A CONTRAPELO
LUIS ROJAS CÁRDENAS
Cada vez que tengo que vérmelas con la burocracia de la UNAM, irremediablemente me enojo y sufro una sensación de coraje e impotencia. Los burócratas universitarios son una muralla de irracionalidad, estupidez y mediocridad inquebrantable. Tienen una habilidad natural para desatar la ira de quienes requieren un servicio.
No hace más de un año padecí la estulticia de la burocracia de la Facultad de Artes y Diseño de Xochimilco. Fue una amarga experiencia. Tres días perdidos inútilmente. La jefa de servicios escolares siempre estaba en junta. ¿A qué hora trabajaba o en qué momento iba al baño? ¿Tendría una bacinica dispuesta en la sala de juntas para no abandonar las importantísimas reuniones de trabajo? ¿Para qué ponen en un puesto de servicios a una señora que no entiende que su principal labor y la más sólida justificación para cobrar su salario es brindar la atención a quienes requieren los servicios que brinda la universidad?
A principios de la década de los noventa del siglo pasado, acudí al edificio de rectoría para recoger mi expediente con el que posteriormente tramitaría mi título profesional en la Dirección General de Profesiones. El servicio en la ventanilla empezaba a las cuatro de la tarde, llegué a formarme 15 minutos antes de que abrieran, pues tenía prisa por regresar a mi trabajo. Ya había dos personas antes que yo. A las cuatro y diez empezó a dar servicio una mujer malencarada. Irritada por tener que trabajar atendió en medio de regaños al primero de la fila. En ese momento me pregunté: ¿A todas las empleadas de ventanilla se les exige un perfil especial para ser contratadas? ¿Necesitan tener ese gesto de estreñimiento tan propio de ellas? Antes de que terminara de atender al primer estudiante, sonó innumerables veces el teléfono (todavía no se popularizaban los celulares). La mujer se apresuró a despachar el trámite que tenía entre manos y corrió a contestar. Se puso a hablar largo y tendido: Fíjate que el pastel de fulanito tenía un merengue muy empalagoso que no le gustó a nadie. ‘Ora que le haga su fiesta a m’ijito le vamos a romper una piñata en Chapultepec. No me vayas a quedar mal, espero que nos acompañes… Pasaron diez minutos y la fila había crecido. Molesto, con una moneda, di tres toques en el cristal del mostrador. Subí la voz para pedirle que colgara y nos atendiera, que dejara para luego sus compromisos sociales. Furibunda colgó y continuó con sus labores. Atendió a quien me antecedía con una pachorra exasperante. Cuando tocó mi turno, daba vueltas para un lado y para otro, hacía como si revisara una charola con papeles. Finalmente, cuando se cansó de aparentar que no encontraba mi expediente, me dijo que regresara en quince días, que todavía no llegaban mis documentos. Esa fue su venganza por interrumpir su plática en el teléfono. Conste que la fecha en que debí acudir a realizar ese trámite ya se había cumplido desde hacía dos meses. La insulté hasta que me cansé y no volví en año y medio. Después de todo, a los sociólogos no nos es de mucha utilidad el título. Cuando regresé, el trámite ya no se hacía en la rectoría sino en unas oficinas cercanas a la estación del Metro CU, por la parada del Pumabús. Me atendió otra empleada, que casi no me tardó. Mi expediente tenía un papel atado, mediante una liga, que decía: “Este es el pelado que me insultó”. La joven que me atendió retiró la hoja, la arrojó a un cesto de basura y me entregó los documentos. Salí satisfecho, porque no sabía que la maldición de la burócrata estreñida me perseguiría. Cuando revisaron mi expediente en la Dirección General de Profesiones, me dijeron que faltaban mis fotografías. Comprendí que aquella mujer las había sustraído para su álbum de recuerdos, para pegarlas en la piñata de su hijo o simplemente para echarlas a la basura. Tuve que volver a tomármelas.
En 1977, la curiosidad por conocer la memoria de nuestro país me convirtió en asiduo visitante de la Hemeroteca Nacional, por aquellos años estaba alojada en el ex templo de san Pedro y san Pablo, en la calle del Carmen, en el centro histórico de la Ciudad de México. Recuerdo sus pisos de duela que agujeraban el silencio del recinto con su crujir de leña vieja. Es inolvidable aquella sensación de estar acariciando la historia cada vez que le daba vuelta a la página de un diario antiguo.
Eran los años heroicos en que los estudiantes veíamos con simpatía la fusión del STEUNAM y el SPAUNAM. Quién iba a imaginar que el naciente STUNAM se iba a convertir en el monstruo aletargado de estos días, que propicia una burocracia somnolienta, negligente y cínica.
Una vez trasladada la hemeroteca al campus universitario, en 1979, la visité ocasionalmente. En 1988, pasé varias semanas revisando publicaciones del siglo XIX, las horas se me iban sin sentir leyendo los textos del periódico satírico Don Simplicio. Fueron días idílicos en que el acervo hemerográfico todavía no se consideraba propiedad de burócratas descerebrados.
