Luis Rojas Cárdenas / A contrapelo
En el año de Dios de 1976, me enteré de que existía un escritor de nombre parco: José Agustín. Así, a secas: José Agustín. Un narrador sin apellidos, sólo dos nombres desnudos, sueltos, sin agarraderas con su ascendencia. Un autor que a los 16 años escribió su primera novela, cuyo germen se encuentra en un cuento llamado Tedio, influido por Rimbaud. Años más tarde, supe que este escritor renunció a sus apelativos para distinguirse de su tío José Agustín Ramírez, el compositor del himno guerrerense: Por los caminos del sur y la, no menos conocida: Sanmarqueña. Tiempo después, en su relato autobiográfico: "El rock de la cárcel", leí que había tenido amoríos con la cantante Angélica María, me pareció curiosa la coincidencia, pues la llamada Novia de México tampoco usaba sus apellidos. Dicho de otro modo, a esta pareja se la apelaban los apelativos.
¿Cuál es la onda?, dijo mi maestro de redacción, al empezar a leer aquel magnífico relato. Ese fue mi primer acercamiento con la literatura de José Agustín, cuando era estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades, Azcapotzalco. De inmediato, me sentí identificado con la temática, el tono coloquial, la irreverencia, el desmadroso juego de palabras. Esa manera de narrar me resultaba cotidiana, parecía estar escuchando una historia contada por uno de los cuates que la rifaban en el “Rincón Brujo”, así le llamábamos a una democrática esquina de una callejuela de Ecatepec, en la colonia Jardines de Santa Clara. Digo democrática porque allí le caían a rolarla todanos, de tocho morocho, tutto tipo de fauna: malandros y planchaditos, la broza, la raza, los ñeros, bandas de vagos sin oficio ni beneficio, estudiantes, obreros, lúmpenes venidos a más, clasemedieros venidos a menos, ñangos y macizos, alivianados y azotados, gruexos y fresas; escuchas de Radio Sinfonola, que “en música ranchera es la mera mera”, o feligreses del programa de rock “Vibraciones”, de Radio Capital; fanáticos de la música cosquilleante y serpentineante, guapachosa y jacarandosa, bullanguera y cascabelera; lectores de las revistas "Dimensión", "Pop", "México Canta", "Conecte", "Ritmo Juvenil" y "Notitas Musicales", eso sí, la pura chaviza, nada de momiza, los rucos ni se acercaban. En esas pandillas se tenía en alta estima a algunos pirados que se jactaban de haber vivido repetidos encierros en la casa de la risa de Fray Bernardino Álvarez, en Tlalpan, por haberse intoxicado con drogas y alcohol; también eran gente de mucho respeto aquellos que presumían haber estado enchiquerados en el penal de Barrientos. Los asiduos al “Rincón Brujo” se dedicaban a tomar cerveza o se entretenían forjando enormes churros para atizar como Dios manda, no faltaban los que iban a chemear y no paraban de inflar y desinflar bolsas cargadas de Resistol 5000, o de succionar el aire que corría entre los puños de sus manos, debidamente untadas con cemento para parchar cámaras de bicicleta, o de refrescar sus pulmones con el thinner que inhalaban de una estopa; algunos más iban a tocar guitarra y a echar relajo, a reconstruir múltiples veces la historia de un partido de fútbol para explicar un triunfo o una derrota en el campo llanero, o nada más asistían a viborear, a malorear gente o simplemente a enchinchar. Allí se podía oír toda el habla callejera, como en la torre de Babel o en el cuento de José Agustín leído por el profesor, donde el protagonista es el lenguaje.
Así pues, mi primer acercamiento con la literatura joseagustinesca fue de oído, la escuchaba retumbar en mi cerebro al ritmo que leía mi profesor, cada frase la sentía como descarga de electrochoques en mi cabeza. Aunque suene cursi, oír el relato agustiniano en voz alta me embelesó. Supuse que escribir así era fácil, que cualquiera podría pergeñar cuentos de temática juvenil. Pensé que sólo necesitaba transcribir algunas pláticas con los pelafustanes más deslenguados, guaguarones, lenguaraces y ocurrentes del “Rincón Brujo”, para construir un buen texto. La realidad me desmintió: la literatura de José Agustín está elaborada en un andamiaje complejo que parece sencillo, y trata una temática en apariencia superficial que está erigida sobre un basamento de concreto armado. Su llegada a las letras mexicanas con dos novelas juveniles: "La tumba" y "De perfil", a mediados de los sesenta, significó un desmantelamiento del estilo solemne que ahogaba a la literatura nacional.
