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En solidaridad con Marcela Turati

En la marcha feminista contra la violencia hacia las mujeres que se llevó a cabo en París el sábado pasado, destacaron las denuncias contra la violación y la demanda de “Educar, prevenir, formar”. Aunque en el contexto francés cada una de estas expresiones tiene un trasfondo particular, ambas atañen a millones de mujeres en el mundo.

En México, este 25 de noviembre, como cada año, hemos protestado contra el feminicidio, el acoso, la violencia sexual y las violencias institucionales. Más allá de este día, habrá que seguir denunciando las desapariciones, forzadas, permanentes e intermitentes; el acoso laboral en instituciones públicas y empresas privadas; el abuso sexual infantil en las escuelas varias veces denunciado  y tercamente ignorado por las autoridades; la impunidad de la trata y la venta de niñas; la explotación laboral agudizada por la pandemia y el encierro; la agudización de las desigualdades de género debida a la crisis económica y a las políticas asistencialistas misóginas del gobierno.

Como en Francia o España, habrá que recordar a fiscalías y jueces que la violación jamás puede justificarse y que no importa, hora, ropa, o lugar: la culpa es del agresor y del Estado violador que lo protege.

Recordarle la realidad a quienes la niegan o minimizan y gritar nuestra indignación ante la violencia continua y creciente contra mujeres y niñas es cada día urgente y necesario. Al mismo tiempo, hace falta dar un paso más: exigir no sólo “castigo a los culpables” y sus cómplices por omisión, sino también un cambio radical en la política pública frente a la violencia, en particular la violencia contra las mujeres, que frene las atrocidades actuales y limite los daños presentes y futuros.

Con esto no me refiero a declarar la Alerta de violencia de género a nivel nacional, como lo pidió hace unos días un grupo feminista, porque no se trata de ampliar una medida de emergencia que se ha convertido en un paliativo para seguir “administrando” el problema. Hace falta reconocer los daños profundos que deja la violencia en la sociedad y en las personas y dejar de pensar en curaciones para pasar a la prevención.

La violencia, en efecto, no sólo destruye la vida y la salud de quienes la viven directamente. Deja hondas marcas físicas y psicológicas en ellas,  lo mismo que en las niñas y niños que presencian palizas, feminicidio o balaceras. Mina las relaciones sociales en familias, barrios y comunidades; limita el desarrollo personal e intelectual de niñas y niños abusados o maltratados; siembra miedo, malestar, enojo, desesperación, apatía o nuevas violencias. Si bien no todo sobreviviente de violencia será maltratador o víctima en potencia, el riesgo existe: en vez de aprender a resolver los conflictos de manera pacífica o constructiva, se aprende a descalificar, maltratar o matar; en vez de aprender la igualdad, se internaliza la sumisión.

Desde los años 80, feministas y grupos de mujeres han denunciado la violencia contra éstas como un problema de salud pública. Convenciones como CEDAW o Belem do Pará retomaron sus reclamos e incorporaron tanto la necesidad de sancionar la violencia como la urgencia de prevenirla, para, utópicamente, erradicarla.

A través de las obligaciones que aceptan los Estados firmantes (como México), trazan un mapa de intervenciones indispensables: eliminar estereotipos y patrones socioculturales de subordinación y dominación del sistema educativo, de los medios, del discurso institucional y de las políticas públicas; promover la igualdad sustantiva y el pleno reconocimiento a los Derechos Humanos de las mujeres, con programas concretos y leyes; profesionalizar a los agentes del Estado para evitar el sexismo y la revictimización, entre otras.

En vez de asumir estos lineamientos, el Estado mexicano se ha extraviado en la simulación, la omisión y el fetichismo de la ley.  El actual gobierno, además ha optado por criminalizar las protestas y denostar al feminismo, que cuestiona al patriarcado oficial, gobierne quien gobierne. Peor aún, hoy se encamina, y nos arrastra, hacia el despeñadero.

En vez de fomentar la igualdad, elogia la subordinación; en vez de autonomía, promueve el asistencialismo; en vez de prevenir la violencia mediante la educación, el fortalecimiento de las comunidades y el desarrollo integral, impulsa el autoritarismo y la militarización – que daña más a las mujeres; en vez de castigar los abusos y las violaciones de derechos humanos por sus agentes civiles o militares, estigmatiza a quienes investigan, denuncian, y gritan contra la violencia y la impunidad.

Exigir un alto a las violencias machistas, como se gritó ayer en tantas ciudades del país, requiere denunciar estas derivas destructivas y pensar desde la sociedad cómo educar, prevenir y actuar para la igualdad, contra todas las violencias.  

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