Alejandro García/ ]Efemérides y saldos[
Lo único malo es que aún me quedaba ese poco de honor
Antonio Skármeta
“Éramos los elegidos del sol/ Y no nos dimos cuenta” escribió Vicente Huidobro. A partir de 1967 un cuentista chileno entendió que no hay nada tan importante como empezar y convirtió ese impulso en una estética. Comenzaba un lenguaje, comenzaba un país, comenzaba un mundo: la vida estaba por delante.
Juan Villoro
“Los nombres de las cosas que allí había. Antología de cuentos” (Madrid, 2019, Alfaguara, 282 pp.) de Antonio Skármeta (Anfogasta, Chile, 1940) es una selección de piezas narrativas del célebre autor de “El cartero de Neruda”. La selección y el prólogo están a cargo de Juan Villoro.
El libro consta de trece cuentos más el ensayo “Un hombre de principios” de la autoría de Villoro. Es, sin duda, una valiosa guía para los lectores recientes o nuevos de la obra de Skármeta, también es una buena actualización para los antiguos seguidores de aquel escritor que irrumpió en los últimos años de la década de los 60. Fuera a través de la lectura directa de los atentos a las novedades, o mediante la búsqueda de los premiados en Casa de las Américas, o por la ola de solidaridad que provocó la caída de Allende, y la llegada del gorilato pinochetista, que impregnó todas las áreas de la cultura en nuestro país, o bien, como fue el caso de este skarmetista temprano, a través de la noticia y la probadita de obra que dio Miguel Donoso Pareja en “Prosa joven de América Hispana” y en sus talleres literarios, Skármeta se convirtió en un referente de la narrativa breve, junto a Poli Délano, Hernán Lavín Cerda y Jorge Edwards.
En la antología de Donoso Pareja también sobresalía el nombre de Manuel Puig, quien no sólo escribiría en los años siguientes tentadoras novelas, alternas al gran y poderoso flujo del boom, sino que más allá de las fobias del medio latinoamericano, influiría de manera importante en la literatura estadounidense. Lo dice Edward Foster Wallace a Eduardo Lago: “yo creo que hasta cierto punto las notas sirven para sugerir al menos una especie de desdoblamiento que yo creo que es un poco más acorde con la realidad. Desde luego no es algo que yo haya inventado, Manuel Puig lo hace en ‘El beso de la mujer araña’ y John Updike en ‘Un mes de domingos’…”
Skármeta nos era dado a conocer brillantemente en la antología de Donoso mediante “El ciclista de San Cristóbal”, ubicado en el libro “Desnudo en el tejado”, laureado con el Premio Casa de las Américas 1969. Después el chileno pasó a la fama con “El cartero de Neruda”, fama que se parte entre el cine y la literatura y vino el brinco definitivo a la novela que le trajo reconocimientos como el Premio Planeta en 2003 con “El baile de la victoria”. Justo es decir que algunos de las obras de Skármeta se publicaron en el exilio, con la rememoración de la derrota democrática y de la vida de los exiliados y de sus hijos en países lejanos al terruño, como Alemania.
Frente a la fama, corrió un cierto recelo, claramente expresado por Roberto Bolaño, al señalar a Skármeta como escritor-funcionario. La expresión era clara, pero no los soportes o los argumentos, al menos para este lector deslumbrado aún por los cuentos iniciales y que no llegaba a ser seducido en los relatos de largo aliento. El ensayo de Villoro da un puntual seguimiento de la trayectoria de Antonio Skármeta. Sus valores iniciales son impecables e irrebatibles. Es un narrador de gran talento, es un creador de historias que no tiene piedad al someter la voluntad del lector. Digamos que ese es el gancho inicial.
Sobre el atractivo de la primera lectura, Villoro monta al menos dos características de la obra: una vez que se ha reconocido su gran fuelle en las historia, nos muestra la vocación escritural de nuestro autor. La escritura de Skármeta nos revela un mundo, un mundo que es contado por alguien, construido por él de tal manera que nos secuestra la voluntad al menos durante su lectura. Así que ese joven veinteañero en la década de los 60 nombra los objetos, construye con ellos oraciones y estructuras verbales, de tal manera que se convierte en al menos un develador de realidades, algunas muy cercanas, otras que de lejos se acercan a través de la palabra.
Cuando aquel puñetazo me rajó la nariz y el hueso se encabritó como un halcón en celo, tuve la primera visión reveladora de mi vida: como si estuviera enredado en los cortinajes de un circo de provincia, ahogado en los tules y las cintas de una maleta de juglar, cayendo hondo en una suerte de sopor mecánico de veneno coloreado de vidrios que se revientan, de pájaros que se astillan en las puertas, el hígado me tembló como un agonizante, viví en las uñas el gusto áspero del vientre de la prima, el seno revelando duro ese pecho caliente, vi la tierra como un inmenso Gulliver, como en los dibujos del libro de oro, solamente que todos los ríos y los mares eran llagas, hondas desgarradas, flechas, sangre que se estancaba o que fluía como un tango por las arterias, y mis manos un árbol doblado, y mi boca un pájaro muerto y la noche una derrota inmensa.
Además, Villoro encuentra un arte específico como producto, el arte del inicio, del comienzo: la estética del origen, del punto de arranque y lo que viene después. En “El ciclista de San Cristóbal”, el joven sale a competir mientras su madre sufre una crisis que la tiene al borde la muerte. Después del recorrido, regresa a casa y encuentra que su vieja ha salido adelante, incluso ya ha probado alimento, la vida sigue, sólo que la mirada y la experiencia se ha enriquecido.