Al terminar la clase, habría salido directo a comprar la "Antología del cuento hispanoamericano", de Seymour Menton, en donde viene el relato: "¿Cuál es la onda?", pero andaba erizo de feria. Corrí directo a la biblioteca y lo leí, releí y recontra-leí al derecho, al revés, bocarriba y bocabajo, hasta memorizar algunos pasajes. El cuento vibra con un lenguaje soez, lépero, imaginativo cargado de resonancias callejeras, rimas juguetonas, ecos burlones, albures, calambures y divertidos retruécanos. Utiliza una tipografía poco convencional como la manecilla o manita para llamar la atención, palabras que se desgranan en cascadas de sílabas como arrojadas al voleo dentro del párrafo, puntos suspensivos desbordados que forman una gotera que se derrama por los renglones, guiones largos continuos para formar líneas de silencios prolongados, mayúsculas intencionalmente mal colocadas para enfatizar ideas, palabras compuestas por varias palabras, frases con doble sentido, jerigonza juvenil, palabras expropiadas de otros idiomas: francés, inglés, alemán, portugués. Su versatilidad en el uso de recursos tipográficos se observa en toda su literatura, presenta páginas y párrafos negros; emplea la barra diagonal / (slash) en lugar del punto; usa la pleca ( | ) en los diálogos para interrumpir una palabra, un enunciado o idea; parte un vocablo con una admiración: ¡Cá!mara, o con cursivas: vulgaridad, e intercala paréntesis en un término para darle doble lectura: hipercrí(p)tica; hace que su personaje hable con la boca llena: ¡Rfl qubno quvniste!; juega con las faltas de ortografía: voleto, pedro, baselina; utiliza largas frases unidas por guiones cortos; aísla ideas en medio de un párrafo; llena páginas de onomatopeyas. Su sentido del humor iconoclasta se ilumina con el uso de un lenguaje coloquial lúdico, groserote que inventa sinónimos jocosos del miembro viril en supuesto francés: le pispiate , la pescuezonne , le vergantin, le chile, le platane, le fierre, le pirouli, la verdure, le chilaquil, la pirinolle, le pale, le pite, la cornette, le chilam-balam de Choumayel, le legne, le pincel, la pingue, le rifle, la pistole, le bat, la verdolague, le penelope, le garrote, la macanne; utiliza lenguaje carcelario: “cayitos con ciento ochenta más un toleco de propela”; y presenta un humor áspero: “A Edipo cada vez que le decían chinga a tu madre, se le paraba la verga”.
Con desparpajo, José Agustín abrió un boquete de antisolemnidad. Significa una ruptura que permitió airear a una República de las Letras que perecía asfixiada por el formalismo acartonado dominante en la escena literaria de su tiempo. Con una perspectiva personal, íntima, inauguró la literatura de temas juveniles escrita por jóvenes. Desde su precocidad y con sus procacidades dislocó el rumbo de las Bellas Letras mexicanas. No sin dificultades, con una visión antiautoritaria logró sobreponerse al desprecio o al ninguneo que algunos críticos de la cultura le endilgaron con mala leche, como en aquella reseña que publicó Huberto Batis en el suplemento cultural de "El Heraldo", acompañada por la imagen de un burro, con el siguiente titular: “José Agustín: De perfil”. Para muchos resultaba difícil aceptar que aquellos textos estuvieran construidos con buena literatura y concibieron la idea de una literatura escindida donde, por un lado, estaba la escritura exquisita, pulquérrima que tenía calidad literaria; y, por el otro, la escritura de la onda, que no era más que una manifestación popular sin cualidades artísticas con resonancias arrabaleras. Pocas críticas como la que le hizo un primo eran atinadas: “está bien bueno tu libro, se me paró la verga al leerlo”.
José Agustín defendió su concepción literaria con beligerancia, mediante la burla y el escarnio, con el enfrentamiento directo e incluso a golpes. Pleiteó con Guillermo Rousset Banda, Margo Glantz, Juan Rulfo; es famosa la madriza que se dio en casa de José Luis Martínez con los García Ponce: Fernando y Juan.
José Agustín es un autor que no pone reparos en el empleo de recursos literarios. Se burla de los lugares comunes con frases hechas y los revitaliza. No duda en embarrar párrafos con escenas escatológicas que pueden asquear o regocijar al lector, según sus gustos. Sin duda alguna, se puede afirmar que el humor joseagustinesco es producto del talento y del manejo de una sólida cultura.
Tuve la oportunidad de estrechar la mano de José Agustín, en mayo de 2000, cuando acudí a Cuautla a recibir el Premio Nacional de Poesía Infantil, otorgado por Alfaguara Infantil. En el acto de premiación estaba José Agustín, supuse que acudía como un destacado integrante de la vida cultural de Cuautla, pero estaba equivocado, asistió a la ceremonia de entrega de premios porque su sobrina Yolanda de la Torre, reconocida guionista y poeta, hija de mi admirado Gerardo de la Torre, había sido finalista en el certamen. En cuanto vi a José Agustín corrí a saludarlo. Afable, sonriente, intercambió unas palabras conmigo. Desde ese momento no pude quitarme de la cabeza la idea de estar frente a un gigante de la literatura. Me olvidé del auditorio y del premio, todo mi pensamiento se enfocó en José Agustín. En el estrado, expuse unas palabras como si sólo estuviera ante él. Al terminar el acto, mi hija de cinco años me preguntó: ¿Quién es el señor con quien hablabas? Se llama José Agustín, dije: es un escritor de culto, es la neta de la literatura, es la onda.