Opinión

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ARGENTINA CASANOVA*

Cimacnoticias

 

No es “casualidad” que a través de los años de la ciencia moderna, la sicología y la siquiatría, ambas regidas por cánones patriarcales han definido muchos trastornos y síndromes a partir del nombre de los personajes ficticios de la literatura. Así tenemos el Síndrome Bovary, el complejo de Electra, que han servido, como en su momento “la histeria”, para definir los episodios en los que hay incomprensión de lo que pasa en el cuerpo y en la mente de una mujer.

Desde la mirada feminista podemos pensar que muchos de esos “trastornos” son en realidad una forma de “resolver” el conflicto entre la realidad y la vida de las mujeres. Mujeres brillantes que fingen ser tontas para complacer a la pareja, o que deciden ocultar su genialidad para que el orgullo masculino del compañero o el jefe de la familia, no se vea “vulnerado”.

El conflicto radica en la dificultad que afrontamos las mujeres desde los primeros años cuando no nos identificamos a nosotras mismas con eso que nos dicen que debemos ser. En un principio puede ser una frase o una sensación, una respuesta no pedida que nos llega para darnos estabilidad y seguir sin “enloquecer”.

Muchas lo tenemos claro desde cuando éramos niñas o adolescentes y sentíamos que no estábamos viviendo conforme al cuerpo que nos había sido asignado; es decir, sentir que había algo en nosotras que no correspondía con lo que se veía en el espejo.

La sicoanalista francesa Anne Skittecate, explica que desde el exterior nos ha sido impuesta una máscara y cuando nos miramos en el espejo eso es lo que vemos, y tenemos la vida –feminista- para decidirnos a quitárnosla y atrevernos a ver lo que hay debajo.

De alguna forma eso nos ayuda a entender por qué crecimos sintiendo que no éramos eso que veíamos en el espejo, y es porque en realidad el espejo “está truqueado”; es decir, entre una máscara impuesta y un espejo que nos proyecta una realidad que no es la que creemos o sentimos vivir, sencillamente porque nadie puede ver las cosas como  las vemos nosotras desde una identidad que no es la construida para nosotras.

Así y solo así, puede entenderse que no nos sintamos a gusto con ser “mujer”, con no definirnos mujer o no querer ser mujer. No al menos ese maniquí perfecto. Es decidir elegir no ser la mujer que se ha construido para que llenemos un hueco, como quien llena un molde hecho desde afuera, sino una nueva mujer que estamos construyendo desde la reflexión de lo que de verdad pensamos, sentimos, creemos y deseamos de nuestras relaciones con otras personas, con los hombres que nos rodean, e incluso con el conocimiento.

La contradicción que vivimos las mujeres no solo está en esa construcción social que nos dicta un molde de un “deber ser” para las mujeres sino que se imbrica en otros ámbitos más sensibles como la maternidad, la fe, el conocimiento científico, lo biológico y por supuesto lo social.

Ese espejo social es precisamente el que nos ayuda a entender por qué se presentan situaciones en las que las mujeres viven una violencia “invisible” y sutil que hace que se solidaricen con los agresores y las agresoras que replican esos modelos, al asumir una posición de poder en la relación.

Hablamos de casos en los que las mujeres viven en hogares aparentemente buenos y en los que tienen todo, y sólo se les cuestiona por qué quieren dejar a “ese hombre que las trata tan bien”. Relatos de casos en los que las mujeres viven una realidad de violencia a puertas cerradas y una aparente vida amorosa que las lleva a una discordancia entre la realidad social y la realidad en la que se perciben ellas mismas.

Así una mujer puede preguntarse y dudar de sí misma, mirándose a través de ese espejo que le dice que es ella la que está mal, que es una “mala mujer” porque no sabe apreciar todo lo bueno que le da la pareja, amor, alimentos, casa, pero persiste en ella esa sensación de “castramiento” emocional porque no puede mirar debajo de la máscara.

Esa sensación de no estar no corresponde en realidad a un conflicto con la identidad de género, sino con el género que nos ha sido impuesto, con la definición en lo que nos dicen, es “ser mujer”. Así, una, como una sola y terminada, en donde no cabemos y cuyo constreñimiento nos confronta y nos lleva a buscar otra palabra, quizá “persona”, para mí es nombrarme “mujeres” todas las que soy y una que estoy construyendo y aún no termino de hacer.

En realidad cuando miramos a la “mujer” que somos en el espejo, no estamos mirando con nuestros propios ojos sino con los que nos han sido dados y educados desde el patriarcado. En un espejo que no está hecho de nuestros pensamientos ni reflejos, sino los del propio sistema, y que la enunciamos en su código, y por supuesto que la imagen que nos devuelve no es para nada la más próxima a nuestra propia búsqueda, sino a la construcción llamada mujer con ciertas medidas corporales, ciertas características biológicas, con pensamientos y conductas, y una forma de ser en el mundo y en las relaciones humanas y de pareja.

No se trata sólo de “quitarnos la máscara del patriarcado”, sino sacarnos los ojos –del patriarcado- y por supuesto romper el espejo de Eva y estar dispuestas a vernos en uno nuevo que lleve nuestro propio nombre, el que elijamos para nosotras mismas.

* Integrante de la Red Nacional de Periodistas y del Observatorio de Feminicidio en Campeche.

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