sociedad es su capacidad de aprender. Si mejora la Escuela, mejorará la sociedad del aprendizaje y del conocimiento, y si mejora la sociedad del conocimiento y del aprendizaje, mejorará la Escuela.
La educación de nuestro tiempo, como dejó escrito Giner de los Ríos, “debe ir de la cuna a la sepultura, debe ser permanente, científica y humanista a la vez, interdisciplinar y dinámica, generadora de valores; debe servir para forjar hombres y mujeres de una pieza, personas que sepan dirigir con sustantividad y sentido su propia existencia”. Lo había dicho antes Goethe: “Por la educación debemos desacostumbrarnos de lo mediocre, de lo mezquino, de lo rastrero, y vivir la vida resueltamente en lo verdadero, en lo bueno, en lo bello”. Porque ése debe ser el principal objetivo: Forjar personas mejor preparadas, más inteligentes, más talentosas.
Cuando preguntaba a Tania, una joven- adolescente preuniversitaria, cómo debía ser, según ella, la Escuela ideal, me quedé asombrado ante su contestación: “La Escuela ideal que yo quiero es aquella que, además de enseñarnos pensar, nos eduque en saber sentir y convivir”.
Escuchando a Tania me viene a la mente las palabras de María de Maeztu: “la finalidad esencial de la labor educativa consiste en que el educador logre introducir en el alma del niño y del joven las normas de una conducta moral. La sociedad, más que niños sabios hoy, lo que nos pedirá mañana será hombres buenos”.
La familia debe ser un sistema de comunicación e intercambio físico, afectivo, lingüístico que mantenga un continuo contacto con la Escuela. En España, la relación entre padres y profesores debe acrecentarse y profundizarse mucho más y deben contribuir a la formación y aprendizaje de hijos y alumnos.
La ciudad, el municipio, el entorno, pueden influir en la formación de los alumnos. Tampoco podemos echar en saco roto el influjo permanente, a veces positivo y formador; a veces frívolo y pernicioso, que los medios de comunicación pueden tener en el proceso educativo.
Es el Estado el que juega un gran papel en el campo educativo. Debe crear las condiciones idóneas para que la sociedad avance y genere inteligencia y valores. Tiene la obligación de garantizar el derecho a la educación de todos los ciudadanos de forma eficiente, justa y adecuada.
Si hay una energía viva que pueda transformar la Escuela es el trabajo de los maestros. Todas las reformas de éxito se han basado siempre en la acción conjunta de maestros y estudiantes. Si fallan ellos, falla todo.
La docencia debería ser la profesión mejor considerada, porque su misión es muy alta, muy exigente, claramente vocacional. A la enseñanza deberían ir siempre los mejores profesionales. El alumno, por su parte, debe luchar para desarrollar una mente clara y bien estructurada, un deseo de aprender, una voluntad férrea. Si no, no habrá educación.
Lo solía repetir Manuel B. Cossío: “Dadme un buen maestro, y él creará la Escuela”. Para cumplir su función, el buen profesor debe conocer bien al discípulo, su evolución personal, sus intereses para guiarlo y proponerle metas.
Se está produciendo hoy una lamentable escisión entre Escuela y sociedad que está originando en el profesorado desconcierto, desmoralización y ansiedad. Los alumnos se encuentran sumergidos en una sociedad que proclama unos anti valores de carácter puramente hedonista, antagónicos a los que el maestro enseña. Por otra parte, la incomprensión de muchos padres hace que el educador se sienta desolado, apagado.
Los educadores deben salir de este transitorio estado de confusión y “seguir la estrella”, como lo hizo Don Quijote. La situación es de un constante desafío.
Me gustan las palabras que escuché al Prof. Gómez Llorente: “Los profesores deben convertirse en nuestros tiempos en un auténtico factor de reequilibrio intelectual, ético y social; deben mostrarse inconformistas ante lo que están viendo, si lo que están viendo va contra la razón, contra la libertad, contra la creación de un mundo más bello, justo y solidario”.
Artículo del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
*Catedrático de Filosofía
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