PORFIRIO MUÑOZ LEDO
Alguna vez exclamó el general MacArthur: el soldado por encima de todos quiere la paz, ya debe sufrir las más profundas heridas y cicatrices del conflicto. Por su parte, el general de Gaulle afirmó: “nada en la historia del mundo se ha hecho sin el concurso del ejército”. Ambos soslayaron sin embargo, que fue la población civil quien sufrió las más graves atrocidades de las guerras y en quien recayó la reconstrucción de las naciones.
En Latinoamérica, socialmente desintegrada, que vivió durante siglos el asedio de motines y rebeliones, la estabilidad y la incipiente democracia sólo fueron asequibles cuando las fuerzas armadas regresaron a los cuarteles. Por eso nuestro artículo 129 constitucional prescribe: “en tiempos de paz ninguna autoridad puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”.
Nuestras grandes conmociones –Independencia, Reforma y Revolución- tuvieron como jefes supremos a clérigos y civiles que acaudillaban ejércitos populares. Cuando el sector castrense no se sometió a la autoridad republicana, acontecieron graves regresiones autoritarias. La clave del desarrollo posrevolucionario fue la profesionalización de las fuerzas armadas y su absoluta contención respecto de la vida cotidiana de los mexicanos. Incluso Miguel de la Madrid, cuando contuvo la actuación del Estado en 1985, lo hizo para no entregar el control de la ciudad al ejército, sin darse cuenta que lo dejaba al pueblo.
De manera históricamente incalificable, el gobierno de Felipe Calderón decidió involucrar al sector castrense en la represión de narcotraficantes, como una reacción frente a su ilegitimidad política. Se exhibió inclusive en uniforme militar, lo que no había ocurrido desde los tiempos del general Ávila Camacho.
A diez años de la “Guerra contra el narcotráfico” el general Cienfuegos asegura que “la labor del ejército no es perseguir delincuentes, no estudiamos para ello” y sostiene que es el primero en “levantar las dos manos” para que las fuerzas armadas regresen a sus cuarteles y reanuden sus “tareas constitucionales, porque nosotros no nos sentimos a gusto; nuestra función es otra y se está desnaturalizando”. Remató que la inseguridad “no se resuelve a balazos”, ya que es una responsabilidad del gobierno; vale decir de la política.
Ello evidencia una peligrosa distancia entre los poderes de la Unión y la institución castrense. Estas últimas rechazan una función inconstitucional y colocan al Estado frente a una decisión histórica. Saben que están condenadas al fracaso en ausencia de una estrategia correspondiente a la complejidad del fenómeno y a la cadena de complicidades que están fuera de su control.
Carrillo Olea afirmó hace años que las entidades ocupadas por el narcotráfico son aquellas que hemos dejado de gobernar y concluyó “ya perdimos la mitad del territorio”. Buscaglia sostuvo por su parte, que “mientras no se cierre la llave del dinero y se ataque la corrupción entre el gobierno y las células delincuenciales, esto nunca acabará”. La delincuencia nunca desaparece, sólo se puede contener imponiendo las reglas de un Estado honorable y comprometido.
Recordemos el final dramático de la guerra de Argelia, cuando la rebelión de los coroneles amenazó con desembarcar en territorio nacional, porque habían sido embarcados en una guerra sin destino. Ese fue el fin de la Cuarta República Francesa como puede ser ahora la disolución de la Tercera República Mexicana. Nuestro destino depende de un restablecimiento del equilibrio entre las instituciones nacionales y de un nuevo acuerdo político fundado en la razón y en la reconstrucción de nuestra soberanía.
El Congreso de la Unión se encuentra a la deriva frente a un conflicto político que lo rebasa. A punto de una abdicación constitucional, delibera sobre un proyecto destinado a dotar a las fuerzas armadas de un marco jurídico para realizar acciones de inteligencia e implementar determinaciones beligerantes contra amenazas que pongan en peligro la estabilidad, la seguridad interior o la paz pública. El tema central es modificar el artículo 29 de la Carta Magna con el objetivo de suspender las garantías individuales sin controles ni transparencia: la supeditación del Estado y de la sociedad a la autoridad militar. Se trata de una rendición frente al poder militar, que éste no ha siquiera solicitado. Un golpe de Estado autoinflingido por inconciencia y cobardía. El hecho más grave de la historia reciente de la nación.