Alejandro García / ]Efemérides y saldos[
“La presa” cuanta una experiencia que no pertenece al mundo de los días repetidos. Es la historia de un rechazo; rechazo del mundo de la ciudad, del mundo de las autoridades, el mundo de la guerra. Esto obsesiona a Kenzaburo Oë: la negación de un mundo inhabitable, el mundo que acabó en Hiroshima y el mundo que empezó en Hiroshima. Oë quiere inventar una verdad, un universo donde no llegan noticias del exterior corrompido. Así, con los rumores de que la ciudad ya no existe, aniquilada por las bombas y el fuego, el aire se vuelve más brillante que todas las llamas que serían necesarias para consumir la ciudad.
Justo Navarro
Cuando vi a mi padre atacarnos blandiendo el machete cerré los ojos. El negro aferró mi muñeca izquierda y la levantó para proteger su cabeza. Se elevó un rugido de entre los adultos que llenaban el sótano y oí también el crujido que hacían mi mano izquierda y el cráneo del negro al ser aplastados. Debajo de mi barbilla, sobre la piel aceitosa y brillante del negro, corrían espesas gotas de sangre. Los adultos se abalanzaron hacia nosotros y sentí al mismo tiempo que se aflojaba el brazo del negro y un punzante olor en todo mi cuerpo.
Kenzaburo Oë
Escribo esto por la mañana del 14 de marzo. Ayer me enteré de la muerte de Kenzaburo Oé (1935-2023). La literatura de este japonés emergió de y desde la incomodidad. Incómodo para el mundo gran capitalista triunfador de la segunda guerra y promotor del Japón moderno y sin memoria histórica. Incómodo para los recalcitrantes defensores del derrotado militarismo japonés. Incómodo para las rígidas críticas de izquierda que no veían en su mensaje la luz de la revolución y lo etiquetaban por el rumbo del decadentismo.
Oé se alinea junto a aguafiestas como Heinrich Böll (católico), W. G. Sebald (transterrado), Henry Miller (libertino), Patrick Modiano (lumpenmemorioso) que han propiciado una línea de resistencia de la literatura frente a la propaganda postbélica. Por un lado, recuperar el tamaño de la herida alemana, sus responsabilidades y consecuencias; por otro, volver los ojos a la miseria previa y a la que aplastó la guerra, generada antes del 39 y re-tratada lo mismo desde el cinismo placentero de Henry Miller, que desde la revisión casi quirúrgica de Modiano en el mundo del tráfico y el estraperlo. A Oé le corresponde esa singular hazaña en lo que se refiere a Japón.
Oé residió en México en 1975. Dictó cátedra en el ColMex (otro Nobel con estancia académica entre nosotros fue J.M.G. Le Clézio, en ColMich). En 1976 publicó en nuestro país “La captura” (Editorial Extemporáneos, 111 pp. Traducción de Oscar Montes). Esta novela obtuvo el premio Akutagawa en 1958, cuando el autor rondaba los 23 años de edad. Oé contó con el reconocimiento temprano de Yukio Mishima, el gran tempestuoso de las letras japonesas, frente al sobrio fulgor de las aguas mansas de Oé. “La captura” reapareció bajo el sello editorial de Anagrama en 1994, versión de Yoonah Kim con el título de “La presa” (114 pp.).
“La captura” transcurre durante la guerra en una aldea apartada del Japón. Es difícil entrar y salir de ella. El sendero que lo permite a menudo sufre averías que encierran a la población. Férrea naturaleza verde, lodo, pantanos completan el cerco: madriguera y trampa. Se puede ver el mar desde algún punto, pero es más accesible un estanque surtidor de agua y limpieza corporal.
La novela es contada por un niño o un hombre que retoma los acontecimientos de la infancia. La costumbre de coleccionar huesos del cementerio para cargarlos como pequeñas insignias. Más allá están la municipalidad y otras instancias administrativas que se ocupan de la aldea, pero que apenas si mandan un mensajero que trae las nuevas y apenas también si el padre del narrador (y del hermano) va a la ciudad a vender algunas pieles de comadreja y a informar de novedades o problemas de la comunidad. La ciudad no es un buen lugar para el Rana, como le dice el Escribiente, su único interlocutor y posible amigo.
La novedad es que los rituales cotidianos muy cercanos a la subsistencia, casi de cacería y recolección, muy cercanos al roce con los animales (Labio Leporino extrae de su madriguera a un perro salvaje cachorro, lo deja ir ante el estrépito en el aire), se ven interrumpidos por la caída de un avión entre las montañas cercanas. Los adultos regresan con un enorme negro preso. La guerra ha llegado a la comunidad, ahora tienen un preso, pero quieren deshacerse de él y que haga lo correspondiente la autoridad superior.
