PORFIRIO MUÑOZ LEDO
En el IV centenario de la Facultad de Derecho -1953- Jaime Torres Bodet afirmó que “México ha vivido buscándose en la definición de una estructura legal” y que sus grandes constituciones “fueron escritas con sangre: de la Independencia, la Reforma y la Revolución”. Añadió que habría que establecer “una relación precisa entre los movimientos sociales que dieron origen a nuestras leyes más importantes y las leyes que provocaron movimientos sociales decisivos”. Ese es a su vez el costo y el beneficio de nuestras más relevantes conquistas normativas. No por cierto las erogaciones económicas que va a significar un nuevo proyecto de nación o de ciudad.
Difícilmente puede imaginarse a Morelos solicitando estimaciones contables sobre las implicaciones monetarias del ejercicio de nuestra soberanía. Lo mismo podría decirse de los Constituyentes de 1857 o de 1917. Un proyecto de país plasmado en un texto normativo, supone un conjunto de compromisos nacionales cuyo cumplimiento es progresivo, pero también obligatorio para quienes lo suscriben.
Una crítica persistente contra el proyecto de Constitución de la Ciudad de México es que contiene “demasiados derechos” en olvido de que muchos de ellos están ya consagrados de manera rotunda en la Constitución General de la República y que prácticamente todos los demás provienen de tratados y convenciones internacionales de los que México forma parte y por tanto son ya vigentes en todo el país. Cuando la reforma de 2011 al artículo primero que creó el “bloque de constitucionalidad” que nos rige, a nadie se le ocurrió solicitar a las autoridades hacendarias el monto de las partidas presupuestales que su aplicación podría acarrear en el corto y largo plazo.
En los primeros escarceos del Constituyente han surgido ya dos posiciones encontradas: entre quienes consideran que el establecimiento de los derechos exige una determinación previa de los gastos en que la ciudad va a incurrir, sin mirar siquiera que se trata de un proyecto de futuro, imposible de cuantificar en el momento actual; y quienes, de acuerdo con nuestra tradición constitucional, abogamos por un texto garantista, en que los habitantes puedan hacer exigibles sus derechos y el Estado se dote de los medios para garantizarlos.
Resulta incomprensible que todos reconozcan la desigualdad como el más grave problema del país y que algunos se escandalicen frente a decisiones que pretenden combatirla de manera consistente. Olvidan que México tiene pendiente una reforma fiscal en profundidad desde hace más de 50 años, primero relegada por la puesta insensata en la exportación de hidrocarburos y luego por la implantación de la política neoliberal que hizo culto del libre mercado y privilegió la especulación financiera.
El proyecto prevé un desarrollo económico redistributivo para la Ciudad y pretende asegurarlo mediante un nuevo pacto fiscal en el cual el “ejercicio pleno de los derechos radica en el cumplimiento general de las obligaciones y el compromiso compartido entre las autoridades y la sociedad”. La hacienda pública de la capital deberá aprovechar de mejor manera las plusvalías que el crecimiento genera y establecer gravámenes más equitativos por el derecho a la edificación. Se propone también una nueva relación fiscal basada en un federalismo cooperativo, en el que “las participaciones y transferencias federales que recibe las ciudad sean adecuadas a sus funciones de capitalidad y a sus necesidades específicas”. Se prevé igualmente el ejercicio austero, racional y bajo estricto control administrativo de la función pública, así como su modernización que impida el crecimiento excesivo de las instituciones y el personal.
En un estudio reciente se muestra además que de los 286 derechos que el proyecto constitucional contiene, sólo el 5 por ciento representarán transferencias líquidas para satisfacerlos. A mayor abundamiento algunos de ellos, como la renta básica, tenderán a homologar programas sociales ya existentes y se establece la limitación obvia de que el alcance de estas prestaciones corresponderá al “máximo de los recursos públicos de que se disponga”. Se adopta también el principio general de que, siendo beneficios universales, deben aplicarse de modo gradual pero consistente, comenzando por los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad.
El trasfondo del debate es claramente ideológico, ferozmente atizado por los intereses económicos que se sienten amenazados y por la inercia de tres decenios de políticas excluyentes.