Opinión

fotolaindiferencia 1200x800Lucía Melgar Palacios/ Transmutaciones

Cimacnoticias

La semana pasada fueron premiadas en el Festival de Cannes dos películas que sacan a la luz la barbarie que desgarra a nuestro país desde hace más de una década. Los largos aplausos del público y el reconocimiento del jurado responden, según la crítica, a la intensidad dramática y a la calidad artística de “La civil” y “Noche de fuego”. 

Sin duda es de celebrar que películas valientes que denuncian el infierno de vivir en territorio sin ley o bajo el dominio del crimen organizado, como éstas o antes el documental “Las tres muertes de Marisela Escobedo” o la serie “Somos”, contribuyan a difundir la atroz realidad que se vive en México desde el inicio de la militarización como no-solución a la presencia y expansión del crimen organizado. 

La justicia poética es necesaria pero no basta. Quienes han investigado y transformado en expresión artística la búsqueda de justicia, que hoy parece utópica, denuncian la violencia extrema y obligan a reflexionar sobre los mecanismos que han hecho y hacen posible la multiplicación de desapariciones y de asesinatos impunes.  

“Las tres muertes de Marisela Escobedo”, por ejemplo, evidencia los vicios de un sistema que deja libres a criminales confesos y abandona a las víctimas; la complicidad de quienes ayudan al asesino a ocultar el cadáver o a huir, y de los funcionarios que se desentienden y dejan la búsqueda del criminal a cargo de la familia, aun a costa de su vida. Asesinada frente al palacio de gobierno de Chihuahua, Marisela sólo exigía castigo para el feminicida de su hija Rubí.

Lo paradójico y terrible es que estas muertes infames siguen sucediendo sin que exigencia social alguna baste para detenerlas.  Así, semana tras semana, medios y organizaciones siguen dando cuenta de defensores y periodistas asesinados, de familias desesperadas por encontrar a sus desaparecidos, de madres activistas asesinadas mientras buscaban el paradero o el cuerpo de un ser querido; pérdidas todas que dejan hondo hueco en sus comunidades y (aunque se minimice desde las alturas oficiales), en todo el país.

Una de las pérdidas más recientes e indignantes es la muerte de  Aranza Ramos Gurrola, secuestrada y asesinada por un grupo armado en el municipio de Guaymas, el jueves pasado.  Integrante de Guerreras Buscadoras de Sonora y Madres Buscadoras por la Paz, Aranza buscaba desde diciembre pasado a su marido desaparecido. Tenía sólo 28 años. Su hija, de apenas un año, queda huérfana como innumerables niñas y niños marcados por la desgracia de vivir en un país donde el crimen organizado campea impune mientras el gobierno confunde militarización con seguridad ciudadana.  

El feminicidio de Aranza no es excepción en un estado que se va convirtiendo en zona de peligro para periodistas, defensores,  activistas y población civil. Sonora es, según datos de la Secretaría de Gobernación, el quinto estado con más desapariciones, que van en aumento, sobre todo las de mujeres, según voceras de colectivos. Además, homicidios dolosos y feminicidio aumentaron más del 30 y 60 por ciento en promedio respectivamente, entre 2020 y 2021, según el Observatorio Sonora por la Seguridad. Las autoridades, sin embargo, no parecen advertir que estas evidencias de violencia extrema exigen una respuesta integral inmediata a todos los niveles de gobierno.

Podríamos decir que algo se está pudriendo en Sonora; que, si no se hace nada, se convertirá en otro Guanajuato, donde los gobiernos cerraron los ojos ante el ascenso del crimen. Lo cierto es que algo está muy podrido en México cuando las madres tienen que convertirse en defensoras y buscadoras, cuando las familias son las que rastrean y encuentran fosas clandestinas, cuando se repiten asesinatos de mujeres que hacen el trabajo de búsqueda y justicia, cuando el Estado ignora su obligación de garantizar vida, seguridad, justicia, reparación del daño y no repetición. 

e-max.it: your social media marketing partner