Luis Rojas Cárdenas/ A Contrapelo
Me recuerdo espabilándome en la biblioteca y las aulas del Colegio de Ciencias y Humanidades, sumergido en los libros con ánimo, ingenuidad y fe, tratando de expulsar mi ignorancia. Añoro mis días de ceceachero. Tal vez sea cierto que “la nostalgia es la disneylandización del pasado”, como afirmaba José Emilio Pacheco, pues no puedo explicar con precisión por qué se torna grato mi estado de ánimo cada vez que mis pensamientos viajan hasta aquella etapa de mi juventud. Siempre he pensado que los mejores años de mi vida los pasé en el CCH, y esto no lo digo movido por la nostalgia sino por la convicción. Aunque, en realidad no tengo claro si mi convicción la forjé a golpes de nostalgia.
Entré al CCH Azcapotzalco el 15 de noviembre de 1976. Los adolescentes de aquel tiempo, al concluir la secundaria, teníamos que esperar nueve meses para ingresar al bachillerato, pues los calendarios de la Secretaría de Educación Pública y de la Universidad Nacional Autónoma de México estaban desfasados. El examen de admisión me lo aplicaron en el salón Esgrima de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca. Me había preparado con un curso en la Escuela Superior de Enseñanza Intensiva (ESENI), atrás de la Catedral Metropolitana, en la calle de Donceles, el cursillo me dio seguridad al momento de rellenar los alvéolos en la hoja de respuestas. Al salir de la evaluación mis obsesiones se precipitaron en una espera sin fondo. Luego de un prolongado tiempo sin tener noticias de los resultados, cuando casi olvidaba que mi futuro dependía del concurso de selección, las rodillas me empezaron a temblar al escuchar el silbato del cartero recorriendo las calles, se acercaba imperturbable entre una nube de perros alebrestados que lo atacaban con feroces mordidas. A trompicones llegué a la puerta para verlo acercarse pedaleando la bicicleta, sus alforjas de cuero desbordaban esperanzas. Era fácil saber los resultados sin necesidad de abrir el paquete: un sobre grande de papel manila amarillo era el emblema del rechazo y no quedaba más remedio que romper en llanto; por el contrario, un pequeño sobre blanco que contenía una hoja de bienvenida, la tira de materias y el recibo para pagar en el banco, significaba que era el momento de echar las campanas al vuelo. Sin embargo, la carta de aceptación me frustró de manera inesperada, porque había pedido la Preparatoria 4, para cumplir mi sueño de estudiar en una escuela con alberca, y me asignaron el tercer turno en el CCH Azcapotzalco, una escuela construida en una llanura perdida en los confines de la ciudad, a dos horas de distancia de mi casa. Pasé algunos días sumergido en la tristeza, estuve a punto de renunciar al estudio y consagrar mi vida a la vagancia y el ocio, pero el hermano de mi novia era estudiante en Vallejo y hablaba maravillas del CCH. Sus vivencias escolares me infundieron ánimos. A él le debo que a última hora haya decidido inscribirme. Amo mi CCH desde el primer momento en que puse un pie en su patio, pero tardé tiempo en sentirme parte de la UNAM, pues tenía la sensación de que sólo los alumnos de las nueve preparatorias eran universitarios.
Mi primer descubrimiento fue que no había novatada, dentro del plantel estaba ausente esa cavernícola costumbre tolerada por las autoridades de muchas escuelas. En el CCH no existía la tradición de rapar a los alumnos de nuevo ingreso o de torturarlos con sevicia mediante juegos violentos y humillaciones sin límite. Años antes, los porros habían sido expulsados. En los muros se exhibían carteles con dibujos de Federico Arana en los que se festejaba la inexistencia de grupos porriles.
La escuela tenía cuatro turnos y sólo se daban unas cuantas clases diarias (durante el primero y segundo semestres asistía nada más cuatro días a la semana), por lo que en un principio supuse que la diferencia fundamental entre el CCH y la prepa era el número de horas y el nombre de las materias, pero poco a poco fui descubriendo que la esencia del sistema educativo del CCH representaba una apuesta por la educación activa, en donde la mayoría de los profesores eran jóvenes, no había una amplia distancia generacional con los alumnos. Los maestros habían vivido el 68 y contaban sus anécdotas. En las jardineras vi llorar a una profesora relatando, frente a un grupo de alumnos, la represión del 2 de octubre. En los salones no había escritorio para los maestros ni un tapanco que los colocara con superioridad por encima de los alumnos, se sentaban en una mesa de formica como todo el grupo. Los maestros no dictaban su cátedra desde las alturas de la erudición, actuaban como asesores en un plano de igualdad. Al interior de los salones, en plena clase, se podía fumar tabaco con toda impunidad sin recibir reprimenda alguna. No se pasaba lista, la mayoría de los profesores no evaluaban con exámenes, calificaban con la participación en clase y los trabajos realizados durante el semestre. La evaluación no era del 0 al 10 como tradicionalmente se valoran los cursos, sólo había tres calificaciones aprobatorias: MB (muy bien), B (bien) y S (suficiente); y las reprobatorias eran N/P (no presentó) y N/A (no acredita). El aprendizaje se hacía afuera del salón, en la biblioteca, en la casa y museos para realizar tareas, en las viviendas de los compañeros para hacer trabajos en equipo, en la calle levantando encuestas para aprender a operacionalizar conceptos. Todo se resumía en las frases: “Aprender a aprender, aprender a hacer, aprender a ser”. El curso de inglés era de una hora diaria por un semestre, al concluirlo, el profesor nos pidió que no dejáramos de practicar y nos sugirió visitar librerías de viejo para comprar libros usados en ese idioma. Las puertas del plantel siempre estaban abiertas de par en par, entraba y salía a cualquier hora quien quisiera sin necesidad de un vigilante que filtrara el ingreso exclusivo de alumnos y maestros.
