Alejandro García / ]Efemérides y saldos[
Qué peruano no se sentiría feliz, al ver que la historia de la literatura, fuera de nuestras fronteras, empieza por fin a reconocer, como ha sucedido ya en Francia, que Julio Ramón Ribeyro puede ser fácilmente considerado como nuestro Borges o nuestro Rulfo, es decir, un verdadero maestro del arte de narrar y hasta un escritor francamente genial. Subrayo este adjetivo porque no me pertenece a mí sino al diario Le Monde.
Alfredo Bryce Echenique
Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir.
Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la planta allí, creciendo humildemente entre tanta ruina, entre tanto patillo muerto y tanto derrumbe de piedra, y decidimos levantar nuestra morada.
Julio Ramón Ribeyro
“La palabra del mudo. Antología” (Debolsillo, Penguin Random House, México, 2023, 159 pp.) de Julio Ramón Ribeyro es una feliz recopilación de la cuentística de este notabílismo autor peruano (1929-1994). Se integra por 14 narraciones, la mayoría breves, y “Al pie del acantilado”, cuento, relato o novela breve que ocupa casi una quinta parte del volumen.
Este relato bien puede permitirnos entender una de las vertientes de la narrativa de Ribeyro. Estar al pie del acantilado nos indica lo mismo estar al borde de la caída, del precipicio, que en el fondo del mismo, donde ya no se puede caer y no por eso se está salvo. Se ve el peligro abajo, se ve el peligro arriba. Se ve el peligro más allá.
¿Quién dijo que una vez que se toca fondo se empieza la recuperación? Estar en el margen, en la orilla. De un lado, el mar con sus peligros y designios; del otro, la ciudad que se prolonga, pero aún se niega a llegar tan lejos. Mas la cosa no termina allí, porque el dilema está presente también entre estar al pie abajo o arriba, es decir, ya sólo frente al mar y la mole de tierra que se corta, u orillado por la mancha urbana que encuentra como límite la caída. Es una riña de marginados con no marginados (esta es sorda), es una riña entre marginados, la lucha por un espacio vital. De allí que los sobrevivientes de la segunda, esperarán el ataque de la primera.
Del borde superior puedes caer, matarte. En la orilla inferior puedes quedar sepultado por un derrumbe de tierra. De más allá, arriba, llegan otros: a bañarse al mar, a pedir condiciones turísticas; otros a establecerse y, por fin, aparecen los burócratas, a reclamar la propiedad de esas tierras y a desalojar a los invasores. También más allá, abajo, el mar, universo aparte, reclama su cuota: le arrebata un hijo al invasor. También este es invasor porque se mete al océano a obtener material ferroso para mejorar las condiciones de los aspirantes a turistas. Trae pedazos de embarcaciones en ruinas. No parece haber problemas. Un día no sale más y es acicalado por las corrientes marinas.
Los personajes de Ribeyro suelen estar en riesgo. Eso no los arredra; al contrario, es su sal cotidiana, los motiva, los libra de caer determinísticamente en la sociedad y en el mundo narrativo de este autor. En “Al pie del acantilado” los personajes son fundadores. Encuentran en la higuerilla el símbolo para detener sus pasos y construir su casa. Los personajes más que ser naturalistas o existencialistas tienen esa bravura de las sagas nórdicas, a la manera de “Eirik el Rojo” o “La saga de los groenlandeses”.
Había un hombre llamado Thorvald, hijo de Asvald, el hijo de Ulf, el hijo de Bueyes-Thorir. Thorvald era el padre de Eirik el Rojo. Él y Eirik abandonaron su hogar de Jaederen, a causa de unas muertes y fueron a Islandia. Tomaron posesión de tierras en Hornstradir y se establecieron en Drangar [Rocas Altas]. (“La saga de los groenlandeses”).
Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. (“El pie del acantilado”).
La distancia y la función de los textos es mucha y responden a su momento histórico o a las relecturas de lectores posteriores; más, desde luego, en el caso de las sagas. En el caso del relato de Ribeyro el personaje, que es además narrador, se instala bajo el cobijo del acantilado. Apuntala y construye, se pone a salvo de un derrumbe. Levanta una casa segura y sólida en terreno tan en riesgo. Trata de pactar con el mar, no lo molesta, no lo invade. Su labor de retiro de productos humanos va en pos de una naturalización y de una limpieza que también ayude a recuperar visitantes. Justo es decir que un tiempo aquello fue lugar de baños y que las ruinas son testimonio de su retiro.
