Alejandro García / ]Efemérides y saldos[
―Amigo mío, alguien tiene que ayudarme a recuperar nuestra imagen, y ese alguien no puede ser más que usted. Usted conoce al dedillo todos los secretos de nuestra ciudad y de nuestras Semana Santa. Usted goza de la confianza de ese hombre y puede aproximarse a él de un modo que a mí me está vedado por mi posición social y por la evidente inquina que me profesa.
Antonio Muñoz Molina
Entre el 12 de agosto y el 8 de septiembre de 1992, el diario El País publicó como folletín la novela de Antonio Muñoz Molina Los misterios de Madrid, reeditada en volumen en noviembre de ese mismo año. La rigurosa trayectoria de su autor, uno de los valores más firmes de la joven narrativa española, además de excelente autor de artículos y ensayos, acaso haya confundido a la crítica: algunos comentarios desdeñosos parecen considerar esta obra como mero divertimento, cuando no simple concesión a una probablemente bien pagada oferta. Creo que tales juicios evidencian una lectura precipitada o una interpretación errónea de lo que ese relato ha pretendido ser, de acuerdo con los presupuestos estéticos y las convenciones editoriales a las que quiso someterse.
José Manuel González Herrán
Siempre regreso a la obra de Antonio Muñoz Molina (1956, Úbeda, Jaén). Por lo pronto con los volúmenes pendientes, porque no es fácil seguirle el paso a un escritor voluminoso que no adiposo. Desconozco sus más recientes libros (prometo ir en busca de “Tus pasos en la escalera”, 2019). Como he reseñado en otro acercamiento, he tenido pausas y alejamientos. He perdido la oportunidad de trabajar por escrito “Plenilunio”, me he quedado en los umbrales de su ciclo estadounidense y aún pienso si algún día podré leer “Sefarad” y “El jinete polaco” o aterrizar alguna línea escrita sobre la varias veces leída “Ausencia de Blanca”.
“Los misterios de Madrid” apareció en 1992, primero por entregas y luego en formato de libro (Barcelona, 2006, 14ª impresión, 6ª en formato Seix Barral, Biblioteca breve, 187 pp.). Corresponde a la primera etapa de su producción, fue publicada apenas un año después de “El jinete polaco” que obtuvo los Premios Planeta y Nacional de Literatura.
Esta novela ha tenido sus desencuentros críticos, sobre todo por el carácter humorístico, juguetón, caricaturesco que la trama tiene y por su origen folletinesco. No deja de pesar el paginado, breve si se piensa en las obras más reconocidas de Muñoz Molina, pero casi todas producidas después de 1992. Se ha dicho que es un divertimento en la producción del autor, mas si lo vemos en despliegue cronológico no se trata de un descanso o de un punto de reposo después de sus obras mayores. Es una forma de despliegue narrativo, con la plantilla policiaca, como en “El invierno en Lisboa” o un magistral ejercicio de la brevedad a la manera de “El dueño del secreto”, libros antecedente y consecuente (1987 y 1994, respectivamente).
Lorencito Quesada, el diminutivo cuenta, es un distinguido habitante de Mágina, vendedor de géneros en un almacén, “El Sistema Métrico”, periodista aficionado en “Singladura”, título que es admonición del viaje que le espera. Hijo modelo, con una madre muy disminuida, pero puntal de su vida, asiste rigurosa y religiosamente a la velación propia de la Adoración Nocturna.
Lorencito es llamado por don Sebastián Guadalimar, principal de la ciudad, dueño de vidas y voluntades, verdadero habitante de aquel espacio y poseedor o depositario del Santo Cristo de la Greña. En lugar de darle una promoción o un paso a un mejor status le encarga la recuperación del Cristo, el cual ha sido sustraído de su nicho y todo apunta a que el responsable es el famoso cantante maginense Matías Antequera. Una peluca abandonada es la prueba del delito. El Cristo es paseado en la Semana Mayor desde el siglo XVI, según don Sebastián y su decir; desde el XIX, según los promotores de otras figuras religiosas.
Lorencito tendrá que internarse en ese infierno, foco de perdición, que es la ciudad de Madrid. Allí se irá encontrando con su ciudad, Mágina, que se desdibuja, y una monumental Madrid que se torna acertijo indescifrable. Ese desvanecerse es puro cuento, porque la ciudad está siempre allí con él, Lo mismo a través del personaje Antequera, a quien nunca podemos llegar a ver, si acaso oír en su queja o en su inmutable estampa del desenlace. Pero también está Pepín Godín, paradoja punzante en los pasos de Quesada y sable siempre dispuesto a bajarle los fondos de la cartera.
