CYNTHIA HIJAR JUÁREZ*
Cimacnoticias | Ciudad de México.- 29/08/2016
Chamarra verde limón, el teléfono celular entre los senos y Nicolasa, mi bicicleta. El camino a la cafetería de mi amiga consiste en transitar 5 cuadras, sobre la misma calle en la que vivo, una calle pequeña con poco tránsito. Salgo de la casa y a la segunda cuadra escucho el claxon de un Chevrolet negro.
Estoy ocupando un carril, como me corresponde ante el reglamento de tránsito de la Ciudad de México. El hombre del coche negro continúa pitando y decide acercar su coche, lo suficiente para tocar mi bicicleta. Me detengo y le digo que yo también soy un vehículo mientras grita. En cuestión de minutos ya tengo la llanta derecha de su auto sobre mi pie izquierdo. El miedo me paraliza por algunos segundos y puedo ver su sonrisa mórbida ante mi reacción.
Nunca en la vida me sentí tan vulnerable. Atino a sacar el celular de entre mis senos y, cuando cae en cuenta de que estoy por grabarlo, se va unos 100 metros en reversa, cobarde, irresponsable. Intento seguirlo y consigo a penas interceptarlo en una esquina mientras miro cómo, con toda la impunidad que en este país se le permite a esos ejemplares de mexicano, se larga.
Esto me sucedió hace unas semanas, una tarde cualquiera en la que sólo iba a transitar 5 cuadras en mi bicicleta. Después de una crisis de llanto, de llamar a las feministas que amo y llorar y recibir apoyo de ellas y de las personas que tengo cerca, acudí al ministerio público que me correspondía a levantar una denuncia que, como era de esperarse, no podía proceder porque mi pierna no estaba rota (real).
Poco tiempo después de mi incidente vi el video de los automovilistas prepotentes y violentos agrediendo ciclistas como el que subió Ari Santillán y gracias al cual se comenzó a visibilizar el problema de las y los ciclistas en el tránsito de la CDMX.
Desde entonces no dejo de pensar en el síntoma fálico del automovilista chilango (el de a ver quién tiene más grande la lámina), así como en el papel de la esposa que, mientras graba al ciclista agredido, se hace cómplice de su macho, asesino en potencia y por supuesto de la siempre omisa, o en mejores casos inepta policía citadina.
Sin ánimos de concluir algo le he dado vueltas a la situación y encuentro este síndrome de meterla sin permiso: la lámina, el cuerpo, las ideas. Síntoma de machos violadores, feminicidas, incapaces de coexistir con quien no entre en la norma de la gandallez citadina que tanto les ha privilegiado. Incluso se puede ver en casos específicos de ciclistas que andan por la banqueta rebasando peatones, o de peatones que caminan en diagonal, con mucho enojo porque hay que rebasar a quien no tenga prisa.
Mi observación desde luego no es original, y honestamente no puedo teorizar acerca de las conductas patológicas de la idiosincrasia chilanga a la hora de transitar los espacios públicos. Aunque estoy segura de que esto que nos pasa es muy claro y comienza desde el inicio de nuestra formación ciudadana.
Somos seres ubicados en bancas de madera que tienen horarios específicos para su recreación, el único tiempo en el día donde es posible caminar, reír o buscar un lugar escondido de la prefectura para abrazarse o darse un beso. Seres que tienen 15 minutos al día en los call centers para orinar y cagar aunque el cuerpo aún no lo desee. Seres que deben comer en horarios específicos o frente a la computadora para ser bien productivos y poder creerse el cuento de que su tiempo vale más que el de los demás.
Esta sensación ficticia de importancia dota al ejemplar de mexicano gandalla de esa prepotencia nivel orco que podemos ver en las señoras adineradas grabando al ciclista recién agredido por su esposo, en la sonrisa del hombre del Chevrolet negro. Por otra parte, es importante notar que si bien muchas mujeres son cómplices de su machito gandalla, por lo general son los hombres quienes agreden físicamente a ciclistas.
Es simple, si vas en coche piensas que tu tiempo vale más que el de los demás, ese tiempo que pasas sentado en el tráfico de reforma, circuito o cualquier callecita pequeña como la que yo transito para ir a la cafetería. Si vas a trabajar en algo que consideras importante, aunque esto implique solamente hacer rico a quien te explota, piensas que tu tiempo vale más que el de los demás.
Si interseccionamos esta prepotencia con la cultura misógina y clasista de la ciudad ¿qué obtenemos? Fácil, un despliegue de despotismo por parte del mirreynato que atropella, avienta bicis sobre las avenidas, amenaza, golpea a los polis y esconde ecobicis en su casa porque es México wei, y México es un desfile de cuerpos reprimidos que no soportan las corporalidades que asumen su propia vulnerabilidad y con ello se liberan de a poquito.
Por otra parte me pregunto qué tristezas esconderán los cuerpos privilegiados ¿qué detrás de las joyitas en la mano de la señora que defiende a su machirulo? ¿qué pequeñez de humanidad detrás de la musculatura hinchada y atrofiada del lord audi? ¿qué detrás de la corporalidad de hombre manejando un Chevrolet negro? ¿por qué tanta inseguridad, tanta necesidad de ejercer violencia sobre los cuerpos que se leen vulnerables?
Si el hombre del Chevrolet negro no se hubiera escapado cobardemente de mí cuando lo grababa, después de atropellarme, sabría que las mujeres, las ciclistas y en general, las corporalidades vulneradas no somos débiles.
Y todo esto me trae a un punto sencillo, sencillamente jodido. La vulnerabilidad es la única que nos puede sacar del lío asqueroso en el que nos han medido los ejercicios de poder patriarcales. Hay que defender nuestro derecho a ser vulnerables, hay que decir de todas las formas que la vulnerabilidad es una posibilidad de creación de mundos nuevos, y no un pretexto para asesinarnos y con ello, hincharse los músculos y la lámina que tanto han podrido la vida en la ciudad.
*Cynthia Híjar Juárez es educadora popular feminista. Actualmente realiza estudios sobre creación e investigación dancística en el Centro de Investigación Coreográfica del Instituto Nacional de Bellas Artes.