Con el tiempo recibe a un visitante, a un hombre extraño, como él, que se queda a vivir y construye en la parte superior. Es el anuncio de lo que vendrá, el crecimiento de la ciudad, la codicia de otros marginados. El primero en acompañarlo un día es detenido por las autoridades por cuentas pendientes. El conflicto ya está en avance. Alguien ha visto el potencial de explotación y a quién pertenecen esas tierras. Vendrá el despojo. También habrá que decir que el personaje sufre abandonos: un hijo ahogado, el otro se va a intentar la vida en orillas más cercanas a la urbe y el amigo, que entiende lo que hace, estará en prisión. Después del desalojo, previo enfrentamiento entre ambos límites del acantilado, tendrá fuerzas para intentarlo de nuevo, en otro lugar, donde se pueda reposar junto a la higuerilla.
Hay cuentos más sintéticos, más noqueadores que el comentado hasta aquí. Pienso en el que abre el volumen: “Los gallinazos sin plumas”. Dos nietos y un abuelo que rescatan lo menos podrido de la basura. Arrebatan lo que les interesa a los gallinazos y a otros recolectores. Más que aspirar a una vida diferente, los jóvenes acercan desperdicios para cebar a un cerdo que será vendido el fin de mes. El abuelo lo tiene más presente y no le importan las condiciones en que se logre el peso ideal, que sube kilo a kilo con la basura que le allegan.
El breve texto está lleno de esas luchas en el límite. Entre la callada sociedad y el mundo de la basura, entre los hombres de la basura y los dos jóvenes que buscan su ración en ella, entre estos y los gallinazos, entre los dos y el abuelo, entre el abuelo y el prometedor comprador, entre los jóvenes y el cerdo (Pascual), pues ocupa el animal un lugar de privilegio frente a los grandes esfuerzos de Efraín y Enrique (por lo menos tienen nombre).
Efraín sufre una herida en la pierna (un filoso vidrio) con la consiguiente infección que no es atendida más que con estar tendido en cama. La carga es ahora doble para Enrique y Don Santos aprieta para aumentar la grasa de Pascual. La merma de productos aviva el instinto, hambre y el mal humor del cerdo. Se come a un perro que se arrima a la protección de Enrique. Los dos hermanos deben huir dejando a don Santos a merced del suelo y los colmillos de su apreciado tesoro. Los gallinazos sin plumas logran escapar, buscando otro espacio para vivir.
Los personajes de Ribeyro tienen proyecto, fuerza para vivir. Siempre se estrellan con el precipicio o el desgajamiento del acantilado. Suelen sobrevivir. Y la gama de voces es amplia. Por ejemplo, un burócrata que ofrece un pequeño brindis por sus 25 años de servicio. Ha sido una ruta delicada en la que ha ido a la baja, consolándose con un puesto irrelevante de fotocopista y allegador de copias y documentos. Al jefe y al subjefe los conoció incluso estando él en una mayor jerarquía. Ahora ofrece un refrigerio al que asisten los demás a fuerzas y más los excompañeros. Tendrá que quedarse a limpiar los restos de su festejo.
O el niño que roba dinero a su madre para, por fin, comprar y degustar unos merengues que son su obsesión. Y el dependiente se los niega porque juzga que es una broma, que es imposible que tenga el dinero para cumplir su objetivo. O el que hurta una chicha de valor, la familia la beberá el día de un gran festejo. La sustituye con vinagre, pero no la puede vender porque el vinatero juzga que no es valiosa y al regresar a casa se da cuenta de que la familia festeja el retorno del otro hijo y ha bebido el vinagre aduciendo que es la mejor chicha del mundo. Y ante la aclaración, el padre no le cree y lanza la que se dice trago original por la ventana.
O el hacendado que ofrece un banquete al presidente de la república, se deshace de sus últimos activos. Quiere un ferrocarril que saque de sus tierras sus productos y una embajada o algo que represente una entradita fija. Logra la promesa del hombre-uno de la nación. Por la mañana, la esposa le entera que el país ha sufrido un golpe de estado.
La pericia de Ribeyro es grande. A veces recurre a referencias que están en el fondo del lector, como esa terrible variante de “La lechera” realizada en “Explicaciones a un cabo de servicio”. Al contrario de los personajes de “Conversación en la Catedral” que reconstruyen la vida del Perú y la vida de Zavalita durante la dictadura de Odría, aquí dos viejos conocidos se encuentran y entre trago y trago forjan planes: la inversión, la realización en metálico, el crecimiento, la ganancia”. El mundo está resuelto, el futuro lo cobijará. En una ida al baño, uno se queda solo y tendrá que darle la explicación al cabo de por qué no puede pagar la cuenta y por qué modelo de vida tan perfecto se ha arruinado.
También hay cuentos de lo inexplicable, donde la realidad se pliega y oculta cuestiones que también determinan la vida. Uno de esos cuentos es “La insignia”, donde el encuentro con una pieza metálica introducirá al personaje en una hermandad inexplicable que él, dejándose llevar, presidirá y le resolverá la vida:
―Tráigame en la próxima semana ―dijo― una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
[…] Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños… conseguir una docena de papagayos… levantar un croquis del edificio municipal… arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas…
La pieza es una deliciosa sátira de las hermandades clandestinas y conspiradoras que tuvo su punto más alto en El hombre que fue jueves. Ribeyro lo sella con un final feliz, para que el humor y el absurdo aprieten más.
