PEDRO MIGUEL LAMET*
Uno piensa, según las apariencias, que las nuevas generaciones están en “otro rollo” respecto a sus padres. Visten diferente, les gustan otra música, otra política o pasan de ella, y tienen otras inquietudes cuando las tienen.
Entre los aspectos negativos que los jóvenes están copiando de los mayores las estadísticas arrojan que los imitan en su concepción machista de la mujer y por tanto en la horripilante violencia de género.
¿Atavismo genético? ¿Contagio sociológico y psicológico? ¿Herencia cultural? Lo cierto es que las adolescentes ya a partir de los 12 o 13 años empiezan a verse acosadas por el dominio de sus novios, pretendientes o compañeros. Frases como “eres mía”, “mándame una foto para saber con quién estás”, “que no te vea con otro” constituyen solo el principio de una actitud de dominio que puede desembocar frecuentemente en maltrato psicológico e incluso físico.
El único componente que diferencia este machismo y subsiguiente esclavitud del que caracteriza a sus mayores es su carácter tecnológico. La abusiva vigilancia y las formas de control han cambiado: ahora el dominio se ejerce a través del móvil, Internet, las redes sociales, whatsapp, youtube, en fin los mil ojos cibernéticos que nos espían.
Resulta chocante que en un mundo donde se busca la paridad de sexos en el trabajo y la política, cuando los gobiernos anuncian una lucha sin cuartel contra la violencia de género y se airean las continuas noticias de esta triste pandemia, se facilitan teléfonos y asistencia para paliarla, precisamente los jóvenes tropiecen con la misma piedra.
Recuerdo cuando estos sucesos o semejantes, como puñaladas, ajuste de cuentas y asesinatos, se reducían a lo que se llamaba “un suelto” –una pequeña noticia en un rincón del periódico- o se amplificaban solamente en las publicaciones despreciadas por su especialización en noticias morbosas, como, por ejemplo, El Caso. Hoy son noticias de primera página, objeto de amplios reportajes de televisión, donde a los autores y víctimas del suceso se convierten en protagonistas, por no hablar de las series y películas que, con aparente intención ejemplificadora, se regodean con todo detalle e imágenes violentas e historias de maltratos. ¿No tienen estas imágenes un efecto propagador más que inhibidor entre los jóvenes?
La pregunta, como siempre, hemos de hacérnosla a nosotros mismos. Toda violencia es fruto del miedo a perder o intento de conservar a la fuerza cuanto creemos nuestra propiedad exclusiva. Los criterios de la sociedad de mercado han invadido también el mundo del espíritu. Igual que decimos “mi coche”, “mi casa”, “mi dinero”, hemos convertido a los demás en objetos, de los que consciente o inconscientemente unos se sienten dueños y otros por desgracia aceptan ser su mercancía. Pero el ser humano ha nacido para la libertad y nadie tiene derecho a arrebatársela y menos por la violencia, conculcando sus derechos fundamentales. La gran pregunta es: ¿qué valores vamos a dejar a nuestros hijos en la familia, la escuela, la política, la economía, la cultura, los medios de comunicación? ¿No tenemos los jóvenes que nos estamos mereciendo?
Artículo del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
*Periodista. Director de la revista A Vivir, de El Teléfono de la Esperanza