Opinión

enriquePORFIRIO MUÑOZ LEDO

 

El informe anual del Presidente de la República ante el Congreso ha sido el termómetro más indicativo del estado en que se encuentra nuestra incipiente democracia. Las primeras interpelaciones de los congresistas al Ejecutivo en 1988 señalarían el fin del mito presidencial, tanto como el rechazo al fraude electoral. La instalación traumática de una mayoría de oposición en 1997 y el diálogo en términos de igualdad entre los poderes, anunciaban el comienzo de una transición política que era indispensable proseguir con la reforma consecuente de las instituciones del Estado.

Los escándalos en la Cámara a partir de 2006 darían testimonio de una ruptura de relaciones políticas por la recurrencia a la manipulación electoral, que reflejaban sin duda la protesta social. En vez de retomar el rumbo democrático, los protagonistas involucrados decidieron permitir la ausencia del Ejecutivo el día mismo de su rendición de cuentas ante el Legislativo e instaurar, en su lugar, los monólogos del Presidente como una suplantación mediática.

Los mismos partidos serviciales que propiciaron, por su propia comodidad, ese inadmisible quiebre de la tradición democrática son los que ahora solicitan -en expiación de culpas- el regreso al formato republicano. Ello conduciría hacia una normalidad política sobre los fundamentos del respeto al sufragio, la veracidad de las comparecencias y el intercambio parlamentario entre los poderes. Bastaría que el Ejecutivo acudiera a la apertura de sesiones del Congreso en su calidad de Jefe de Estado y volviera poco después a debatir con los legisladores, en su condición de Jefe de Gobierno, como le sugerí al Presidente Zedillo al contestar su informe.

No se conoce, aun en los países más convulsos, una disposición como la del artículo 69 constitucional que establece un modelo hipócrita de escisión de poderes y suplanta el escenario republicano en beneficio de la dictadura mediática y de las complicidades oligárquicas. “Comparecer” significa originalmente: “presentarse ante otro poder” y por tanto, asumir las consecuencias políticas y jurídicas de sus hechos y de sus dichos.

El confinamiento a recintos cerrados -con acceso restringido a  privilegiados- de una ceremonia para rendir cuentas es corruptor de la democracia. El uso de los avances de la comunicación para disfrazar a los gobernantes de superhéroes, lleva a la creación de “memes” involuntarios.

César Cansino se preguntaba si el regreso del PRI al poder era una alternancia simple, una restauración autoritaria o una clara regresión. Quien haya contemplado el espectáculo del informe optaría por la tercera respuesta, ya que nos llevó en la máquina del tiempo a las épocas del hegemonismo político y  la “verdad” indiscutible.

Es apenas creíble que el orador reconozca -de entrada- que el año transcurrido “ha sido difícil para México”, que “el país se encuentra profundamente lastimado” por sucesos graves que “han causado molestia e indignación en la sociedad mexicana” y que no ofrezca ninguna explicación plausible sobre las causas de los mismos y sobre las acciones que ha emprendido la autoridad para corregirlos o sancionarlos. Ni siquiera aquellos en que reconoce haber sido personalmente implicado.

Resulta sorprendente su denuncia respecto “al riesgo de creer que la intolerancia, la demagogia o el populismo son verdaderas soluciones”, ya que sólo “erosionan la confianza de la población, alientan su insatisfacción y fomentan el odio”. ¿En qué quedamos? ¿Los hechos ocurridos son los que provocan la indignación de la población -como lo dijo al principio- o es la respuesta social y los movimientos políticos que rechazan la mentira y la lacerante desigualdad lo que amenaza las instituciones?  

Existen definiciones diversas de los fenómenos que condena. Laclau explica que detrás de toda germinación populista hay una crisis de representación política y de eficacia institucional. Para Mouffe, el populismo apela a las clases sociales o sectores que carecen de privilegios económicos o políticos. ¿Puede pedirse la resignación a una sociedad en donde más de 53 millones de personas viven en la pobreza y ésta sigue acrecentándose? ¿Es válido descalificar a una ciudadanía que, según las más recientes encuestas, desaprueba la acción del gobierno en un 57% como lo corrobora hoy –alarmado- el propio Washington Post? Mejor harían nuestros gobernantes en reconocer que han profundizado un modelo económico y una acción política incompatibles con la democracia.

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