]Efemérides y saldos[
El Paso, Texas, marzo a las seis de la tarde. Una viuda de treinta y dos años y un jefe de familia de trece conversan en la penumbra creciente sin acordarse de encender la luz. Por primera vez la madre le habla al hijo como adulto mientras deposita en sus manos la herencia de su padre: la responsabilidad sobre la familia y una historia casi imposible de llevar sobre los hombros.
Raúl Herrera Márquez
ALEJANDRO GARCÍA
La sangre al río. La pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa (Tusquets, México, 2014, 430 pp.), de la autoría de Raúl Herrera Márquez, se encuentra en la colección Tiempo de memoria. Tiene en portada una muesca que sólo puede ser de la editorial: “>Una novela verdadera”. De modo que está a caballo entre literatura e historia, novela y testimonio, verosimilitud y verdad.
Antes, dos elementos que apoyan aquella mítica historia de un libro de busca del lector (yo, tú, él…). El primero: Héctor Aguilar Camín le dedica le dedica tres editoriales en Milenio a propósito de una historia que se cuenta en las páginas iniciales: el aviso, consulta, permiso, de Jesús Herrera Cano al presidente Álvaro Obregón de que matará a Francisco Villa (—Como le digo, tengo todo preparado —prosigue Herrera—, pero necesito asegurarme de que mi gente pueda actuar con libertad. Acuartéleme a la tropa en Parral, o si se puede, mándela fuera de la ciudad. También le quiero pedir inmunidad). El segundo: David Ojeda me comenta de un libro del que ha tenido noticias en donde a una buena escritura se suma la demolición de la figura embalsamada de Francisco Villa.
Después de la lectura, de casi un tirón, apasionada, turbulenta, queda uno con la certeza de que ha leído una obra excelente. Como novela, ha corrido el riesgo de someter al lector, Influyen esas ayudas externas, mas uno sabe que igualmente generan resistencias, el lector pone a prueba esos filtros y esas manipulaciones empresariales. Como novela lo único que pregunto es por qué el arco de casi 60 páginas entre el sueño de María Montes y su retomar ante la muerte de Luis Herrera Cano y por qué las voces y los nombres de las víctimas, ajenas a la mejor construcción de la anécdota. El lector puede decir que ha sido suficiente, que Francisco Villa estará ya en las confirmaciones o reconsideraciones de su panteón patrio o de sus figuras ideales. Hay que reconocer que en esta última observación, el constructor del texto se puede dar ciertos lujos, hacer lo que quiera, porque ha hecho una vía en donde el retorno es casi imposible.
En relación a la historia la aportación testimonial es importante, el paso de Villa por un juicio donde la historia broncínea de cualquier color recule: es tarea que se sospecha para todos aquellos héroes de nuestra historia. Y claro que en un momento dado se quedará el historiador con la pregunta de hasta dónde la subjetividad y ese fluir enconado de intervenciones y reclamos hechos nudo por Raúl Herrera Márquez puede impedir un acceso libre al lector de historia.
El libro es gigantesco bordado de voces, algunas son producto de entrevistas; otras, de periódicos, revistas, telegramas, cartas, oficios, memorias, partes. La substancia de la estructura es la relación entre madre e hijo, o su extensión: abuela y nieto. De allí el epígrafe. María Montes cuenta a su hijo que su padre, el general Luis Herrera, ha muerto en Torreón. Así le trasmite el poder de mando, gracias a la progenitura, y el peso de la memoria. No es una renuncia, es un simple hilar hacia el futuro. María contempla la suerte de su suegra, Florencia, cuyo marido, José de la Luz e hijos, Maclovio, Luis, Melchor, José Concepción, Zeferino, mueren en la revolución con un denominador común: Francisco Villa. El más famoso de ellos, el más cercano a la memoria colectiva, es Maclovio, quizá por eso aparece en el subtítulo, más en busca de lectores epidérmicos que de reales aliados.
María, viuda de Luis, tiene que sacar adelante a sus hijos a pesar de la violencia, la marca de Villa, el recelo de la familia: es de diferente religión. Quizás no logra en su primera generación más que la supervivencia, más que el salvamento, el poner a resguardo a su familia, el susurro de la oralidad; pero en la segunda ha logrado que toda esa vorágine se mezcle en un producto artístico que es más letal que cualquier corrido o estatua.
Este libro es pasión, llanto, desesperanza que se mamó en Parral y en el norte y los llevó a la capital de la república. Es recorrido no sólo diacrónico que cuenta una historia fuera de sí mismo (a la manera de La hija del sepulturero cuya mujer se empeña en formar un pianista que conjure la violencia del siglo), sino también un ir de uno en uno a lo largo de esos años que van del levantamiento de noviembre de 1910 a la muerte de Villa, allá en Parral, el 20 de julio de 1923. Para esta fecha ya sólo quedaba Jesús, de los varones de la familia Herrera Cano. Él moverá las piezas desde la distancia, aglutinará los enconos y el mercenarismo, y se enterará del ajuste de cuentas a la manera de El padrino.
Libro de viudas, de familias, de héroes que, a la manera de las gestas medievales, están muertos a la mitad del cantar, no deja de soportar la paradoja de que el victimario cobre protagonismo hacia el final, es el único que es perseguido, aporreado, defenestrado, pues las víctimas Herrera han quedado en el camino.
Libro que rehace la historia, que cimbra la conciencia y el cuerpo del lector. La muerte de Luis es heroica. Herido, se repliega a una habitación del hotel en que espera el desenlace de la batalla y de la vida. El final es terrible:
Había lazado por los pies el cadáver de su esposo y lo había remolcado escaleras abajo. Los empleados del hotel se habían horrorizado al escuchar los golpes del cráneo resonando en los escalones. En la calle, Ortiz había atado la cuerda a la cabeza de su silla y se había llevado el cuerpo arrastrándolo por las calles. En la estación, Villa había ordenado colgar el cadáver y, ya colgado, lo había apedreado y le había dejado un retrato de Carranza en una mano y un billete en la bragueta.
La suerte de los Herrera parece un vaivén entre la tragedia y cierto humor negro. Maclovio muere por balas de sus propios hombres al acercarse a un tren, consciente él de que han cambiado la contraseña, ellos no lo saben. Concepción aparece muerto de un balazo en la cabeza sin victimario asumido. El padre, Melchor y Zeferino son llevados por Villa a un lado del panteón de Parral y allí uno por uno los mata de un balazo en la frente y después los cuelga.
Queda el asunto de la falta de parque. La brigada Benito Juárez de los Herrera, un tiempo parte de la División del Norte, siempre estará sin balas suficientes. De allí que estará entre la alternativa de esperar el apoyo del constitucionalismo o allegárselo por la vía del botín de guerra.
Libro de pasiones, de ópticas, de guerras, de memoria, de cuerpos sin sosiego, en busca de lectores.