En 2007, en un afán de que mi hija adolescente empezara a amar los tesoros de la UNAM, la llevé a la hemeroteca para que conociera sus instalaciones y así despertara su interés en los documentos que resguarda. El vigilante de la entrada, en una actitud de cadenero de antro, como Cancerbero le impidió el acceso a mi hija bajo el argumento de que sólo permitían el paso a estudiantes de preparatoria y no de secundaria. Quise apelar a la razón, le expuse que no íbamos a hacer consultas, que únicamente quería mostrarle las instalaciones. La negativa fue tajante. Vayan a la biblioteca de la Ciudadela, allá sí se permite el acceso a estudiantes de secundaria, dijo con la soberbia de quien tiene el poder de impedir el paso a un recinto que es propiedad de los mexicanos, pero que siente suyo. Imbécil, si lo que quiero es mostrar las instalaciones, cómo nos mandas a la Biblioteca México, pensé. Enfurecido salí del edificio, pues mi esposa, mi hija y yo habíamos cruzado toda la ciudad inútilmente para llegar a toparnos con un tonto que cobraba un sueldo por no pensar.
En 2010 regresé a la hemeroteca, interesado en estudiar el segundo lustro de la década de los treinta. Las cosas ya no eran como antes. La consulta de los diarios de esos años no se podía hacer sobre los documentos originales, para no dañarlos, dijeron. Pero el sistema de consulta en aquel momento ya era arcaico, prestaban unos rollos de microfilme poco legible en pantallas con imágenes mal tomadas. Aun así, cuando encontré el material que buscaba, ingenuamente saqué mi camarita y al dar el segundo clic se me acercó una mujer con facha de celadora para impedirme que siguiera tomando fotos a la pantalla donde se proyectaba el microfilme. Todo argumento fue inútil, estaba prohibido tomar fotos con y sin flash a la pantalla del lector. Eso sí era una auténtica estupidez. Y la vigilante, a quien nada más le faltaba una macana amenazadora para complementar su imagen de carcelera, remató: si quiere la copia de alguna parte de ese diario solicite su impresión, por cada nota periodística llene este formato. Obtuve unos artículos con pésima calidad, los eché a la basura y salí mentando madres sin intención de regresar en lo poco que me reste de vida.
Siempre me he preguntado por qué en la hemeroteca no dan servicio sabatino. Es absurdo, el servicio está negado a quienes trabajamos durante la semana y necesitamos hacer una consulta. ¿Por qué no son capaces de organizar al personal con un sistema de guardias para atender a los usuarios también los sábados?
¿Por qué no se da un servicio de consulta digital gratuito en su página Web ( http://www.hndm.unam.mx/index.php/es/ )? La mayoría del material hemerográfico tiene candado y sólo se puede consultar en la propia hemeroteca. ¡Caramba!, si quieren cobrar, que lo hagan mediante pagos electrónicos. ¿Es necesario obligar a los investigadores de otros estados o incluso de otros países a que viajen a la poco amable Ciudad de México para hacer consultas que se pueden hacer en línea, con el riesgo de tener que enfrentar a esa plaga de burócratas de ventanilla?
No me vengan con eso de que están protegiendo los derechos de autor, el artículo 148 de la Ley Federal del Derecho de Autor, dice claramente “Las obras literarias y artísticas ya divulgadas podrán utilizarse, siempre que no se afecte la explotación normal de la obra, sin autorización del titular del derecho patrimonial y sin remuneración, citando invariablemente la fuente y sin alterar la obra, sólo en los siguientes casos: […] II Reproducción de artículos, fotografías, ilustraciones y comentarios referentes a acontecimientos de actualidad, publicados por la prensa o difundidos por la radio o la televisión, o cualquier otro medio de difusión, si esto no hubiere sido expresamente prohibido por el titular del derecho”. Entonces, ¿para qué le hacen tanto al ensarapado?
El escritor Enrique Serna, en su blog de Letras Libres, narra el calvario que sufrió ante la burocracia universitaria en su texto titulado: El secuestro de la hemeroteca (http://www.letraslibres.com/blogs/blog-de-la-redaccion/el-secuestro-de-la-hemeroteca). Un día después de que publicó el escrito, realizó una actualización en la que incorporó una rectificación del patronato de la UNAM, que dice: “Esta mañana, el maestro Pablo Tamayo Castro Paredes, director general del Patrimonio Universitario, me informó por teléfono que la dirección a su cargo ya no cobrará las cuotas que venía exigiendo por conceder permisos para fotografiar publicaciones a los usuarios de la hemeroteca. Sólo continuará vigente el cobro de 150 pesos por volumen fotografiado, que no está en sus manos abolir. Le agradezco mucho esta rectificación, que sin duda beneficiará a muchos investigadores”.
¿Después de cuántos años de bloquear a los investigadores y curiosos hicieron esta modificación? ¿Por qué sólo actúan bajo la presión de los medios? ¿Serán como aquellos perros que nada más entienden a periodicazos?
Sin duda, esta corrección únicamente es para taparle el ojo al macho, una respuesta mediática ante una crisis de imagen, pero desafortunadamente el aparato burocrático de la hemeroteca y de toda la UNAM apesta a putrefacción.
Ineptitud, incompetencia y torpeza, son las palabras que sintetizan la gestión de quienes se encargan de administrar la Hemeroteca Nacional.
A aquellos que logran concluir sus investigaciones sorteando las dificultades impuestas por la selva burocrática de la UNAM, sólo les queda la posibilidad de añadir en la parte de agradecimientos de su libro un lema como el siguiente:
Este trabajo se realizó sin el apoyo de la Hemeroteca Nacional y a pesar de los obstáculos impuestos por la burocracia de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Por mi raza hablará el espíritu de los incapaces burócratas.