Algo similar sucede en “Relaciones públicas”, donde Miguel viene a cobrar al chileno el que haya mandado al hospital a su hermano menor. No tiene muchas posibilidades de salir adelante, el otro es mayor, más fuerte, tiene una causa. Trata de prolongar el diálogo, evitar la lucha. Finalmente recibe una golpiza sin posibilidad de respuesta, pero también un momento de extravío dentro de la derrota, un momento en que le gana el instinto y se impone al miedo y a la desventaja. Y sale de ese sopor con el otro inconsciente y él con una piedra en la mano. Ahora el problema es que cree que lo ha matado. Pasará minutos angustiosos en esa nueva dimensión de las cosas. No hay tal muerto, eso le vuelve a él la vida al cuerpo y se dedica a convivir con el derrotado, que ahora se convierte en un trofeo para su trayectoria de héroe. Su vida recomienza, incluso puede dejar para después la entrevista con una chica, porque ha encontrado el salto cualitativo que no esperaba.
Cuando vi la selección me extrañó de inmediato la ausencia de “Pajarraco” y de “Uno a uno” (éste incluido por Edmundo Valadés en “Los mejores cuentos del siglo veinte”). Conforme avancé en el texto introductorio tuve que dejar paso a mi conformidad. Ciertamente Villoro da espacio a la construcción del escritor desde dentro del cuento, al que expande las anécdotas e imanta las tramas. En este sentido tal vez mis preferencias en los dos textos por mí citados vayan por el lado de la estructura y del llamado discurso.
Una vez que nos ha hablado Villoro del extraordinario cuentista que Skármeta es, pasa a trenzar lo autobiográfico con los vaivenes de la trayectoria del lector. Y llega al caso de la coincidencia que encuentra entre textos de Skármeta y Bolaño. Skármeta estuvo en el encuentro de taller que Villoro tuvo con Mario Santiago y los infrarrealistas. Villoro está en “Los detectives salvajes”, Villoro está en la lectura que Miguel Donoso Pareja y Mario Santiago recomendaban. Un origen donde se mezclan lo personal y la historia de la literatura que se escribe sin pedir permiso a los autores o que deja las miguitas a la manera del cuento inmortal para que los historiadores inventen la trama correspondiente.
“Los nombres de las cosas que había allí” no sólo involucra esta reyerta donde se confrontan diversos puntos de vista en torno a la literatura y a su función social, sino que nos entregan una muestra de este autor imprescindible después de José Donoso.
Lector temprano de Skármeta, aún tengo cosas que decir después de leer “Balada por un gordo”. Ese lector quinceañero que se asombraba con las acciones de alumnos de semejante edad en el país austral y con una postura heterodoxa frente a la vida. Lejos de aquella sangría que también definió muchas situaciones de la vida de los lectores, el cuento sigue diciendo cosas sobre el activismo político, sobre el deseo de transformar la sociedad y sobre las amenazas y descalificaciones desde los órganos de poder.
También puede echar a la pelea al lector después de casi medio siglo y enfrentarlo al autor que ya rebasó los 80 años. La lectura de “El amante de Teresa Clavel” y de “Borges” nos manda lejos de Santiago o de Anfogasta, nos lleva a Haití y al exilio en Suiza en primer caso y a un coqueto departamentito de París. La vida se va en un lugar de donde no se es, en una cárcel donde no se castiga formalmente, desde donde puedes tramar el asalto sexual a una mujer que ha sido amante del líder clandestino que podrá quedarse en Suiza mientras se despejan las cosas en Haití, lo que no sucederá con el primero, que deberá llegar como persona sin curriculum de persecución a sorprender a la mujer y a cobrarse así lo que no tiene manera de calcularse, ni siquiera de probar su existencia.
En cambio en “Borges”, la oportunidad se aprovecha, y no habrá manera de censurarlo, porque las piezas se han acomodado para la ventura del que llega a la Ciudad Luz. El buen amigo que ha prometido hospedaje al viajero, una vez que no lo ha podido encontrar en Buenos Aires tras su salida de Chile, encontrará el departamento convertido en un campo de batalla y al amante desolado, destruido, sin más camino que el regreso a Argentina. Cuestiones de calma: la chica regresa y un ligero guiño de complicidad indica que la empatía y algo más llegará pronto.
Vi a Natalie durmiendo acuclillada sobre el sillón con el teléfono pegado a su oído. Se había sacado la minifalda de cuero y con el poletón alzado sobre la cintura desnuda pude ver gran parte de su slip blanco con calados donde se notaba fuertemente la sombra de su pubis. Aunque la calefacción funcionaba, el viento, a través de la ventana mal protegida por el periódico, había bajado la temperatura. Traje la frazada de mi cuarto y se la puse encima.
Tomé el llavero con la decisión y salí a la mañana parisina dejando que mi instinto me llevara…
Puig vive una resistencia, digámoslo elegantemente, entre la vieja burocracia literaria de América Latina, de allí la importancia del dicho de Foster Wallace, Skármeta resiste los engañosos blasones de la fama. La antología de Villoro nos brinda la oportunidad de conocer a Antonio Skármeta, un narrador vigoroso, propositivo, siempre con un principio que aguada el pesimismo.
A los que de esas aguas bebimos en años pretéritos, nos confirma que no fue un deslumbramiento de un segundo o una sorpresa coyuntural. Hoy es más que nada oportuno disfrutar de esta narrativa de Antonio Skármeta y de acercarnos a sus personajes, muchos de los cuales tienen rasgos superficiales y/o profundos de nosotros. Se muere sólo una vez, eso es inobjetable, lo importante son las pequeñas muertes o sus similares, pequeños po grandes eventos en donde la continuidad de la vida se pone a prueba. Caído, maltrecho, uno se levanta y regusta la vida, el araño de la felicidad.