En sus primeros años, el CCH Azcapotzalco contó entre su plantilla con catedráticos de la talla de los escritores Inés Arredondo y Huberto Batis. Tuve profesores buenos y malos, alguno me recomendaba leer La trukulenta historia del kapitalismo de Rius y aparecía otro diciendo: “Deberías leer libros serios, no andes leyendo panfletitos”. No faltó el maestro pirado (creo que se llamaba Arturo) que en su clase de filosofía hablaba de temas astrológicos divagando sobre Acuario y su ascendente en Libra, o que se dedicara buena parte de la clase a acosar alumnas. El único de mis profesores abiertamente corrupto fue el de física, en el último semestre reprobó al grupo completo, todos recibimos la boleta con calificación de N/A, lo que a muchos nos significaba perder un año para poder continuar con la carrera. Luego de entregarnos las boletas de reprobados nos sacó del laboratorio y fue llamándonos de uno en uno con la finalidad de vendernos la calificación aprobatoria; cuando llegó mi turno, me pidió una botella de brandy para modificar sus criterios de evaluación, como al siguiente día empezaba el periodo vacacional y en ese momento ya era tarde para conseguir dinero, prometí llevársela a casa de su mamá el siguiente lunes. No salí del laboratorio hasta que hizo la corrección de su puño y letra en la parte trasera de la boleta, donde aclaró que por error había anotado N/A, y esperé hasta que asentó una satisfactoria “S” en el acta. Nunca le llevé la botella comprometida ni volví a saber nada de él.
Recuerdo con gratitud a mis maestros: Enrique Ruiz de Comunicación, quien demostraba un manejo brillante de los temas y tenía una habilidad pedagógica como pocos, era tan persuasiva su enseñanza que por poco tuerce mi destino y hace que me encamine hacia las ciencias de la comunicación, a 42 años de haber tomado su materia puedo repetir frases enteras de sus exposiciones frente al grupo; Margarita Krap Pastrana me despertó un interés que no había sentido antes por la literatura e hizo que representáramos una escena de Molière; Armando Palomino, en su laboratorio de biología nos forjó un pensamiento crítico en un ambiente libertario y organizó un festejo para sus alumnos en su recién estrenada casa. Mención aparte merece mi querido maestro de Ciencias Políticas, Héctor Bernal, con quien me reencontré muchos años después y durante una buena temporada nos estuvimos reuniendo en su casa, en la de un amigo común y en bares de la ciudad.
Los CCH se ganaron a pulso la fama de ser las tetas que alimentaban a la izquierda mexicana con militantes. Los grupos políticos florecían como plaga, había una gama de amplio espectro que iba desde la ultraizquierda radical hasta el reformismo colaboracionista (y conste que etiquetar a alguien de reformista colaborador del Estado burgués era el peor insulto para todo revolucionario que se preciara de serlo). Los priistas que cohabitaban en la escuela eran de clóset. El Partido Comunista Mexicano (PCM), el Comité de Lucha y el Partido Revolucionario de los Trabajadores hacían política abierta y se habían adueñado de cubículos que convirtieron en su centro de operación. También había grupúsculos clandestinos violentos como la Liga Comunista 23 de Septiembre (conocida entre los estudiantes como la dos-tres), que para distribuir su órgano informativo: Madera, dejaba pilas de ejemplares en los baños. Los grupos más paranoicos y deschavetados también abandonaban entre las letrinas y lavabos algunos manuales para elaborar bombas con las que pretendían derrocar a la burguesía explotadora. Desde la sombra de la clandestinidad, con un fuerte espíritu de secta, el Partido Comunista de México ml (las letras ml significaban marxista-leninista) se lamentaba porque los reformistas del PCM les habían usurpado el nombre. Algunas veces aparecían, sobre las mesas de los salones, hojas mimeografiadas con el pensamiento del albanés Enver Hoxha. El Comité de Lucha tenía anaqueles repletos de libros que la embajada soviética les proporcionaba, en la única visita que realicé al cubículo de este grupo salí cargando un paquete de libros con los discursos completos de Leonid Brezhnev. Quienes apoyaban al Frente Sandinista de Liberación Nacional repartían volantes que decían: “Se necesita una bala para matar al dictador Somoza. Cada bala cuesta 10 pesos. Coopera 10 pesos. Tu bala puede ser la que libere al pueblo nicaragüense”. El ambiente revolucionario me envolvió, y como buen lector de Rius acabé afiliándome y militando en el Partido Mexicano de los Trabajadores, pero en el CCH no existía una célula de esta organización, aunque había un profesor y varios alumnos sueltos que se reclamaban del PMT, pero como nunca nos cohesionamos para hacer actividad política dentro del plantel educativo, decidí hacer activismo político en un comité de base del PMT en la colonia donde vivía.
