Opinión

Fabrizio Andreella 001]Efemérides y saldos[

 

A pesar de esas celebraciones formales, el espacio social para los valores poéticos es insignificante. La poesía es un lujo o un desperdicio para una sociedad que ha asentado la ley del mercado como regla no sólo económica sino también existencial.

Fabrizio Andreela

 

ALEJANDRO GARCÍA

Hace unas décadas la certeza era lo primordial a la hora de entrar a diseccionar la realidad. Era divertido encontrar a los que hablaban de la supremacía de la estructura sobre la superestructura. Había quien con muchísimo temor de ir contra las verdades de los dioses se atrevía a mostrar algunas peculiaridades de los procesos o de los aspectos no esenciales. No había margen para tales adornos, para qué perder el tiempo. Después la riña se fue hacia uno de los aspectos, el dominante, en plena efervescencia del estructuralismo (¿algo le recuerda la sobredeterminación en última instancia?). Y allí se dieron con todo en el peso, en el cálculo, en la densidad de los elementos del sistema. Agréguese además que, como se iba contra el stablishment y a favor de la historia, podíamos estar del lado de los que tendríamos la gratificación en el futuro y aunque no podíamos formar parte de la realidad analizada bien podíamos tener la gracia esa deformación del premio cristiano en un más allá que, a la manera de Moisés, no nos tocaría ver: la tierra prometida.

   El monolitismo iba más allá del marxismo, la lingüística moderna dio el brinco del comparativismo al funcionalismo y el estructuralismo después de Saussure y la concepción del lenguaje como cassette o como adminículo que se podía cargar con el hombre o dejarlo guardado en la casa pasó por la revolución chomskiana de la competencia y la actuación. Tardaron en encontrarse la capacidad del hombre, la creatividad lingüística y la famosa casa del ser de Heidegger. Y no se diga el zigzagueo de la literatura que encontró, a pesar de los cambios revolucionarios, vanguardistas y no, de principios del siglo XX, la tentación de doblarse ante los imperativos de las ideologías y llegó a postrarse, sin perder la fama de “resistente”, ante los bandos de la guerra fría: Sartre y Rushdie son sólo un par de ejemplos, casi al azar o al bote pronto.

   Obviamente este auditorio no tiene la culpa de que por este humilde lector hayan pasado algunos de los cambios fundamentales de la humanidad sin que esto signifique arañe siquiera las edades de Matusalén. La bisagra del siglo y del milenio contempló el congelamiento de los absolutos y de los imperios victoriosos. Quedó uno, pero puede que a la larga haya sido el inicio de su derrota, como pasó a franceses e ingleses después de su victoria en la Segunda Guerra Mundial. También esta conflagración acentuó el escepticismo con respecto a los principios de la Modernidad, o a sus lemas devenidos en creencias optimistas y a la larga mecánicas palabras sin referente alguno.

   Uno de los conceptos más afectados en este ir y venir del hombre es el de conciencia. Muchas culpas se cargar al debe y al haber de tal concepto. El fin era la conciencia, después se lograría la felicidad. Si ésta no llegaba, mantener la conciencia era lo adecuado. Y entonces se convirtió en tradición oral, en fantasma, en causante de las desgracias, en monstruo del closet, en devoción de un paraíso que alguien debió soñar y que ante la ausencia de mejores alternativas bien podría levantarse como pendón de lucha.

   Como muchas otras cosas, como muchas otras palabras, la conciencia fue a parar al lugar de los muebles en desuso o de las curiosidades de la casa. Cuando todo pareció paralizarse, cuando todo era Matrix, ruina del pensamiento, triunfo del modernismo y del capital, de la mercancía, porque el mundo siguió ajeno a las tribulaciones de El pensador, del dubitativo.

   Quizás ahora baste decir únicamente que la conciencia es la pregunta, la duda, el regreso a la crisis, a la crítica, a las variantes. Ante un mundo que se erige orgulloso en su materialidad, que similiriza el fin de la historia y el fin de la esperanza al caer el muro de Berlín, que se niega a admitir la pauperización y la miseria de los más, a costa de lo mismo pero nominalizado de otra manera: la miseria del chico de la bolsa de valores y la delincuencia de los jóvenes de Trainspotting.

