]Efemérides y saldos[
A decir verdad, en esta lucha de cada instante, donde el resultado más corriente es que se petrifique todo lo que hay de más espontáneo y valioso en el mundo, no estoy seguro de que podamos ganar.
André Breton
ALEJANDRO GARCÍA
“La confesión desdeñosa”, texto incluido en Los pasos perdidos (1924) y que, según Ramón Xirau es una entrevista realizada en 1923, adelanta algunos de los principios de los surrealistas y de André Breton y, desde luego, es el primero de los ensayos del libro que habla de las influencias autorales sobre el movimiento de vanguardia. Esto es relevante, porque Breton va a poner énfasis en los hombres más que en las obras y en la vida más que en los textos y en la ética o en una práctica moral insobornable más que en la lógica o en la teleología.
De hecho la primera idea del ensayo tiene que ver con la relación entre experiencia y “tener plomo en la cabeza” o “tener la cabeza sobre los hombros” y su concordancia con el equilibrio. El pensamiento conservador ha tendido a vender esta idea, cuando de lo que se trata es de atender el desequilibrio permanente y que la experiencia no se convierta en punto de estatismo, sino en punto de paso y movimiento. Tampoco se trata de indiferencia, sino de adaptar las circunstancias, bajarlas, a la dureza cotidiana, una vez que la justicia ha cargado los dados hacia el mundo de arriba o del poder. El pensar sólo tiene sentido si pensamos nuestra propia muerte, pues esto ha desplazado de cualquier sentido a la verdad. Los vanguardistas van contra la experiencia como sentido de “responsabilidad” o actuar conforme al orden y a las buenas costumbres. Algunos de sus tiros van contra la automatización de los sentidos y la rutina enajenante.
Tal como se conoce, el ensayo es denso e incluso varía en su extensión, pues en la edición de Anagrama de Cartas de guerra de Jacques Vaché, precedidas de cuatro ensayos de André Breton, sólo se consigna la parte relativa al autor epistolar (Breton lo había dicho así dentro de la misma pieza, adelantándose a los criterios editoriales, pero tal vez haga falta esta señal). En la parte que ya tiene mucho de manifiesto y militancia en lo que será después el surrealismo, Breton salvaguarda la felicidad y desprecia el pragmatismo, abomina de la fe, le parece vulgar, tanto como tratar de remediar el sufrimiento moral. Cree en suicidio sólo si es presidido por el deseo, jamás si lo mueve la confusión o el embrutecimiento. Toda la cultura, la que domina la sociedad e impone arbitrarias condiciones está contra el hombre y su felicidad posible, nunca negociable.
Breton cree en algunos hombres, influencias venturosas: Rimbaud, Jarry, Apollinaire, Nouveau, Lautréamont, pero sobre todo Jacques Vaché. Cree pues en los hombres, más que en las obras o en la vocación. Vaché, argumenta, lo salvó de ser poeta y de buscar la posteridad, sólo es posible buscar a otros hombres mediante la escritura, publicar para ser leídos por otros. La dimensión de Vaché en Breton tiene que ver con la capacidad de negación. Puede hablar de Rimbaud con Breton aunque no le plazca la personalidad del poeta maldito o de Apollinaire, al que apenas conoció, o de Barry, a quien admiraba o del cubismo, del que desconfiaba, y esconder su vida privada sin concesiones. Pero claro, Vaché hablaba, hacía explícitas sus fobias y filiaciones, paradoja en la que se moverá en el futuro Breton.
Vaché es antipatrimonial. No cree en la erudición ni en la cultura, cree en cambio que si las generaciones anteriores pasaron de lo absoluto a lo relativo, las actuales lo harán de la duda a la negación. Simpatiza con la moral siempre y cuando mantenga a raya a la razón y permita las más extrañas digresiones. Por el contrario la lógica es débil, concatena eventos y encuentra falsas y fingidas relaciones de causa consecuencia, a pesar de pertenecer a puntos espaciales diferentes. Vaché es un enigma, sus actos, lo mismo pasar de la cosificación extrema al culto de una dama, que del rescate de manos de unos maleantes a la protección caballeresca para desembocar en la indiferencia extrema, lo mismo de una joven, casi niña, capaz, sin embargo, de los peores contagios. Y están también sus categorías inasibles el umor y el poheta.
Con respecto a la teleología, a la duda de juventud sobre la validez y el entusiasmo de invertir en medios para lograr un fin, la adultez suele convertir a la esperanza en figura rígida, pesada, exigente, absurda. Vaché se mantiene vivo en Breton, es una pasión al mejor individuo, contagiador de su vida y de su obra.
Los peligros son reales, antes se salía a la calle con el recuerdo ajustado en cuentas de lo que se tenía y el mundo aprovisionaba de novedad y entusiasmo, de movimiento y de la vitalidad de lo eventual. Breton, dice, dejaba la puerta del cuarto de hotel abierta para ver si despertaba con una compañera que no hubiera escogido, ahora piensa en la posibilidad de que esa casualidad se convierta en retención, en costumbre y vitalidad que se apaga.
