Opinión

Manuel Puig3 001Alejandro García / ]Efemérides y saldos[

 

―Creo que a la gente le gusta dar, señor Ramírez, y dar placer a los demás. Los hace sentir bien. Tan bien como cuando reciben placer.

―¿Dónde se debería sentir el placer de dar?, ¿en el pecho?, ¿en la garganta?, ¿…o en los ojos?

―…

―Ah… ya sé, es en las manos. Tengo las manos… bajo la carpa de oxígeno y las quiero sacar.

Manuel Puig

Parecería que “Maldición eterna a quien lea estas páginas” es una novela sobre el exilio, sobre la soledad, sobre la memoria. Y lo es. Pero creo que el gran tema de esta novela de Puig es el lenguaje, las lenguas y las dificultades de la “traducir” lo que nos decimos los unos a los otros. El eterno problema de entendernos.

Claudia Piñeiro

Manuel Puig cumpliría 90 años en 2022. Con tal motivo, la editorial Planeta, a través de su sello Seix Barral, emprendió la tarea de reeditar los libros, de quien arrancara una brillante, refrescante y polémica trayectoria, como novelista, en 1968, con “La traición de Rita Hayworth”. Puig murió en 1990 en México, cuando ya se consideraba que su punto culminante había sido “El beso de la mujer araña” (1976).

     En 1972 Miguel Donoso Pareja señalaba en el texto introductorio a su compilación “Prosa joven de América Hispana”:

     “Manuel Puig y Néstor Sánchez son escritores típicos de la burguesía urbana, desvinculados de toda intención política, pero reflejando muy bien su medio, lo que significa, a la postre, una denuncia de su propio contexto. Su impugnación está en las situaciones mismas que narran”.

Donoso Pareja se refería a la precisión idiomática y contextual de una voz testigo de espacios íntimos diversos: la casa, el barrio, la ciudad. Íntima, porque es apropiada desde el lenguaje mismo, la infancia, por ejemplo. El mundo transcurre en la mente y en la palabra de los personajes, mientras ciertamente el país sufre una serie de desgarraduras políticas y sociales, sin que eso lo salve de las desgarraduras de los individuos y de las mentes. Ese mundo de Puig de esa primera etapa es revelador de otros mundos y de otras verbalizaciones, pero sobre todo es capaz de construir universos narrativos desenfadados y auto-soportables sin perder la levedad. Sin cuota política, Puig tenía mucho que aportar a una literatura argentina y continental muy asediada por la política.

     Esas otras verbalizaciones no sólo eran voces de niños o de seres al margen del peso social, eran también expresiones que podían llegar a caer en la banalización y la enajenación ideológica. En la lucha entre apocalípticos e integrados, Puig estaría entre los últimos y eso no era, políticamente, otra vez, correcto. Formas de cultura popular, discursos de dominación masiva, fueron expresiones contra las que tuvieron que luchar plumas como las de Puig, Vargas Llosa (a partir de “Pantaleón y las Visitadoras”) y José Donoso (“La misteriosa desaparición de la Marquesita de Loria”. Fue Manuel Puig quien hizo de este lenguaje y de estos usos y abusos de estructuras subliterarias el centro de su obra: el cine, la queja femenina, el requiebro de clases medias y bajas, presos, militantes en el desamparo, el melodrama como Arma, como ya había sugerido Donoso Pareja.

     De su fase territorializada, Puig pasa a una desterritorialización previa y a una total. De la casa o Buenos Aires, pasa a la cárcel, y de ésta va al exilio, al trasterramiento. Pero también las formas sufren una purga: la historia se deja contar y degustar a través de su voces, en “Boquitas pintadas”, pero en “El beso de la mujer araña” el espacio es la celda y el punto de contacto es el diálogo, la palabra. La distancia es la desconfianza entre los presos y la conversación hará posible la vida mutua y la cercanía de los cuerpos, aunque pudiera seguir negándose la afinidad de ideas y formas de resolver la vida.

     Pero en “Maldición eterna a quien lea estas páginas” (México, 2022, Seix Barral, Planeta, 334 pp.), uno de los personajes, Ramírez, está en una casa de retiro en Nueva York con un problema grave de memoria. Su estancia no es voluntaria, es parte de una labor asistencial de algún organismo de internacional de Derechos Humanos. Y hasta él llega un conductor de su silla de ruedas, un acompañante. Profesor de Historia, se encuentra sin trabajo. Entre esos dos seres solitarios se da el diálogo que es la forma exclusiva de esta novela.