   Vidas amuebladas. 12 lentes bifocales para leer la posmodernidad (México, 2015, Taberna Libraria/ UAZ, 163 pp.), de Fabrizio Andreella parte de ese cuestionar el entorno de nuestra vida, ese mobiliario en que se han convertido los conceptos, los paradigmas, las palabras. Angustiados por la falta de una cara propia buscamos el post cuando en realidad damos vueltas y vueltas sobre los orígenes y nos encontramos de pronto en el punto de partida en una neoantigüedad, en un Renacimiento sin Dante, sin Boccaccio, sin Ariosto, sin Maquiavelo y, desde luego, sin la Florencia y sin la Venecia del XIV y del XV.

   Envalentonados por la autosuficiencia tan argumentada que se logra a partir de la fusión o síntesis entre Ilustración y Romanticismo, por la hibridez de las Revoluciones Inglesa y Francesa, el autor navega hacia los orígenes, hacia lo que se ha considerado como etapa de transición, como búsqueda a ciegas o tientas del hombre moderno y nos muestra que muchas de nuestras prácticas se mueven y se realizan en ese vacío, en ese amargo mar, sin barca y sin remos.

   Curiosos estamos, fuera del tiempo y del espacio, ni en el Renacimiento, ni en la Ilustración-Romanticismo, ni en la Modernidad. ¿Es suficiente con ponerle post a la modernidad? ¿Evadimos el futuro? ¿Nos resignamos a la pérdida y a la nada?

   No sólo es la conciencia ese látigo que nos fustiga, con el que nos fustigamos y fustigamos a ese universo que nos rodea y que nos sirve de llave para volver a ser en el mundo. Se trata también, según el autor de optar entre la simbolización y la codificación. Entre buscar la asociación entre la palabra y su significado o entrar al mundo donde los sistemas ya le han dado un lugar, un peso y un significado que reverencial o descalificatoriamente regirá nuestros actos.

   Los símbolos han sido desplazados por los códigos, la realidad por su explicación.

Para aclarar la diferencia entre la simbolización y la codificación de la realidad me ayudaré con la insólita comparación de dos objetos de la vida diaria: la tortilla y el Smartphone. Como bien dijo Ibargüengoitia: la tortilla es alimento, plato, cuchara, servilleta y estabilidad”, o sea es un fruto de la culturas simbólica, capaz de ver funciones múltiples en un objeto del mundo (…) El Smartphone es un aparato que alberga en sí aplicaciones que pueden ofrecer diferentes servicios a su usuario, pero la codificación le asigna sólo una función (p. 16).

   Líneas arriba señalaba lo que significó a la literatura el apoyo a los protagonistas de la Guerra Fría, podemos indicar lo que cuesta a la literatura el silencio en países donde se institucionaliza el apoyo y la dádiva. Los narcos de nuestro país son caricatura y santitos, reverencia hacia arriba, reverencia hacia abajo en la escala social, por hablar de lo evidente. De modo que la literatura tendrá que buscar esa reconciliación con el significado, esa búsqueda permanente de sentido y esa lucha irrebatible y feroz cuando se le quiera arrumbar en el mundo de la codificación. Hablo de lo conozco y practico, pero lo mismo se puede decir de la religión, del deporte, del mundo de las diversiones, de la política, del sexo.

   Vidas amuebladas. 12 lentes bifocales para leer la posmodernidad pertenece a esa inusual categoría de libros novedosos y motivadores, polémicos, entre los que me atrevo a mencionar Punks de boutique. Confesiones de un joven a contracorriente (del 2002 y editado por Almadía en 2008) de Camille de Toledo y McMundo. Un viaje por la sociedad de consumo.  (Los libros del lince, 2010) de Cayo Sastre, éste me fue recomendado por Roberto Ixtlahuaca, lo cual agradezco y aprecio.

   Sé que ésta es una presentación editorial y que la ausencia del autor se justifica por eso. Es la noticia de la existencia de este libro en el fondo de Taberna Libraria editores. Su director, el poeta Juan José Macías amenaza con traer al autor por el mes de mayo, lo que daría una segunda oportunidad (espero), de interactuar a mayor placer y profundidad con este valioso libro. Sin ser un cebollazo, este producto editorial nos habla de que también en el terreno de la producción editorial se están rompiendo los roles fijos, las herencias que parecen inmutables y se están moviendo nuevas aportaciones, ópticas, nada provincianas en la literatura y las humanidades.

