Opinión

prisioncadereytaMaïssa Hubert* / Presunción de Inocencia

El 10 de octubre [2017] la represión del motín en la prisión de Cadereyta ―zona metropolitana de Monterrey― por fuerzas de seguridad de Nuevo León produjo la muerte violenta de 17 personas privadas de libertad, aparte de que 31 resultaron heridas.

 

Pocos días después, al rendir su segundo informe, el gobernador Jaime Rodríguez dijo al respecto que «ellos deben entender que no pueden crear problemas en un penal porque pierde Nuevo León, pierden las familias y pierde la autoridad», sugiriendo que la violencia es el único medio del Estado para garantizar la seguridad en las prisiones.

 

Es preocupante la poca gravedad que se atribuye al uso de la fuerza letal en un centro penitenciario sobrepoblado (al 19% en el momento del motín[1]) y la normalización de la violencia, ya sea originada por personas privadas de libertad o por el Estado, pero aún más la ausencia de un actor clave para la prevención de estas tragedias: el Poder Judicial.

 

Como parte de la implementación del sistema de justicia penal acusatorio, la reciente Ley Nacional de Ejecución Penal establece nuevos parámetros de gobernabilidad y legalidad en los centros penitenciarios. Sin embargo, más de un año después de su promulgación solo tres entidades federativas han emitido una declaratoria sobre su vigencia y ninguna reconoce su aplicación local.

 

La reforma del sistema de justicia penal se detuvo a la entrada de nuestras prisiones, de modo que la última etapa de su implementación sigue pendiente

 

Dicha norma da a los jueces de ejecución la facultad de emitir sentencias que obliguen a las autoridades penitenciarias a convertir tales centros en espacios dignos y garantizar los derechos humanos de quienes los habitan. Pero el Poder Judicial en Nuevo León, al igual que en el resto del país, se niega a clarificar la cuestión sobre la vigencia de este nuevo sistema de ejecución penal, eludiendo aspectos cruciales de aquella ley, como la regulación del uso de la fuerza y, en caso de que esta no pueda evitarse, la coordinación entre los poderes judiciales y ejecutivos, así que los organismos públicos de derechos humanos.

 

La situación de violencia generalizada en el sistema penitenciario resulta de la inacción de los jueces, ministerios públicos y defensores, y de falta de recursos, capacitación inadecuada y reticencias para actuar según las nuevas atribuciones. Al final, la reforma del sistema de justicia penal se detuvo a la entrada de nuestras prisiones, de modo que la última etapa de su implementación sigue pendiente.

 

[1] Cuaderno Mensual de Información Estadística Penitenciaria Nacional, Comisión Nacional de Seguridad, agosto 2017.

 

Consulta también:

 

«Urge transparencia y seguridad en las prisiones ante el sismo*»

 

«En justicia para adolescentes, casi todo por hacer», de Luis Peña Cruz, en +Justicia

 

«Pide Aguilar diagnóstico de sistema penal*»

 

*Es coordinadora del área de Sistema Penitenciario y Reinserción Social en Documenta, AC.

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