     Si forzamos un poco su etapa de acercamiento al habla(s) y la llevamos a la sencillez del diálogo de la cárcel y a la fascinación que producen en su interlocutor y en el lector las películas narradas, Maldición eterna a quien lea estas páginas formaría parte de un continuum. Además lograría conformar una estructura envolvente y autónoma que nos basta para quedar en paz, y muy a gusto, con la lectura de Puig. Solo que nuestro autor es engañoso. Toda la novela se basa en el diálogo. No hay acotaciones de narrador, así fueran de los mismos personajes. Tampoco está el narrador omnisciente que nos resuelva las inconformidades y los conflictos de intereses. Es la palabra de uno contra el otro, si es que son sólo dos los interlocutores. Y es que al estar sobre la letra impresa la marca de diálogo la confiabilidad del lector en esas voces se tambalea.

     A Puig lo atosigaron mucho con los contextos, con el compromiso, con la emergencia, con la realidad. La mejor manera de pitorrearse de esas persecuciones fue ir borrando esas marcas que la crítica acaso juzgara insuficientes o entregadas. Desde las vanguardias, los lectores hemos aprendido que todo texto es una lucha con el lector o que nosotros como lectores tenemos que encontrar la manera de hacernos del texto. Cuando pesan en nosotros los prejuicios y los “así debe ser” la lectura se convierte en una carnicería, sin saber el lector que es él el que se desangra. Porque la lectura del siglo XX y lo que va del actual es de una exigencia por saber en qué y en dónde y cuándo nos encontramos o si lo anterior no es posible. De allí que con Puig lo mejor es deslizarse con ligereza por lo que va poniendo frente a nosotros.

     Y en el caso de “Maldición eterna a quien lea estas páginas”, lo que uno puede saber muy pronto es que un personaje tiene problemas de memoria y otro lo lleva por allí a pasear en silla de ruedas. Este personaje cobra por sus servicios e incluso llega a pedir un aumento y también tiene necesidad de comer y el otro le invita a algún lugar a satisfacer su necesidad. Pero desde un primer momento el problema es de lenguaje. Ramírez ha olvidado muchas cosas, se ha acercado diccionarios, lee libros, trata de recuperar su mundo ahora innombrado y comprender lo que los otros hacen y sienten al nombrar. 

     Este primer acercamiento entre los personajes, guiño y desafío para el lector tiene que ver con tres cuestiones: si yo digo “limón” mi cuerpo siente algo, mis papilas gustativas segregan saliva, la palabra me ha evocado vida y se ha acomodado en mi mundo. En cambio Ramírez ante “Washington” v no tiene una reacción, el cuerpo está callado. Debe recuperar lo que sentía (¿será posible?) antes de su problema y lo que sienten otros ante la palabra. Larry es el primer emisario de ese mundo lingüístico perdido.

     El segundo asunto se da cuando en un comercial un actor despliega su boca, enseña los dientes. Ríe, dirá el que sabe. O cuando puja en una carrera y Ramírez se pregunta si eso le provoca mucho dolor. Podría decir el intérprete que satisfacción, y quizá me adelante en el orden de los acontecimientos. Entre el acto: reír, pujar, digamos, y el sentir que lo origina está la tarea de darle nombre y también de darle variaciones, o connotaciones, así el reír puede ser alegría o nerviosismo, y el pujar puede dolor o satisfacción. En el primer caso estamos frente a la palabra, en el segundo frente al acto.

     Los problemas se agravan y reciclan cuando las palabras no remiten a objetos, como en el caso de “placer”. O a ese poliedro indescifrable: amor. 

     Puig nos lleva a problemas de lenguaje en el origen y en este momento de su desarrollo. Mas así como las palabras y las acciones nos enfrentan a la (adecuada) nominalización frente a un fallo de la memoria, también están el asunto de los tonos: el imperativo, la incomodidad, la alarma, la burla. Ramírez aprende a detectar estos cambios, a descubrir estas intenciones. Allí, puede ser sólo el oído el intérprete, pero también está el cuerpo y entonces lo uno y lo otro se juntan.

     Lo más sorprendente y fresco de esta novela de Manuel Puig está en ese combate por el descubrimiento del lenguaje y por el uso del diálogo para ponerlo en el espacio literario y al alcance del lector. Después de la palabra y de los tonos, se pasa a los sistemas de lenguaje, sean institucionales o no, lo mismo el amor que la interpretación del amor, la religión que su teorización, el arte y sus formas y destinos. No es ciertamente una temática que concuerde con el Puig del mundo auto representado de la enajenación. Ahora bien, uno puede tomarse un descanso mientras se enfrenta a la palabra “deseo” o “gusto”.