El preso es llevado a un sótano, la parte inferior de un edificio en donde vive el Rana, su hermano y su padre. Las condiciones de vida no difieren mucho entre el abajo y el arriba. Labio Leporino, amigo, pequeño vecino, da cuenta de la sorpresa de todos frente al hecho de tener un prisionero de una guerra que sólo se siente por los jóvenes que han salido obligatoriamente de la localidad, y por el hecho de que el cautivo sea negro.
La sociedad allí retratada es bastante igualitaria. Es cierto que los adultos mantienen el pueblo, pero también es cierto que los niños gozan de una libertad amplia. No se sienten las jerarquías. Quizás tan sólo la escopeta del padre que es la que mantiene la raya entre el poder y los demás, pero insisto, es un poder que en todo caso resuelve las cosas más allá de la aldea. Ese poder que ha metido al país a la guerra y que es incapaz de mantener control sobre los márgenes y las orillas.
Preso en el sótano, al principio se le agrega una trampa de jabalí al pie. Por demás está decir que la herida producida no tiene atención alguna. La alimentación corre a cargo de una vecina, mas ella se niega a bajar a dársela al prisionero. La tarea le cae a Rana. El padre vigila con la escopeta a punto. Después se genera una empatía entre Rana y el preso y la vigilancia cede. Rana y Labio Leporino se encargan de tirar el cubo con los excrementos del prisionero en las afueras de la aldea. El negro es despojado de la trampa por los dos amigos y él mismo la repara y se convierte en reparador de la pierna de El Escribiente cuando cae por el camino al traer noticias sobre la suerte del enemigo.
Metí la cabeza entre las piernas de los adultos y escuché lo que hablaban El escribiente y el jefe de la aldea. Para la municipalidad y la estación de policía era imposible disponer del soldado negro, decía el Escribiente. Se informaría del asunto a la oficina prefectural, pero hasta que viniera la respuesta había que custodiar al negro, y esta tarea era de la aldea.
El poder omnipotente del país suelta las hebras, no tiene tiempo para la petición de la aldea. Los deja a su suerte y decisión. Los niños terminan por combatir el mal olor del negro, de su carne podrida o a punto de, y lo llevan a bañar al estanque.
Nosotros, los niños, llegamos a ocuparnos exclusivamente del negro, que llenaba todos los rincones de nuestras vidas.
Entonces se da una escena de las que han convertido a Oé en escritor maldito. Niños y niñas se desnudan y hacen lo mismo con el negro. Se maravillan con el sexo excitado del extraño. Labio Leporino le trae una cabra para que tenga su desfogue, el cual no se da. La ceremonia ritual donde la transgresión se lleva cabo, se disuelve en el ánimo festivo e inocente del grupo y en la no demostración sexual directa del negro con los infantes.
El poder lento repara en el punto del cautivo. Ordena su traslado. El negro se repliega, aprovecha la trampa, dejada al descuido en un rincón por parte de los cuidadores, y toma como rehén al Rana. Los adultos no se detienen. Entran al sótano y el padre ofendido, autoridad de la aldea, somete al negro. La comunidad dispone que se creme el prisionero. El Escribiente viene con la orden de detener la ceremonia. Lo dejarán insepulto, pero tienen necesidad de construir un cerco que proteja el cadáver de los perros salvajes. En su tarea de inspección El Escribiente habrá de recibir la leña que quedó sin uso al perdonar al negro.
Yo ya no era un niño… La idea me golpeó como una revelación. Las sangrientas batallas con Labio Leporino, la caza de pájaros en las noches de luna, el juego del trineo, los cachorros de perro salvaje, todas esas eran cosas de niños, Todas esas formas de ligarse con el mundo eran ahora remotas.
En “El señor de las moscas” (1954) William Golding nos enfrenta a una realidad donde los niños han naufragado lejos del mundo adulto y desde allí correrán su suerte. En La captura los niños se enfrentan a un enemigo, a una raza marginada, y poco a poco, sin salir de un mundo de subsistencia, encuentran en él otro una continuidad y un parecido. Continuidad con la obediencia, con el seguimiento de lo establecido, de lo dictado e incluso de lo interdictado. Parecido en cuanto tienen que obedecer así estén en el extremo de las preferencia y rituales de los poderosos. De la violencia por la sobrevivencia, obtener algunos productos, se pasa a la violencia por diversión, obtener un cachorro de perro salvaje. Después espera la violencia que está más allá y entra a la aldea, la misma violencia de los adultos que se despliega, la violencia de amigos y enemigos que nunca se detiene y siempre se justifica.
Pareciera que el mundo de Oé no tiene remedio desde el origen mismo. Ese fue un argumento de los detractores, como si la literatura fuera solución a problemas en otros ámbitos de la vida. Poner el dedo en el renglón, al mismo tiempo que nos alerta de teorías compasivas, nos regresa al problema: ¿Cómo enfrentarnos al problema del hombre y de la libertad?