CRISTAL DE ROCA
CECILIA LAVALLE*
Cimacnoticias
Dicen que las crisis llegan siempre con alguna lección. Lo sé bien. Tengo la edad suficiente para saberlo bien. Lo que no sabía es que hay crisis que se viven en una dimensión paralela.
Una crisis es aquello que no puedes ignorar. No puedes pretender que no sucede. No puedes decir: “hagamos de cuenta que no pasó nada y sigamos como siempre”.
Pero hay crisis que muestran claramente que no hay un “siempre” y, por lógica, tampoco un “nunca”. Muestran que vivir el hoy es, en verdad, lo único real. Los planes, el futuro, habitan en un terreno que aún no existe; y el pasado habita en un territorio que no existe tampoco. Así pues, lo único que verdaderamente tenemos es el hoy.
Y, si me apura, el ahora. Este preciso y precioso instante.
¿Podemos mirar con nostalgia o alegría o tristeza o enojo el pasado? ¡Claro!, lo hacemos todo el tiempo. Pero ya no existe. Debemos recordarlo. ¿Podemos hacer planes, mirar el horizonte, atisbar el futuro? ¡Claro!, eso nos ayuda a forjar el presente; pero no debemos perder de vista que ese terreno no existe aún.
Esta lógica simple y sabia seguramente la hemos oído miles de veces; pero se vuelve casi tangible cuando se atraviesa una crisis de grandes proporciones.
¿Quién era yo hasta hace poco? ¿Cuál era mi mayor anhelo? ¿Qué sueño perseguía? ¿Qué era lo que consideraba realmente importante?
Hace un mes hubiese respondido a todas esas preguntas de modo diametralmente distinto a lo que respondería hoy mismo.
La crisis tocó a mi puerta de manera absolutamente inesperada. No fue un huracán que se hubiera anunciado y para el cual se sigue todo un protocolo de protección y resguardo. Fue más bien como un terremoto. Me tomó por sorpresa y movió mis cimientos.
MI hijo recibió de manera sorpresiva un diagnóstico de cáncer. Su vida, su cotidianeidad, sus planes se detuvieron de golpe. Y los nuestros también.
De inmediato su padre y yo delegamos todo lo delegable, empacamos y nos trasladamos a la ciudad norteamericana que alberga sus días y sus noches junto a su esposa. Nos instalamos en su departamento como quien acampa para ver una lluvia de estrellas: con el alma en la mano. Y lo acompañamos por el penoso trayecto que implica la quimioterapia. Cinco sesiones. Una diaria.
Fue ahí que me di cuenta que el tiempo se detiene. No para todas las personas. Sólo para quienes van en el mismo vehículo.
Y cuando me asomé a la vida, me sorprendió darme cuenta que el mundo no se había detenido. Todo seguía su ritmo. Sentí como si me hubiera quedado varada en el acotamiento de la carretera.
Los momentos del día en que debíamos hacer algo que pertenece al mundo de lo cotidiano, como ir al supermercado o cocinar, era como retomar la carretera en el carril rápido. Hasta llegar a la siguiente salida que, de nuevo, nos llevaba al acotamiento.
Y en ese acotamiento todo tiene otro ritmo, otras formas, otros modos y, sin duda, otras prioridades. Es una dimensión paralela.
En esa dimensión mi hijo hoy ya no tiene cabello, debe tomar medicamentos puntualmente, y enfrenta con ánimo y entereza su segunda ronda de quimioterapia.
Yo, como su padre, entro y salgo de la dimensión paralela. Lo cual es bueno, porque nos recuerda que, aunque sólo tenemos el hoy, de todas maneras todos los días sale de nuevo el sol.
Apreciaría sus comentarios: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
*Periodista de Quintana Roo, feminista e integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género.