     La segunda parte es todavía más retadora. Digamos que cumple con su rol de continuidad con la novelística del autor, exiliado y autor encuentran en el lenguaje la exploración para recuperar palabras, objetos, acciones, sentimientos, formas de vida y de comprensión. Ahora el argentino pasa sus días en un hospital y los diálogos más bien se centran en unos cuadernos que Ramírez escribió y que dan información a Larry de lo que pudo ser el pasado de su cliente o patrón.

     Si en la primera parte los personajes completan los significados, los significantes, los sentidos, las vivencias, en la segunda se trata de todo un despliegue de pequeñas historias cuya veracidad está muy duda, tanto de parte de Ramírez, como de Larry. Parece ser cierto que antes estuvo en Argentina y se pasó una temporada en prisión con un desdichado desenlace para su familia, que es protegido por una organización. Y Larry sigue obsesionado con su mujer, de quien está separado, y es un profesor que está a punto de conseguir clases en una universidad local.

     Las historias que se levantan en este leve andamio son completadas por el otro y uno no llega a saber cuánto acepta el otro de las imposiciones de su interlocutor, lo cual es más visible en las elucubraciones de Ramírez. En esta segunda parte, el personaje que no tiene memoria, a través de sus historias, hace saber sus obsesiones y sus medidas, sus juicios y lo que tal quisiera fuera de la vida. Está lo mismo en una persecución a una mujer, en el acto previo al coito o en los reclamos por la indefinición en la vida de pareja. No es casual que Ramírez llegue a ser considerado por Larry como un voyeur.

     ―Señor Ramírez, me parece que usted es un “voyeur”. ¿Quiere que organice algo, por ejemplo que lo coloque en un cuarto contiguo para oír los ruidos?, estoy seguro deque eso lo reanimaría.

     ―No me interesa la parte exterior del asunto. Quiero saber lo que sucede en el interior de la gente. ¿Qué sintió cuando la vio aquella tarde, esperándolo?, ¿o es que ella no vino a la cita?

Y la historia cierra el diálogo, concluye la estancia en el hospital, solo que nuevamente el espacio literario se rasga, ahora será a través de un intercambio de misivas que sepamos el destino final de Larry y Ramírez.

     “Maldición eterna a quien lea estas páginas” tiene el atractivo de la facilidad de lectura y de tránsito a través de sus dos partes. Es el destino en Nueva York de un exiliado argentino. Pero más allá es el problema del lenguaje. Dentro de las explicaciones contextuales, que al parecer también fueron nutrientes para Puig, está la supuesta versión en inglés, primera, de la novela, que luego sería traducida al español. En realidad todo indica que se trata de que Puig entrevistó a una persona de habla inglesa y sacó sus reportes en ese idioma. Al construir la novela, tradujo ese material al español y lo trasvasó al mensaje que hoy podemos leer.

     Pero la cercanía de ese pretendido uso “light” en la literatura latinoamericana no debe ocultarnos la cercanía con autores como Sarduy y Sánchez (lo que volvería a darle la razón a Donoso Pareja. De allí surgieron textos que se etiquetaron como neobarrocos y que además lograron hacer palpable la permanencia del barroco a lo largo de todos estos siglos.

     En fin, que esta novela del exilio, de la soledad, pero también del diálogo nos lleva a una intensa reflexión sobre el papel del lenguaje en la vida. Y quizás más que una reflexión seria y pesada, tendríamos que pensar en una reflexión leve, cercana al juego, pasando de dificultad a dificultad, de paradoja a paradoja, de pensamiento a risa.

     ―Tengo necesidad de volver a verla, pronto,,, Nada sería más doloroso que dejar de verla… no verla nunca más…

     ―¿De qué está hablando, jamás la vio?

     ―Tal vez habría sido mejor así. Porque ahora necesito volver a verla y oírla, y convencerme de que está presente.

Manuel Puig nos entrega así una novela que pudo ser leída de acuerdo a los criterios de la época y sostener la polémica, pero creo que en realidad nos estaba entregando un código que, pasando las obligaciones rígidas de la crítica de izquierda, regresa al lenguaje el papel creador en la vida, el papel reproductor y el papel de vehículo indispensable para la memoria y la crítica.

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