La distinción de Guadalimar nunca renuncia a su clasismo. Parece ser un favor el que le hace a Lorencito al mandarlo a Madrid. De su cuenta permitiría que ese ser inferior sufragara sus gastos, pero no puede tentarlo tanto a permanecer en su estado de confort. Manda a nuestro héroe a que viaje la misma noche de la cita, en condiciones miserables, a pernoctar junto a un grupo de borrachos irredentos que no lo dejan dormir y lo impregnan de alcohol y humores corporales. Se hospeda en un cuartucho de mala muerte, remedo de un alojamiento de dos décadas antes cuando asistió a una reunión salesiana, cuando la música le sonreía. Lo demás es un vagabundeo a ciegas, con referentes de lugares que no son los rutilantes de un cantante en la cima del éxito, sino tugurios repletos de maleantes. Y en la corteza de este venenoso pastel, una mujer despampanante, casi tan ambivalente como Pepín, pero siempre dispuesta a dejarse fundir en el cuerpo de Lorencito:
Sin darse cuenta las caricias en el pelo rubio y sedoso que le rozaba los muslos y se los desbordaba iban extendiéndose hacia la frente y el cuello de Olga, y los ancestrales apetitos de la especie, que ignoran cuando se desatan, los frenos de la moralidad y de la conveniencia, reanimaban en él ciertas particularidades fisiológicas largo tiempo dormidas.
Quesada es una plumita a merced de la voluntad de don Sebastián, pero ya en Madrid aparecen otras fuerzas y la realidad de golpes, sustracciones, víctimas y el Cristo de la Greña en algún lugar. Si el personaje de “El dueño del secreto” es voluntad de un personaje doctrinario, empeñado en cambiar la historia de España, Quesada no participa de estos ideales, no se empapa de la fuerza revolucionaria, simple y sencillamente porque no hay tal fondo de ideales, hay un estado de cosas, un mundo de representaciones, en este caso, apoyado en la religión. La muerte de Franco ha sido irrelevante para ese submundo de misterios, si acaso la reivindicación del valor como mercancía de objetos religiosos y procedentes de otras prácticas. Frente a Guadalimar que conserva ese orden que le favorece, está la voluntad coleccionista de otro personaje y su bando. Antequera también es suprimido por esas fuerzas en pugna.
Quesada ama a su ciudad, sus costumbres, su vida cómoda. Para el lector, Mágina y Madrid podrán ser diferentes en tamaño e importancia, pero son capaces de lo mismo y se proyectan la una en la otra. La voluntad de escribir en Lorencito es subsidiaria y el sorpresivo desenlace así lo demuestra, encargar la redacción de su aventura, no comprometerse más en lo que la escritura estructura, las aventuras que avasallan, pero que son contenidas en la representación del mundo de palabras. Lorencito ha resuelto el problema, al menos ha sobrevivido y el Cristo de la Greña desfilará por Mágina, pero el crecimiento tendrá que quedar para mejor momento, quizás sólo se dé en el terreno de la escritura, cuanto esta ya no le pertenezca, cuando esté en manos de la voluntad y el estilo de otro.
En el ejercicio de la lectura, ágil, capítulos medidos para su medio original (la entrega), no dejé de viajar a otros textos: “Abril rojo” de Santiago Roncagliolo, el fondo religioso y multifanático; “nunca más el mar” de Miguel Donoso Pareja que emparenta la locura del coleccionista y el célebre y risueño Museo de la Tacunga (el árbol de la planta del pie, el collar del cuello del útero, el uniforme de cabo Kennedy, el hacha con que mataron al Mar Muerto):
El brazo incorrupto de Santa Teresa… la pluma del arcángel San Gabriel y el fragmento de la roca donde se sentó la virgen María durante la huida hacia Egipto…las tres piedras que expulsó del riñón San Alfonso María Ligorio… las últimas gafas graduadas del Papa Pío XII, un trozo de siete centímetros del “lignum crucis”, la cuchara con que Santa Lucia se sacó los ojos…
La ciudad, el dominio de la misma, la reificación del objeto religioso, el crecimiento de un personaje como Lorencito (al menos para el lector: lerdo lerdo, pero no tanto)), a pesar suyo, son constantes en este libro de Antonio Muñoz Molina y su lectura es relajada y por momentos desopilante.