Anayeli García Martínez, Hazel Zamora Mendieta y Montserrat Antúnez Estrada
Cimacnoticias
Ciudad de México.- Incertidumbre y rabia contenida permanecieron presentes casi 24 horas después del sismo de 7.1 grados que el 19 de septiembre de 2017 cimbró la Ciudad de México cuando cientos de mujeres, hombres, jóvenes y niños, salieron a ayudar, algunas con guantes y palas, otras con alimentos o medicinas, muchas más sin nada en las manos pero con todo el ánimo de prestar su tiempo y sus fuerzas para las labores de rescate.
Los estragos de la tragedia y el fantasma de 1985 apenas hacían visibles en la colonia Condesa, ubicada en la delegación Cuauhtémoc, en la capital del país, durante el amanecer del miércoles y por las calles ya había grupos de personas con chalecos de colores amarillo o naranja fosforescente caminado rumbo a los edificios colapsados en la calle Ámsterdam.
Entre la multitud que llenaba las calles de la Condesa estaba Mónica, una joven que llegó a la zona afectada con pala, chaleco y guantes; ya en el lugar le dieron un casco con el logo de una empresa cervecera y un cubrebocas como forma de protección para el polvo y el olor a gas que impregnó el ambiente de alrededor tras los daños a tuberías y tanques de combustible.
Apenas 24 horas antes Mónica estaba en su oficina, en el piso 11 de las oficinas de Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) cerca del metro Juanacatlán, un edificio ubicado en la colonia Condesa. “Justo acabábamos de entrar del simulacro. Teníamos reunión y la alarma empezó a sonar como 30 segundos después del sismo”, recuerda.
Como muchas personas, a las 11:00 horas del 19 de septiembre de 2017, en la conmemoración de los 32 años del sismo de 1985 que derrumbó gran parte de la capital, ella participó en el simulacro: bajó escaleras con calma, no gritó, no corrió. Fue parte del acto y regresó a su oficina, subió los once pisos y se alistó para una junta.
Los minutos pasaron y a las 13:14 horas regresó la tragedia. “Incluso hubo quienes pensaban que estaban mareados por el simulacro”, así sucedió hasta que el movimiento que mecía de un lado a otro el edificio pasó de ser una sensación lenta a una aterradora.
En la tarde del miércoles, en los noticiarios se habló de un colegio derrumbado con niñas y niños atrapados, de una fábrica textil caída con trabajadores que quedaron dentro, de un edificio familiar caído con personas vivas, amas de casa, quizá.
Un día después del sismo, Mónica regresó a la Condesa, recorrió las calles impregnadas de polvo, vio el suelo lleno de pequeñas piedras, restos de concreto, vidrios rotos, algunos edificios acordonados con cinta amarilla porque tienen fracturas o cuarteaduras en sus fachadas.
Llegó al parque España a las nueve de la mañana del 20 de septiembre. Los grupos organizados le pidieron que clasificara víveres. Separar alimentos, latas, bolsas y agua, empacar medicinas, agrupar productos, acomodar. Aquello que sus manos pudieran hacer. Después le dieron su casco; era hora de ir a los escombros.
La gente fue tanta que los voluntarios sumaban decenas y el Ejército y la Policía Federal ya tenían resguardados los edificios derrumbados. Mónica fue una de las que quedó a la espera de recibir indicaciones, saber a dónde desplazarse, dónde sus manos podrían ser útiles. Allí permaneció, a la espera.
DIANA Y KARLA
Al igual que esta mujer hubo otras que no podían con la impotencia. Su ciudad sigue erguida pero las construcciones cayeron en segundos. Diana fue de las que salió a ayudar. Vive en la Condesa y decidió que no podía quedarse en casa mientras por televisión veía lo que sucedía a unas calles cerca de su hogar.
Diana habló con su madre, su hermana, su hermano y su novio. Los cinco salieron. Se volvieron parte de ese ejército ciudadano que esperaban órdenes para actuar, de aquellos que están junto a los soldados del Plan DN-III que se despliega en situaciones de desastres naturales.
“Como muchas chicas somos estudiantes, no hay mucho dinero pero en lo que podamos ayudar. Tenemos una hora, poco tiempo, uno llega, pregunta qué puede hacer y ya, decides apoyar”, dijo.
Frente al parque España, cerca de los convoy verde olivo de los militares había una larga fila donde jóvenes entusiastas esperaban recibir herramienta para salir en brigada a algún punto. Allí estaba Karla, la hermana de Diana, ambas recibieron unos guantes negros y se los pusieron.
