Opinión

votosPorfirio Muñoz Ledo

 

Mucha tinta ha corrido para comentar los resultados y las características del proceso electoral. Parece conveniente analizar el fenómeno en su conjunto y lanzar propuestas para los cambios que deben introducirse en el propio sistema electoral, en el andamiaje institucional del Estado y en las políticas públicas que revirtieran las tendencias destructivas que carcomen el tejido social.

La legislación sobre partidos y el régimen electoral se han modificado nueve veces en los últimos cuarenta años, pero el modelo económico y el sistema de gobierno implantados se mantienen intocables y sus efectos negativos sobre la conducción del país han empeorado año con año. La alternancia se ha vuelto sinónimo de decadencia. La insatisfacción ciudadana frente a los paradigmas de la democracia representativa demuestra que ésta es incapaz de resolver las demandas de una sociedad más participativa. El descrédito reflejado en las encuestas respecto de la clase política y los poderes públicos comienzan a manifestarse con mayor fuerza gracias a los movimientos partidarios emergentes y a las primeras victorias de  candidatos independientes.

Extrañan las cuentas alegres que el gobierno y los sectores conservadores proclaman en su balance de las elecciones. Más aún que el Ejecutivo declare diariamente que su partido obtuvo la “mayoría” en el Congreso, cuando en realidad se trata de la primera minoría. Asegura, además, que los comicios representan un “amplio respaldo” ciudadano a su política económica, cuando si bien obtuvo el 31% de sufragios de la votación emitida, sólo representa el 14% de la totalidad del cuerpo electoral.

Por añadidura, la votación de cada partido proviene cuando menos de tres fuentes: el “voto duro”, fruto de la inercia y la organización, el voto comprado o coercionado y el llamado de “premio o castigo”. De ahí que la “aprobación” a la que el gobierno alude, sería ínfima o inexistente.

La reforma electoral de 2014, supeditada a una agenda donde sobresalían las verdaderas prioridades del gobierno en turno, ha probado sus pocas virtudes y sus muchos vicios. A pesar de la paz pregonada, la jornada del 7 de junio estuvo marcada por violencia, ejecuciones, intentos de boicot, injerencias mediáticas y las más flagrantes -hasta ahora impunes- violaciones a la ley. No obstante tratarse de elecciones intermedias, fueron las más onerosas de la historia. Se ha calculado en 37 mil millones de pesos el costo público del proceso. El presupuesto del INE ascendió a 18 mil millones, 30% más de lo que el IFE ejerció en las elecciones de 2009, de los cuales las prerrogativas de los partidos se elevaron a 5 mil 483 mdp, 47% más que en 2009. Al Tribunal Electoral se le asignó un presupuesto de 3 mil millones y los 32 Organismos Políticos Locales y los tribunales correspondientes, erogaron una cifra superior a 15 mil millones.

Se ha calculado además que los candidatos excedieron hasta diez veces los topes de campaña. Parece indispensable atajar con severidad tales excesos y reducir a términos razonables el gasto público de los procesos, que es por ejemplo 4 veces superior al presupuesto de la Secretaria de Relaciones Exteriores. Como se dijera sobre los escándalos de la FIFA: “donde el dinero sobreabunda, la corrupción también”. El hecho de abrir el 60% de los paquetes para recuento es indicativo de un proceso que lejos de ser  equitativo y transparente, estuvo señalado por una combinación de abusos y desaseos acompañados por una actitud omisa de las autoridades electorales, cautivas -como se ha denunciado- por seis consejeros adictos al régimen; sin contar con la parcialidad del TEPJF que será probablemente reiterada en las decisiones que ahora tome.

Se tiende a pensar que el próximo evento electoral ocurrirá hasta 2018 y por ello la proliferación de aspirantes presidenciales. El camino electoral a recorrer es todavía largo. En 2016 cambiarán de gobernador doce estados y en 2017 tres más, sin contar con las renovaciones de congresos locales y ayuntamientos. Más nos valiera adelantar las reformas que se han revelado indispensables para sanear las elecciones y preparar los cambios a que obliga la fragmentación política que pudiera conducir al colapso en el funcionamiento de los poderes públicos.       

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