LUIS ROJAS CÁRDENAS
¿Quién regala un libro de su biblioteca personal a cualquier hijo de vecina que ni siquiera conoce? Y si a eso le agregamos que se trata de un libro que está usándose, que se lleva consigo para consultarlo por si es necesario precisar alguna minucia durante la conferencia que se acaba de dictar. La respuesta que me dan siempre que hago esta pregunta es que nadie hace un obsequio así.
Aunque pudiera parecer extraño, José Emilio Pacheco Berny (1939-2014), sin ningún compromiso que lo obligara, sin una motivación política, sin buscar obtener ganancia alguna, sólo por la razón de dar parte de sí a los demás, el día que lo conocí me regaló un libro de su autoría, la ya clásica antología de Poesía mexicana I, 1821-1914.
Como muchos, mi primer acercamiento a JEP fue a través de la lectura de su columna Inventario, publicada en aquella revista Proceso recién fundada por Julio Scherer durante el sexenio de López Portillo. Por aquellos años, era impensable perderse un número de dicho semanario, pues ello significaba dejar de visitar el Inventario, los cartones de Naranjo y la última página de la revista donde se publicaba la tira cómica de Fontanarrosa: Boogie el aceitoso.
Los textos de JEP, me despertaban admiración y ganas de conocerlo en persona. En 1988, cuando se presentó una oportunidad, acudí al Colegio Nacional para escucharlo impartir una conferencia sobre Ramón López Velarde. Puedo recordar con nitidez a Pacheco cuando empezó su discurso. Lo primero que hizo fue ofrecer una disculpa a la concurrencia porque habíamos tenido que sortear las dificultades de atravesar la Ciudad de México para llegar al primer cuadro de la capital mexicana sólo para escucharlo. Parecía que él no advertía el entusiasmo que nos motivaba su presencia y que, más de uno de los que estábamos allí presentes, habríamos sido capaces de hacer recorridos más extremos con tal de asistir a una de sus charlas.
Aquella ocasión, JEP habló de la vida y obra del poeta zacatecano, viviseccionó La Suave Patria. Cuando hizo referencia al correo chuan que remaba la Mancha con fusiles, me abrió los ojos, pues antes de escuchar aquella plática sólo se me había ocurrido pensar que la rima había obligado al jerezano. En aquel entonces no me parecía ingenuo imaginar que, debido a las apreturas que impone la consonante, López Velarde había padecido un desacierto al mencionar al correo chuan; pues ya tenía el antecedente de los dos versos del mismo poema en los que alguna vez Octavio Paz observó una deficiencia técnica en la acentuación.
A JEP no le gustaban los reflectores, durante aquella conferencia lo demostró con vehemencia, más de una vez solicitó que los apagaran. Una televisora los había encendido a mitad de la plática para grabar algunos fragmentos del discurso. El visible malestar del escritor se acabó hasta que los rayos de luz cesaron y él pudo continuar con su exposición ya sin sufrimiento.
Al final de la plática, JEP dejó un espacio para anotar dedicatorias en los títulos escritos por él, que no pocos llevábamos. Cuando tocó mi turno le presenté una vieja edición de su antología de la Poesía Mexicana que años atrás había comprado en una tienda de la Conasupo. Al ver el libro desencuadernado, deshojado y envejecido por el uso, se quejó: “Esta edición es malísima. Tiene demasiadas erratas”. Puedo jurar que yo no había detectado ninguna y eso que desde siempre había sido uno de los libros de poesía que más había frecuentado, lo que me hizo sentir plenamente ignorante. Cuando JEP estaba a punto de asentar la dedicatoria empezó a hojearlo y dijo: “A ver”. Se quedó un instante pensativo como si se dispusiera a corregir las fallas en ese momento. Parecía sentirse apenado por tantas erratas y antes de realizar la primera corrección dijo: “No. Lo siento, son demasiadas”. Me devolvió el libro intacto. No supe qué hacer. Me quedé congelado. ¿Tan mala era la edición que le presenté? Qué pena me dio haber llevado aquel libro. Al momento en que me disponía a retirarme, de entre el paquete de libros que JEP llevaba para apoyar su conversación, extrajo una edición más reciente de la antología y, sin más, comentó: “A riesgo de quedarme sin un ejemplar te voy a dar este”, en silencio anotó en la portada del libro: A Luis, con amistad y agradecimiento Emilio 15 07 1988. Me tendió el libro y salí del Colegio Nacional. Nunca imaginé que 26 años después, sus restos serían velados en aquel recinto con toda la discreción que él acostumbraba.
Qué bueno que no hicieron un espectáculo mortuorio en Bellas Artes, ahora que este palacio se convirtió en competencia de Gayosso para personas sin méritos artísticos como Chavela Vargas.
Jamás encontré la forma de retribuir su obsequio. Lo único que se me ocurrió fue comprar otro ejemplar de la antología, para poder leerlo y releerlo sin erratas hasta que el desmembramiento de sus hojas me impidiera continuar. Lo hice para evitar el maltrato del regalo que me hizo José Emilio.
Y aunque entiendo lo desafortunado y riesgoso que resulta santificar a nuestros mejores hombres; de cualquier modo, hoy conservo aquel libro como si fuera reliquia.