Un hombre con casco llegó a la fila y alzó la voz sin gritar. “Vamos a Gabriel Mancera, alguien quiere acompañarnos”. La fila se rompió y los jóvenes lo siguieron, pasos adelante estaba el camión de construcción, de esos que sacan escombros. Era un camión grande y Diana y Karla hicieron un esfuerzo para tratar de trepar y subir.
Un día antes, a la hora del siniestro, Diana estaba en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, y Victoria en la Escuela Secundaria Técnica 4, ahora ambas se esforzaban por subir al transporte de carga. Se acercaron a los hombres, apoyaban a otras personas para cargarlas, y que pudieran escalar y subir. El camión se llenó y se fue.
Mientras unas están en un ir y venir buscando dónde ayudar, otras se han instalado frente al Centro Hospitalario Sanatorio Durango. En el camellón del cruce de las calles Sonora y Durango se instaló un centro de acopio donde las mujeres lo mismo organizan que empacan, o igual cargan cajas.
En este lugar, donde desde lejos se ven los bultos de alimentos y de botellas de agua, está Victoria. Ella llegó antes de las 10 de la mañana a preguntar qué podía hacer. Victoria tiene un cubrebocas azul y habla mientras sus manos colocan rebanadas de jamón en pan blanco, prepara sándwiches para los brigadistas.
No sabe cuánto tiempo estará allí pero será el necesario, no puede quedarse sin hacer nada. Han pasado 48 horas y el Gobierno de la Ciudad de México ha reportado 137 personas sin vida, 38 inmuebles colapsados y varios edificios que deben ser revisados porque resultaron afectados. Nuevamente en la calle mujeres y hombres vuelven a salir.
TENEMOS VIDA
Natalia está sentada frente a la vivienda de siete pisos ubicada entre la Avenida Xola y Lázaro Cárdenas, en la colonia Narvarte, donde vivía con otras 27 familias. No tiene fachada, es posible ver el interior de los departamentos, los cimientos están del lado y el transporte que pasaba de frente se detuvo por un posible colapso.
Lo contempla. Ella laboraba como trabajadora del hogar de planta ahí, estaba en el primer piso cuando comenzó el sismo de 7.1 grados en la Ciudad de México, pero le fue imposible descender por la fuerza del movimiento, solo vio la fachada y los muebles derrumbarse.
Y es que el sismo no termina cuando deja de moverse la tierra, sus efectos continúan después: demoler los edificios, restaurarlos, reconstruirlos, resarcir el miedo y la angustia que generó a la población.
Natalia -con un semblante perdido- relata que no sabe a dónde irá, todas sus pertenencias quedaron adentro, solo cuenta con la ropa que lleva puesta y por ahora durmió con los familiares de sus empleadores.
En ese momento alrededor de las 11 de la mañana -casi 24 horas después del temblor- llegó un integrante de protección civil, les informó que no podrían ingresar al edificio hasta la evaluación de los daños, esto podrá tardar quizá dos días o más “por las prioridades en otras zonas”, les explicó a los vecinos.
A pesar de la noticia, Marco, habitante de uno de los departamentos, sonríe, comienza a organizar otro grupo de guardia para las siguientes 8 horas, los que estuvieron toda la noche despiertos se van a dormir al albergue que organizaron en un salón de fiestas a una cuadra. Saben que la espera será larga, no hay policías federales, Ejército o Marina, entre ellos se protegen
Una vez que coordina, se vuelve a parar frente al edificio, le sorprende ver su hogar agrietado y sin ventanas, dice, con un tono de serenidad, que entiende la decisión de protección civil, porque aunque queda poco de lo material, están vivos.
CADENA HUMANA
Antes de llegar a los sitios de rescate y acopio, un silencio desolador invade las calles, no hay locales abiertos, ni personas, la cotidianidad de la Ciudad de México se interrumpió. Todas las bicicletas, motocicletas y algunos coches que transitan llevan un destino en común, las colonias Roma y Condesa, una de las principales áreas afectadas de la urbe.
En el Parque Jorge Pushkin, ubicado en la colonia Roma, en la esquina de las avenidas Álvaro Obregón y Cuauhtémoc, se concentra un centro de acopio con alrededor de 50 jóvenes, gente adulta, niñas y niños. Están organizados como si siempre hubieran estado preparados para una catástrofe.
Agiles, abren caja y crean paquetes para juntar productos de higiene (jabones, toallas sanitarias, pañales, papel), otros están en la comida enlatada y agua, por último, están aquellos que ordenan material médico. En la mayoría las mujeres están al mando, llevan ya 24 horas trabajando desde que ocurrió el temblor.
