Cecilia Lavallel */ Cristal de Roca
¿Y si nos bajaran del Olimpo donde nos colocan de vez en vez? A estas alturas de mi vida sé perfectamente que no soy una maravilla natural, no soy una especie de ángel encarnado, no soy la excelsitud caminando. Sólo soy una mujer y soy madre.
Digo esto porque en nuestra cultura, la categoría “madre” se suele elevar al Olimpo. Y no muy seguido, por cierto, pero sin falta el 10 de mayo.
Separado el lugar en el Olimpo, a las madres se nos adjudican una serie de cualidades que se han convertido en un rígido molde en el que debemos encajar, so pena de ser consideradas malas, malísimas mujeres.
El amor incondicional, el sacrificio sin fruncir el ceño, la abnegación a toda prueba, la paciencia infinita, se nos endilgan a las mujeres como si: a) vinieran integradas a nuestra biología; y b) se activaran tan pronto nos nace un hijo o una hija.
Y, lo cierto, es que es falso de toda falsedad lo uno y lo otro. Ni vienen con nuestra biología ni se activan por arte de magia al parir.
Pero se nos hace creer que así es, y cada que se ofrece, en especial el Día de las Madres, se nos sube al Olimpo y se nos repite una y otra vez que “nadie como las mamás”.
Y a menudo las mamás nos sentimos como diosas y nos acomodamos en el trono destinado para tal fin. Así el trono sea de piedra o tenga espinas o dure apenas una canción llena de lugares comunes.
Por eso pregunto: ¿Qué pasaría si dejaran de subirnos al Olimpo? ¿Qué pasaría si nos negáramos a ser colocadas en tal terreno? ¿Qué pasaría si se aceptara que somos simples mortales?
Se me ocurre que para empezar se podría dimensionar el enorme trabajo que implica cuidar y formar hijas e hijos.
Y cuando digo trabajo, quiero decir exactamente eso. Implica esfuerzo, tiempo, energía física y afectiva, concentración, intensa actividad, escasos tiempos libres, atención a muchas cosas a la vez, entre otras.
Si le quitamos el halo sublime del Olimpo podríamos, por ejemplo, reconocer que esa labor a menudo nos deja exhaustas, que añoramos nuestro sueño sin interrupciones, que anhelamos un baño largo y en paz, que a menudo extrañamos salir a divertirnos sin mirar el reloj o dedicarle el tiempo entero al proyecto que nos apasiona, o…
Y podríamos reconocer todo eso y más sin sentir culpa.
Si dejáramos de creer que en la biología de las mujeres viene el chip para cuidar y formar hijas e hijos, los hombres también serían educados para ser padres, para realizar las múltiples tareas y el enorme trabajo que implica eso. Y lo harían tan bien o tan mal como lo hacemos nosotras.
Si se reconociera que ser madre no es un trabajo de diosas, padres y madres le exigiríamos al gobierno que proporcione guarderías seguras y con servicios de calidad; que diseñe horarios laborales humanizados y compatibles con las escuelas; que legisle para que padres y madres gocen de prestaciones laborales cuando sus hijas e hijos se enfermen; entre otras.
Pero colocadas en el Olimpo se refuerza la idea de que la crianza es tarea de mujeres diosas; por tanto, que se las arreglen como puedan. Que se multipliquen, dividan y resten, al fin que son “divinas”.
Creo que hay que desacralizar la idea de lo que significa ser madre. Porque sólo entonces la enorme experiencia que significa tener hijas o hijos puede ser compartida a plenitud por los padres, y al Estado le podemos exigir con mayor firmeza que cumpla su parte.
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*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género.