Opinión

fedePorfirio Muñoz Ledo

 

Una de las manifestaciones patológicas de la descomposición política del país es el ejercicio irresponsable e impune del poder en los gobiernos de las entidades de la federación, así como la debilidad de la mayoría de los municipios y los vínculos con la delincuencia organizada por parte de ambos.

Una de las paradojas de la actualidad es el intento de centralizar decisiones y operaciones fundamentales en materia de seguridad y en cuestiones judiciales y electorales, mientras que los gobiernos de la periferia siguen cometiendo todo género de desmanes.

Los movimientos de la sociedad civil y los medios de comunicación denuncian repetidamente los actos de corrupción, manejo irresponsable de las finanzas públicas, enriquecimiento ilícito, represión y colusión con el narcotráfico de las autoridades locales.

La persecución contra el Movimiento Unión Ciudadana en Chihuahua es una muestra del regreso del despotismo como recurso para contener las demandas de la sociedad. Fenómenos semejantes ocurren en Nuevo León, Puebla, Sonora y Veracruz, así como en el caso de los anteriores gobernadores de Tabasco, Michoacán, Aguascalientes y Tamaulipas. No hay prácticamente ninguna entidad federativa –sobre todo aquellas con gobiernos históricamente unipartidistas- ausente de esta vuelta a la feudalidad política que algunos llaman el “feuderalismo”.

La caída del régimen de partido hegemónico en México no condujo a una genuina transición democrática. El Ejecutivo de la Unión prolongó y aun exacerbó sus facultades “metaconstitucionales”, pero ahora sometidas a los poderes fácticos. En vez de haber intentado una reforma en profundidad del sistema federal, los gobiernos nacionales del PAN se asociaron con los gobernadores heredados del antiguo sistema, al tiempo que estos implantaban a sus huestes en el Congreso de la Unión y, en lugar de un régimen de responsabilidades compartidas, se estableció un sistema de contubernios.

Los gobernadores se apropiaron de los espacios de poder en su territorialidad e impusieron su ley ante el silencio cómplice de los congresos locales, la indefensión de las autoridades municipales, el sometimiento de jueces y magistrados, así como la subordinación de los órganos “autónomos” en materia de derechos humanos, transparencia y rendición de cuentas.

Se sostiene que mientras en los Estados Unidos el federalismo se instauró para unir lo que se encontraba disperso, en nuestro país se estableció para evitar la separación de lo que estaba unido. Durante el régimen republicano, habida cuenta de la insuficiencia económica y el aislamiento de las entidades, nunca se vivió un auténtico federalismo. Las regiones llegaron a ser fuertes por el surgimiento de los caudillismos que tuvieron un papel preponderante durante las Guerras de Reforma y la Revolución Mexicana.

Durante los gobiernos posrevolucionarios, con la creación de un partido hegemónico y un presidencialismo indiscutible, se instauró la paz mediante el predominio de las autoridades centrales sobre los estados, a través de una desmesurada concentración fiscal y de la aplicación de las facultades reconstructivas de la federación, en particular la desaparición de poderes que permitió, en todos los sexenios, cesar de sus encargos a los gobernadores repudiados o insumisos.

Hoy estamos obligados a plantear un nuevo federalismo, en el que se redistribuyan de modo equitativo las potestades tributarias entre federación, estados y municipios; que privilegie la asociatividad de estos para la formación de comarcas que promuevan el desarrollo. Es menester encauzar la profesionalización de la función pública a todos los niveles, reconocer las diferencias en el marco de un federalismo asimétrico, fomentar el respeto a las autonomías e instituir la práctica de democracia directa y participativa en todos los órdenes de gobierno. En ese sentido, la reforma política del Distrito Federal podría constituir la piedra de toque para la construcción de un federalismo verdadero.

Es indispensable la existencia de autoridades nacionales que promuevan el respeto a los derechos humanos -incluyendo los derechos políticos- y aseguren el control en última instancia sobre las acciones corruptas y los excesos de la autoridad. Retomar la ruta de la democracia descentralizada exige cambios de gran envergadura mediante el rediseño de las instituciones, pero sobre todo a través del empoderamiento de la ciudadanía. Alentemos con decidido vigor los movimientos sociales que ejercen su derecho inalienable de defensa contra la opresión.

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