La coordinación es precisa, detalla una voluntaria que vive en la zona. Tras un rastreo que realizaron las personas ciclistas, envían los productos necesarios a zonas de derrumbe para rescatistas. Los carros de particulares y motocicletas se convierten en transporte de carga que, como en caravanas, salen repletos de víveres donde se les ordena.
En tanto, los habitantes de la ciudad y alrededores no dejan de llegar con alimentos y materiales. Todos quieren ayudar. Vienen vestidos como si tuvieran un uniforme: casco, tapabocas, cajas, bolsas y herramientas pesadas en las manos. Buscan los sitios en los puedan brindar una mano, están dispuestos a remover escombros, empaquetar, regular el tránsito.
Ahora los relatos de padres, madres y gente adulta sobre “el temblor del 85” cobran sentido. No saben si es casualidad, pero ahora les tocó a ellos vivirlo el mismo día, 32 años después, comentan tres jóvenes en la calle Álvaro Obregón quienes también se sienten orgullosos por la solidaridad que demuestra la gente.
EL SILENCIO SIGNIFICA ESPERANZA
La notificación de derrumbes o acordonamiento de edificios con graves daños en sus estructuras continúa en la colonia Roma. En la calle de Orizaba se encontraba un grupo de rescate a la mañana siguiente del temblor; ahí, se cayó una torre del Instituto Renacimiento, donde se imparten clases en tres niveles escolares: primaria, secundaria y preparatoria.
El tiempo para quitar los escombros es apremiante, existe el temor de que alguien esté debajo. Las filas humanas conformadas por hombres, jóvenes y mujeres pasan una tras otras cubetas llenas de cascajo, trabajan lo más rápido que pueden. Algunos solo paran a tomar agua o hacer un relevo, pero las labores no se detienen.
Martha esperaba en el camellón con sus cuatro hijos. Venían desde Cuautitlán Izcalli, Estado de México, solo pensaban dejar algunos víveres pero se unieron a las brigadas. Sus hijos insistieron en ayudar. La distancia a su hogar no importa, estaban dispuestos a pasar la noche de ser necesario, “es momento de ayudarnos”, decían.
Aproximadamente a las cuatro de la tarde los rescatistas ahí congregados levantaron el puño que significaba que había que guardar silencio. Después de unos minutos se escucharon aplausos y la confirmación de que no había nadie bajo los escombros.
Algunas madres de hijos e hijas que estudian ahí comenzaron a llorar, felices porque no se reportó ninguna persona herida, una de ellas preguntó a la directora de la institución “¿Qué va pasar con la escuela? ¿Cómo podremos ayudarla?”. Sin respuesta, ambas se abrazaron.
TENEMOS MIEDO DE REGRESAR
En la Unidad de Medicina Física y Rehabilitación Siglo XXI, del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), hay figuras de plástico regadas. El sismo del martes las tiró de los muebles que guardan el material, al igual que a los lockers de las terapistas ocupacionales, quienes hasta hoy desconocen cuándo retomarán sus actividades.
Afuera, cientos de personas recorrían las calles de la delegación Coyoacán con donaciones, otras llevaban palas y cascos para retirar escombros de las casas que cayeron.
El sismo de 7.1 grados Richter comenzó a las 13:14 , una hora antes de que terminara el turno matutino en la Unidad ubicada en Calzada del Hueso donde se atiende a personas con discapacidades congénitas y lesiones físicas producto de accidentes.
Cuando inició, Viridiana estaba en el primer piso y abrazó a dos de sus pacientes, una mujer y un hombre mayores de 60 años, para tranquilizarlos. Entre lágrimas, los tres se replegaron a la pared, pues fue la instrucción que Viridiana recibió dos horas antes, durante el simulacro conmemorativo al terremoto de 1985.
En el área de terapia para niñas y niños las terapistas Claudia y Jaqueline esperaron junto a sus pacientes que el temblor terminara.
Los daños al inmueble son evidentes: vidrios rotos, en el piso hay pedazos de las paredes; en la planta baja, en el gimnasio para los pacientes de terapia física, una lámpara cayó del techo. Son las 12:00 horas del miércoles y las y los trabajadores esperan en el patio. “Vinieron cinco personas de protección civil, dicen que la estructura no se dañó, pero tenemos miedo de regresar, no podemos irnos porque somos personal de salud”, narró una de las terapistas.