Otro raro ejemplo es “Ridder y el pisapapeles”. Este objeto es lanzado por la ventana en Lima. El narrador lo encuentra en el escritorio de un autor residente en un lugar de Bélgica. La escritura los ha unido, la curiosidad del latino que va en busca del autor de algunas obras que ha leído, también la resistencia del buscado. La misma noche del lanzamiento, Ridder encontró el pisapapeles, con un continente de por medio.
Así como “Al pie del acantilado” y “Los gallinazos” se permiten acercarse al mundo narrativo de Ribeyro, podemos agregar “El próximo mes me nivelo”. El cuento tiene una soberbia descripción de una pelea callejera entre Alberto y el cholo Gálvez. Este se ha convertido en el vencedor de la otra pandilla (gallada). Alberto tiene un año desaparecido, era el mejor de los gladiadores. Van por él. Casi toda la acción es la riña. Golpe a golpe y palmo a palmo. Se desplazan por calles, por jardines, por terrenos. Alberto está casi derrotado, pero tiene oficio, agallas y recursos. Triunfa.
Muy golpeado se retira, no sin confesarles que ha estado en proceso de ahorro y capitalización para casarse y vivir en la normalidad. Del límite de la juventud, la pelea, pasa al límite de la construcción social del mundo adulto. Al llegar a casa, herido, su madre le recuerda que debe algunas cuentas, le contesta que ya se pondrá al corriente. De todas maneras, ha cerrado otra factura al derrotar a Gálvez.
El título de este libro es “La palabra del mudo”. Además de las quince piezas narrativas, el breve libro incorpora una nota editorial y un prólogo del autor (1994) y un par de epígrafes que son importantes, porque refieren el interés de Ribeyro por los que no pueden hablar, por los que no tienen voz. Ribeyro muestra cortos de vida de esos que de otra manera pasarían sin ser vistos, pero más que nada que no nos permitirían compararnos, dejar hablar nuestra propia voz, con lo que de esos personajes al borde del acantilado tenemos. Ribeyro sostiene, en el segundo epígrafe, su parte de mudez, dado su carácter tímido. Habría que agregar que en muchos momentos él mismo como autor ha estado al pie del acantilado.
Bryce Echenique señala la injusticia de que Julio Ramón Ribeyro no fuera incluido en el boom latinoamericano. Argumenta también que es el escritor peruano más leído en su país y da fuentes documentales. Como sus personajes, Ribeyro escapa de esas limitaciones. Lo encontramos considerado como la cumbre de la cuentística latinoamericana junto a Borges y a Cortázar. En justicia tendríamos que decir que hay más, Rulfo es uno de ellos, para continuar la cita de Bryce Echenique de nuestro propio epígrafe.
Sin duda es difícil habitar una historia literaria junto a un monstruo como Mario Vargas Llosa. Ambos pertenecen a la misma generación, aunque el segundo sea 7 años menor. Pero en cuestión de narración breve poco tiene que hacer el autor de La ciudad y los perros frente a las piezas de Ribeyro.
Y un ingrediente más es importante de poner aquí: Ribeyro llega a París en 1952. Dos de los cuentos de “La palabra del mudo. Antología” son de ese año. Ya en la década de los 50 su narrativa es muy madura. Diez de los cuentos de este libro corresponde a la década de los 50. Entra a un campo de competencia brava (“Los gallinazos sin plumas, 1955; Cuentos de circunstancias, 1958). Pensemos que en 1949 aparece “El Aleph”, en 1951 “Bestiario”, en el 52 Confabulario y en el 53 “El llano en llamas”.
Su narrativa tiene un constituyente realista muy fuerte, pero el actuar de sus personajes, a pesar de la mudez y de estar al pie del acantilado, tiene un resorte para vivir, tiene proyectos de vida, tienen manera de empezar de nuevo. Por otra parte, el autor labra la pieza, obedece a la lógica de la narración. En “El próximo mes me nivelo” el lector va asistiendo a la pelea, a los brincos y golpes, mas de pronto ya va dando tumbos, respirando fuerte, cuidándose del otro, cubriendo una riña que no estrictamente suya, pero que el cuerpo realiza, desata sus instintos, sus deudas y promesas. Después se retira vapuleado a comprobar que no ha sido golpeado, que es cierto que debe pagar la factura del gas, pero que ha tenido que descontar al rival. Cierto, le duele, el plexo solar, el pómulo, maldita narrativa de Julio Ramón Ribeyro, desde la palabra, lo ha aporreado