VÍCTOR CORCOBA HERRERO
Tenemos que volver a nuestras raíces. El mundo debe concentrarse en vivir en sociedad, en atender a las personas más vulnerables, en comprender el abecedario del corazón para contribuir a una vida más auténtica y desprendida. Ciertamente, cada ciudadano es como es, pero ha de buscar vivir en lo armónico; y es, desde esta estética del alma, como podemos avanzar hacia esa unidad conciliada y reconciliadora que tanto necesitamos. Con frecuencia, Naciones Unidas nos llama la atención sobre la represión sistemática y la violación constante de los derechos humanos. Estos desajustes sociales casi siempre parten de poderes que gobiernan con arbitrariedad e impunidad, sin miramiento alguno por el ser humano, al que se le desmotiva hacia una falsa conquista de un bienestar que no es tal, puesto que cada día somos más esclavos de nuestras propias contrariedades. Por desgracia, lo hemos concentrado todo en el individuo, cuando el horizonte es comunitario y la grandeza de un bienestar moral es cuestión global.
Indudablemente, necesitamos tener horizontes por los que vivir, por los que luchar, es nuestra gran esperanza, en un mundo que por su naturaleza es tremendamente imperfecto, pero va a ser nuestro coraje y nuestra ética lo que va impedir que las cosas no tengan un final perverso. Todo va a depender de la propia especie humana, en el sentido de que podemos ser tanto constructores como destructores de un camino sin retorno. Por ello, tenemos que hacer todo lo posible por aminorar los sufrimientos en un mundo espantosamente permisivo, ocupado y preocupado por grandezas absurdas, en lugar de mostrar la mano tendida hacia aquellos seres humanos que a diario se ahogan en el miedo ante nuestra indiferencia. Sin duda, la ciudadanía tiene que mostrarse más acogedora. Los países deben analizar individualmente el riesgo de tortura que sufren algunas personas migrantes y no deportar a nadie a un lugar donde corra el peligro de sufrir persecuciones o tormentos. Debemos protegernos unos a otros, no victimizarnos. No olvidemos, que un mundo sin clemencia es un mundo a la deriva, por mucho que se nos llene la boca de justicia.
Nuestras raíces son las que son y han de estar relacionadas con la autenticidad del consuelo, y con la imagen de la esperanza puesta en nosotros mismos. Puede haber personas que hayan destruido en sí mismas el deseo de crecer como humanidad, optando por vivir egoístamente para su yo y el de los suyos, personas que han vivido para el odio y la mentira, que han pisoteado la inocencia de un niño y hasta la sonrisa de un abuelo, pero detrás de su terrible historia van a reencontrarse con la decadencia de su propia paz interior. A poco que ahondemos en lo que somos, veremos que nuestras existencias están en profunda comunión entre sí. Nos necesitamos todos para proseguir nuestras andanzas cada amanecer, incluso hasta en el sufrimiento si es compartido es menos sufrimiento, tampoco nadie puede vivir por sí mismo. En consecuencia, nunca es demasiado tarde para recomenzar una nueva vida, donde se avive mucho más la conciencia social, para de este modo reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar solidariamente al mundo y a sus análogos.
Por desgracia, no sólo se viene produciendo un deterioro mundial de la convivencia, también soportamos una degradación del mismo ser humano, al que se le impide muchas veces, no solo transitar por el mundo, sino también vivir y poder desarrollarse. Cada día son más las fronteras y las barreras que nos trazamos unos contra otros, y mucho me temo que esto va en aumento, ante la debilidad de las reacciones internacionales. Todo se somete al poder y a los poderosos, luego se manipula la información hasta el extremo más ficticio, para que prevalezca el interés de los activistas de las finanzas. Así no se puede avanzar en esa añorada unidad. Es verdad que todo está interconectado, pero todo está asimismo dañado por una visión excluyente que margina y no ampara, aunque sabemos que toda sociedad tiene la obligación de defender y promover el bien colectivo. Ahí están los muchos deberes por hacer. Aún no hemos erradicado la miseria porque no hemos querido. Nadie asume responsabilidades. Y la factura de débitos desbordándonos. Mal que nos pese, pues, el horizonte es negro. Nos amenaza la tempestad. Trabajemos, pero de otra manera; a mi juicio, más coordinados y con menos venganzas. Este es el único remedio que se me ocurre para el mal de este siglo.