ACONDICIONAN LUGARES PARA PASAR LA NOCHE
La Unidad de rehabilitación no fue la única con daños. A un costado, el primer piso del Hospital General de Zona 32 está cerrado. Los salones de fiesta ubicados en Calzada Las Bombas, a 300 metros de la unidad médica, hoy funcionaron como hospital. Ahí, varios pacientes fueron trasladados en sus camillas mientras enfermeras y doctoras dan consultas externas para las personas que lo necesitan.
Han pasado más de 24 horas tras el sismo y dos cosas son evidentes en la gente de la zona: el temor por entrar a sus casas ante una réplica y la intención de ayudar.
También sobre Calzada Las Bombas, en la colonia Rancho Las Cabañas, frente al Hospital de Traumatología y Ortopedia, más de 100 vecinos instalaron casas de campaña y lonas para pasar el día y la noche.
Mientras repartían fruta y comida, las locatarias contaban que tras el temblor sacaron mesas, cobijas y comida de sus casas para repartir a sus familiares y conocidos. “No hemos dormido, tampoco queremos entrar hasta que las autoridades de la delegación nos entreguen un papel o un certificado donde nos garanticen que estamos seguras porque algunas paredes sí se dañaron”, contó una de las vecinas.
Sin duda la casa más afectada fue la de los familiares de Lupita, una mujer que vive desde hace más de 40 años en la colonia. Ella salió, dejó su casa y corrió con su cuñada para ayudarla a sacar a sus sobrinos de 1 y 3 años de edad. Lograron salir, pero una fuga de gas provocó una explosión que alcanzó a las dos mujeres y a los menores de edad.
Lupita fue trasladada al Hospital de Traumatología y Ortopedia del IMSS, donde curaron sus quemaduras de segundo grado en brazos y piernas. “Me dieron de alta casi luego luego porque había mucha gente que llegó de urgencia”, señaló, y preocupada recordó que aún espera el diagnóstico de sus familiares. Vecinas y vecinos se acercaron con ella y platicaron, le prometieron ayuda.
Las muestras de solidaridad no son sólo locales. Familias enteras estacionan sus camionetas con cartulinas y hojas pegadas en las que se leen las frases “acopio móvil”, “llamadas y mensajes gratis”, “se regala comida” o “transporte gratis”; se acercan para preguntar qué necesitan.
Al menos cada 20 minutos se escuchaban las sirenas de patrullas y ambulancias que recorrían la zona y transitaban con dirección al sur, pasaban por Miramontes rumbo a Xochimilco, delegación que reportó al menos 52 construcciones derrumbadas.
En ese trayecto, sobre Miramontes, caminaban hombres y mujeres jóvenes con cubrebocas, cargando bolsas de víveres, medicamentos y palas que llevarían a alguno de los centros de acopio improvisados por las y los habitantes. Sobre esa avenida, frente a Galerías Coapa -en donde también se quebraron paredes y vidrios- en Rancho de los Arcos, personas de todas las edades ayudaban a retirar los restos de la plaza Los Girasoles, que, según los vecinos se derrumbó al terminar el temblor.
En la otra esquina dos niñas de 12 y 13 años de edad gritaban “¡Se reciben donaciones, ayuden a la gente!”, detrás de ellas su abuela y su abuelo guardan en bolsas de plástico las donaciones y mencionan que más tarde las llevarían a Morelos, el lugar del epicentro.
Más adelante en la Calzada de Las Brujas, a unos metros del colegio Rébsamen, donde hasta esta tarde continuaban las labores de rescate, una fila de 20 automóviles esperaban su turno para llegar al centro de acopio que vecinas de la zona instalaron desde las ocho de la noche del 19 de septiembre, cuando personal de la Secretaría de Marina no les permitió acercarse al colegio para ayudar como voluntarias porque, les dijeron, “personal capacitado se haría cargo”.
La gente esperaba en sus vehículos para llenarlos con donaciones y personas voluntarias para trasladarlos a las zonas donde se requerían.
Más de 100 personas, jóvenes, adultas y menores de edad, afirmaron estar dispuestas a hacer turnos y esperar ahí los días que sean necesarios. También ofrecen comida al personal de la Marina y la policía capitalina que resguarda la zona.
Las jornadas del personal de seguridad tampoco terminarán pronto. Luz, una policía de tránsito, mencionó que tuvo que dejar su casa en Ecatepec, en el Estado de México, para llegar al lugar desde las siete de la mañana y asegura que junto con sus compañeras pasarán muchas horas más. “Ahorita sí me gustaría estar con mi hija, pero me toca estar aquí y sí tenemos trabajo porque es un caos, los semáforos siguen sin funcionar.