La violencia casi había sido erradicada, pero el 12 de mayo de 1977, cuando llegué a la escuela, la reja estaba cerrada porque unos asesinos cobardes agrupados en la 23 de Septiembre, por disputas en la política sindical, habían matado a sangre fría a un maestro al salir de su clase y en el lugar del crimen dejaron una lista con amenazas de muerte para otros profesores del plantel. El catedrático asesinado era dirigente del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Años después, este homicidio se tradujo en una placa conmemorativa colocada en la explanada principal de la escuela, en donde se afirma que, en memoria del maestro asesinado, el CCH Azcapotzalco se llama “Alfonso Peralta Reyes”, pero no conozco documentación alguna en donde se confirme que el nombre oficial del plantel sea el del catedrático acribillado. En la actualidad, el nombre de Alfonso Peralta también corresponde a un grupo porril que se mueve dentro del plantel.
El ambiente del CCH siempre fue festivo. En las jardineras, los alumnos discutían las noticias publicadas en los primeros números de la revista Proceso, preparaban sus clases bajo los árboles, consumían las tortas compradas en las cafeterías escolares, practicaban guitarra o algún instrumento de música latinoamericana, intercambiaban caricias con frenesí, narraban sus anécdotas y aspiraciones. En la explanada se agrupaban en torno a las presentaciones que hacía CLETA, Los Nakos o Chava Flores. En el anexo de la biblioteca se dictaban conferencias y se presentaban músicos como Arturo Alegro y el Dúo Sur. Las canchas de frontón se convirtieron en la principal motivación de muchos compañeros para acudir a la escuela, aquel rincón junto a odontología era el refugio de los pacíficos y risueños fumadores de mariguana. Había un taller para aprender a tocar instrumentos de música latinoamericana (guitarra, bombo legüero, zampoña o siku, quena, quenacho y charango), que impartía el chileno Carlos Elgueta. En donde ahora se encuentra el edificio del Sistema de Laboratorios para el Desarrollo y la Innovación (SILADIN) estaba la parcela escolar; allí aprendimos el manejo experimental de fertilizantes, con azadones y palas desgajamos la tierra para formar surcos, sembramos, regamos y cosechamos zanahorias, rábanos y otras hortalizas, y pudimos comprobar que el tamaño de las verduras se daba de acuerdo con el tipo y cantidad de agroquímico que aplicábamos.
En 2010, mi hija ingresó como alumna del CCH Azcapotzalco. Para entonces las cosas habían cambiado. Los cuatro turnos se convirtieron en dos. Se erigieron nuevos edificios. La directora convocó a una junta de padres de familia, en la que afirmó que en las carreras impartidas por la UNAM, el número de titulados provenientes de los CCH era superior que el de los egresados de las prepas. El hecho de asistir a una asamblea de padres de familia de ceceacheros me rompió el esquema, en mi generación nuestros padres ni siquiera se enteraron dónde se localizaba la escuela. La entrada principal por el pasillo que estaba en medio de la dirección fue clausurada y se abrió otro acceso por el estacionamiento de los profesores. Un día me llamaron de la dirección de la escuela para que fuera a apoyar un desalojo del plantel, con lo que se buscaba evitar conflictos durante un concierto de jóvenes violentos aficionados a lanzar petardos. Se construyó una nueva biblioteca que haría palidecer a la que usé con mis compañeros de generación. Ahora el pase a la licenciatura está reglamentado. Prohíben fumar tabaco en los salones. Las canchas de frontón fueron transformadas en la más horrible de las construcciones imaginables para habilitar un comedor. Ya no existe el horno para quemar la basura, tampoco la parcela escolar, en la parte trasera junto al tiradero de basura se pueden observar los restos de un minúsculo invernadero con sus plásticos desgarrados por el abandono. Los alrededores de la escuela dejaron de ser los páramos yermos de otro tiempo, ahora la zona está plagada de unidades habitacionales, se creó el boscoso parque Tezozómoc con un lago artificial. En las cercanías del CCH se construyeron tres estaciones del Metro. El casco de la ex hacienda El Rosario se transformó en centro comercial. La avenida principal en donde se ubica el plantel dejó de llamarse Parque Vía y ahora se le conoce como Aquiles Serdán. Ya nada es igual.