ELIUD PASTRANA AYALA
¿Por qué no me buscaste?, preguntó ella
La pregunta taladró sus oídos, su cerebro y eso que llaman corazón; intentó explicar, justificar, la ausencia que costó que no se vieran durante más de 52 años. Sin embargo, al final tuvo que aceptarlo: ¡por pendejo!
Sí, porque debió arriesgarse, enfrentarla, verla cara cara, a sus hermosos ojos café claro, y entonces tomar una decisión. Se dice fácil, como dirían los clásicos, pero a lo hecho pecho, ya no había vuelta de hoja; él abrió ese paréntesis, en el que entraron, se movieron, giraron, transformaron miles y miles de situaciones, entornos, sentimientos, vida, pues, pero en el que siempre hubo espacio para ella. Nunca la olvidó.
Y cinco décadas más tarde, se enteró que estuvieron cerca, muy cerca de encontrarse. ¿Por qué, se preguntó, por qué uno se halla a gente indeseable y no a los verdaderamente importantes? “Hola, cuántos años sin vernos, qué te has hecho, bla, bla, bla”, y a dar explicaciones sin sentido o, de plano, a decir mentiras que hagan sentir mal al indeseable o a la indeseable.
¿Cuántas veces no estaría en tal o cual centro comercial, en un cine; cuántas veces no pasarían casi juntos entre tanto gentío? ¿Por qué se encuentra uno a los indeseables?, rumió nuevamente.
Sin embargo, la terca realidad no daba tregua: sabía muy bien la calle y número dónde ella vivía con su padres; incluso, en más de una ocasión, estuvo a unos metros de la vivienda; pero prefirió darle rienda suelta al consumo de bebidas “espirituosas” y de productos no aptos para las buenas conciencias que aceptaban, y aceptan, las "chelas y pomos", pero se escandalizaban, y escandalizan, con olores diferentes al del cigarro.
Miraba hacia la calle donde vivía, pero no se atrevía a visitarla. Pensaba, entonces, que no la encontraría, estaba seguro que ella se había metido a un convento para abrazar a Dios como monja. Iluso, a esas alturas se encaminaba a abrazar sí, pero al que sería su esposo. “No cabe duda que el alcohol si daña el cerebro”, ironizó muchos años después.
En esas estaba cuando vibró el “guatsape”, bendita tecnología que permitía “el desbordamiento de las pasiones” tras el breve, fugaz encuentro que habían tenido en la víspera de Navidad, ambos encaminados a las siete décadas de vida. Luego del encuentro, pasaron abiertamente a los te quiero moderados de ella, a los te amo desbordados de él, sin dejar de lado, ella, la pregunta del “por qué no me buscaste”. El matizó su pendejismo con uno de los juangabrielescos ya clásicos: ya lo pasado pasado, no me interesa…
En sus casas, separados por miles de kilómetros, siempre con el celular como extensión de su corazón, comprendieron que había un fuerte lazo, que algunos cursis llaman aún amor. Y desde entonces con los pulgares pegados al “guatsape” tratan de ir en busca del tiempo perdido.
“Me mueves el tapetillo”, escribió con gracia ella y él no pudo más: se rindió ante la embestida de su otrora amor infantil que ahora regresaba en el otoño de su vida.
¿Cómo te imaginas que será el final?, le preguntó ella y, sin asomo de duda, él respondió para sus adentros: no hay mañana, solo el hoy, así sea por conducto del bendito “guatsape”.