Plan b*
LYDIA CACHO
Cimacnoticias
Hasta a los periodistas más duchos y algunos que se consideran “de izquierda” se les escapan en sus coberturas mediáticas estridencias sobre “los encapuchados” “los violentos”, como si llevar el rostro cubierto fuera siempre signo de criminalidad, de ocultamiento para el engaño y es que llevamos décadas construyendo un discurso equivocado basado en un absurdo binomio: civilización o barbarie, buenos o malos, democracia contra caos, obedientes contra desobedientes. Sociedad rebelde contra Instituciones del Estado (como si la crítica fuese a las instituciones y no a los sujetos que las pudren con corruptelas, ineficacia y abusos).
En su ridículo intento por controlar la protesta social, legisladores de Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido Acción Nacional (PAN) y Partido Verde Ecologista de México (PVEM) han manipulado la noción de Movilidad Humana para reinventarse un extraño refrito legaloide que pretende justificar la censura y el silenciamiento del disenso para que las manifestaciones sociales estén bajo el absoluto y férreo control del Estado.
Diez estados en México han aprobado leyes cuya finalidad es evitar las manifestaciones públicas masivas; manipulando ideas confusas contraponen la libertad de expresión y la libertad de movimiento de automovilistas; argumento que se desploma con los cierres masivos de grandes avenidas y calles para desfiles militares, carnavales y desfiles navideños.
Algunos políticos junto a miles de mexicanos intolerantes y con poca cultura cívica, parecen creer que no entendemos que las calles pueden tomarse tanto para celebrar a los héroes patrios, a los militares, a la virgen y a Santaclós, como para decir basta frente a la manipulación masiva, basta frente la corrupción institucional, basta a la impunidad, basta al incesante culto a la muerte despiadada. Al Estado le corresponde acotar al crimen organizado, investigar y detenerle. La sociedad no tiene por qué ser interlocutora de los cárteles, la interlocución es entre los responsables del bienestar social y la sociedad que les paga para que hagan su trabajo.
Esta discusión absurda parece no tener remedio porque unos y otros repiten los mismos argumentos inamovibles. Unos dicen que las y los manifestantes deberían de ponerse a trabajar y dejar de ser “marrulleros”, como si defender los derechos humanos y evidenciar la impunidad construida y avalada por los propios miembros del gobierno fuera una simple marrullería. Los otros piden que renuncien los políticos ineficientes. En México los políticos corruptos que cometen crímenes y delitos por más evidenciados que estén, jamás renuncian. El patriarcado político impide semejante humillación, porque si uno lo hace el pueblo podría engolosinarse y exigir que se vayan al menos la mitad de los que están en el poder. En bloque se protegen.
Algunos periodistas e intelectuales siguen creyendo que la única violencia que hace falta evidenciar es aquella de puñados de jóvenes iracundos con el rostro cubierto, la de las piedras y los palos en mano. Dicen “los violentos” como si esa fuese una condición permanente. Quienes van y ejercen violencia como un acto último de desesperación luego van a sus casas, aman, estudian, buscan trabajo, comen, a veces comen, y persiguen sueños sin ejercer violencia todo el tiempo.
Unos (muy pocos) son anarquistas y creen que nada puede salvarse bajo este sistema opresor y salen a demostrarlo a veces con palos y piedras; otros son infiltrados que los servicios de inteligencia insertan para desarticular la cohesión cívica, para generar miedo, para dar lecciones del terror sobre violencia masiva (aunque sólo sea imaginaria porque siempre son unos cuantos hechos aislados de entre decenas de miles de personas que eligen la no violencia). Si alguien comete un delito violento debe responsabilizarse frente a la ley, pero los operadores policíacos no quieren justicia sino confusión generalizada. Nuestra tarea es arrojar luz sobre esa confusión.
Es urgente hablar de la otra violencia, la simiente que origina las movilizaciones, la violencia del hambre, la de las personas enfermas esperando turno durante meses en un sistema de salud inoperante y racista, la violencia de los burócratas de la justicia que nos dividen en ciudadanos importantes y sin importancia, la violencia de los que matan por limpieza social, de los que enferman a plazos con desnutrición chatarra; la muerte lenta impuesta por las estrategias políticas que avalan la pobreza extrema, el racismo y el sexismo cotidianos.
Para el periodismo resulta poco noticioso documentar la violencia original, la que parece inmaterial porque no es escandalosa, porque es una forma de violencia burocratizada, permanente, sistémica, invisible ya de tan visible que parece folclor rural.
El periodista Diego Petersen ha dicho con razón que la República la construimos en las calles, la rescatamos en las calles. Yo, como miles he marchado y seguiré marchando para hacer visible lo que pretenden invisibilizar, para señalar esa violencia de Estado, que provoca reacciones cívicas, para demostrar que esa violencia estructural nos tiene aquí de pie y no de rodillas. Nadie se opone a quienes cierran carreteras y avenidas para la peregrinación de la virgen de Guadalupe o para el carnaval; cada cual su religión y su fiesta. La de las manifestaciones es una oración laica a la justicia y nadie debería fustigarnos por pensar en plural. Votar no es cosa de un día en las urnas, el resto del año reivindicamos el voto desde las calles (porque el voto es vovere: la promesa solemne) y cuando no se cumple tenemos derecho a exigirla en la plaza pública hasta que se respete y se cumpla.
* Plan b es una columna cuyo nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.
@Lydiacachosi