   Del libro que hoy presentamos me llama la atención que primero se enfoca, bifocalmente, al placer y al cuerpo y después trata las proyecciones: sus remedios, sus peligros, sus tamaños. Parte medular es su tratamiento de su medio expresivo por excelencia: la palabra y las nuevas realidades que la tratan en otros mensajes (sea la televisión, sea la publicidad, sea el mensaje entronizado), pero también sus desplazamientos, su visión del tiempo y de la vida y su duración: juventud y senilidad.

   Allí están las dudas, la negativa del placer o al placer, el arrebatamiento del deseo por la industria pornográfica, lo mismo en internet que en la cantidad de moralina excremental que carga un cerebro santo y puro. Está también el rechazo al alimento, a la degustación y la entrada a circuitos donde la anorexia cobra víctimas y distrae la atención de los responsables.

   El capitalismo nos enseña que todo es susceptible de convertirse en mercancía mientras haya circulante, lo mismo en el triunfo que en la derrota, vende lo mismo armas que ataúdes, lo mismo cornetas para despedir al joven que va a la guerra, que pañuelos negros para recibir sus despojos. Pero esto sucede con las mentes y con la palabra y más aún con los mensajes. La realidad actual no es la que se creía fija y que los estudiosos podían ir a comer o a recibir una entrega o dictar un curso en Tumbuctu porque la realidad no cambiaba. Ahora la realidad se mueve, se fija, se deforma, se realinea. Pero también es posible que ahora el analista entre a ella, forme parte de ella, proteste, denuncie, eche manos de tretas y mañas para reproducirla. De modo que un señor papa tiene que salir de la Santa Sede para propagar su doctrina, pero también para vender su imagen, para integrarse a esa realidad compleja y mutante y, desde luego, para santamente convertirse en mercancía con raiting que le disputarán el clásico de octubre, el super bowl o la final del campeonato mundial.

   Finalmente quiero hablar de tierra y agua. Hace unas décadas, vuelvo al trigo, era común que los jóvenes fueran al mar o que los padres o abuelos o tíos hubieran tenido una temporada como navegantes. Mi madre decía que en su infancia de pronto llegaba a la casa donde trabajaba, un hombre que caminaba con un curioso vaivén: el de un ser que en tierra no se puede quitar el paso asegurado, el ritmo de las olas en el barco, el marinero en tierra.

   El mar fue botín, cierto, de los colonizadores, pero también fue el vehículo de engrandecimiento del mundo y de la experiencia. Cuando en Google Earth vemos las calles de París o los obstáculos para defender a Venecia del mar, el problema está en si es parte de la experiencia de viajero o si es parte de la aventura que se dará después o se dio antes. El viaje es así vida, revitalización, movimiento de la experiencia, llamado a la conciencia y a la apertura. El viaje de turista es el recorrido por donde el guía o el dueño del guía quiere, por donde el equilibrio muestre su mentira. De modo que se puede ser el más sedentario viajando al otro lado del mundo y las posibilidades de ver la realidad virtual nos propondrán el viaje auténtico.

   ¿Se es viejo si no se ha viajado? Andreella parte de una interesante aseveración: el lugar de los jóvenes ha tardado en darse. Durante mucho tiempo vimos viejos que hacían el papel de jóvenes. Recuerdo una película en donde Fernando Soler hace de estudiante escandalosillo. Fue hasta avanzado el siglo XX que el joven fue lo que es y fue durante el 68 que escapó a los asedios del poder y la mercantilización. No es seguro que lo haya logrado y algunas caídas pueden decir que fue peor la reacción.

   Y en contraste este mundo de viejos en donde la experiencia no vale, en tanto la energía no produce mercancía o valor de cambio monetario. Si vivimos un mundo donde los jóvenes están signados por la vejez y la pobreza de la experiencia, la pobreza de la palabra y la significación; si vivimos un mundo donde los viejos están signados por la tierra que los cubrirá, por el olvido que está siempre presto pegarle a la memoria y a la historia, sólo queda pausar, preguntar, nominalizar y resignificar el mundo. Mientras tengamos esa viveza y pujanza de la conciencia podremos darle a lo nuestro el valor que tiene y que las nieblas del poder y de la mercantilización buscan para el imperio de las aguas mansas.

 

 

 

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