Y alude a esas tentaciones y dudas, a esa petrificación: Apollinaire y su deseo de sacrificio antes de morir, Valéry y la admisión de tergiversaciones de sus obras. Se trata de un combate permanente que se puede perder. Como Lautréamont odia las tablas somníferas.
Qué más. Para los desafiantes, acaso la muerte, para los que se quedan, por ejemplo, se escribe para acortar o alargar el tiempo, no para ganar la posteridad, se escribe para dejar fluir el pensamiento y el espíritu, no para comprender de manera definitiva las obras o las acciones de la gente en general, y de los escritores en particular, se escribe para que las ideas de Racine no sepulten el movimiento escudados en su perfección formal. Jacques Vaché, el hombre, inventor del “umor” y quien llamaba a Breton “poheta”, las categorías individuales, el sello de vida, pasan a otros ámbitos como buscó y logró el surrealismo, dinamitar la palabra, sacudirla de sus significaciones fijas y cómodas.
Ya he dicho que Vaché salvó a Breton de la vocación especializada. También lo provocó constantemente con pláticas chispeantes, incómodas, desde puntos de vista diferentes, donde lo que se movía era prácticamente todo: fundamentos, argumentos, desarrollos, estigmas. Vaché pasaba de largo sin reconocerle, no tendía la mano para saludarle, Mantenía a una joven durante las visitas, horas, en una misma posición. Servía el té a las 5 y entonces él le besaba la mano a ella. Pero también Vaché llegó armado a la función de Mamelles de Tiresias y una vez que mostró su disgusto con lo exageradamente literario de la obra amenazó con disparar a tiros contra el público, cosa que André Breton evitó tras parlamentar con él. La cosa no terminaba allí, había salvado y tomado bajo su protección a una chiquilla, presa de unos maleantes, la dejó entreteniérndose con caramelos mientras se entrevistaba con André, la llevó a un hotel y durmió con ella y al día siguiente la dejó sin despedirse. El mismo Breton comenta que fue casi seguro que allí Vaché se contagió de sífilis.
Y viene el episodio de vida donde interviene la voluntad y la estética de Breton. Vaché muere en compañía de un joven, a causa de una sobredosis de opio. Al día siguiente los encuentran desnudos en la cama. Había otros jóvenes, dos por lo menos, quienes lograron evitar (uno) superar (otro) la sobredosis. Breton concluye que se trata de un suicido, de un deseo de Vaché de morir con su mejor amigo.
Pero el verdadero reflejo de la pena de Breton estaba sepultado mucho más abajo; se llegó a convencer de que Vaché había planeado su propio suicido, atrayendo intencionalmente a uno o dos amigos, para emprender este como un acto último de umor. “Su muerte fue admirable, en el sentido de que pudo pasar por accidente —dijo después—, aunque, como bien se podrá imaginar, él no era un fumador inexperto. Por el otro lado, es muy posible que sus infortunados compañeros no supieran consumir drogas y que él quisiera, con su desaparición, jugarles una postrera mala pasada”
En el recuento final, no obstante, el punto importante no reside tanto en saber si Vaché había planeado o no su muerte, sino en que Breton, a pesar de todas las pruebas en contra, sostuvo contra viento y marea que así había sido. Al parecer, Breton necesitaba creer en una defunción extravagante. La muerte accidental de Vaché no fue másd que una triste tragedia, llevada al escednario se convertiría en un notable coup de théâtre que haría parecer pequeña incluso a Les Mamelles de Tiresias. Una muerte por umor magnificada por su inherente ambigüedad era la única forma que Breton podía aceptar para su elusivo amigo. Al desaparecer en misteriosas e intencionales circunstancias, Vaché adquirió el primer sepulcro del que sería con el tiempo el panteón surrealista. (Mark Polizzotti, Revolución de la mente. La vida de André Breton. FCE, México, 2009, p. 10).
Breton cuestiona el orden y las categorías dominantes, salva a la vida y también a la muerte voluntaria cuando es el deseo el móvil. En la irreverencia, en el desafío, en el roce con lo establecido, en la dura crítica a los mismos compañeros de camino que oyen los cantos de las sirenas, se encuentran muchos de los principios, no sólo del surrealismo, sino de muchos de los movimientos posteriores, vanguardistas o no. Pero fundamentalmente Breton mete todo en la vida, sólo así es posible la experiencia estética y ésta nunca pierde su carácter inaprehensible, móvil, desafiante.
No hay un culto homosexual, Breton se encargaría de decir lo propio en este sentido. Hay un anticulto al hombre, o un culto al hombre anticonvencional, a la vida y a la forma de llegar a la muerte, a la escritura y a su tarea de rastrear los misterios de los acontecimientos y del lenguaje y en las dimensiones oscuras o aún no transcritas. De allí que aquí por lo menos, en esta fase inicial y en lo que a Vaché Breton refiere, la pasión está en el escritura, desde luego, pero los surrealistas, al contrario de los santificadores del texto que vendrían después, pusieron en primer lugar al escritor, a sus capacidades de provocación, y por lo tanto al hombre.
