Guillermo Correa Bárcenas/ De Norte a Sur
A escasos días de que inicie el gobierno que promete saldar la deuda que se tiene con los pueblos indígenas tres hechos resultan significativos: Los rarámuris, más conocidos como tarahumaras, padecen el frío de la época en que cada año reciben apoyos para enfrentarlo, pero igual que otras etnias del norte del país, gritan que tienen hambre y que mejor les envíen comida; en La Montaña de Guerrero los nativos huyen de sus tierras amenazados por la llamada delincuencia organizada. Y en Chiapas, principalmente Chenalhó, miles de desplazados abandonan también sus comunidades ante el terror desatado por grupos caciquiles de la región. En este contexto Andrés Manuel López Obrador adelantó que el próximo primero de diciembre una vez envestido Presidente de la República, se reunirá con los pueblos indígenas que le entregarán su bastón de mando.
El Bastón de Mando no se le da a cualquiera. Sin embargo, no hay presidente que en algún momento no lo haya recibido. Hasta los del Partido Acción Nacional –Vicente Fox Quezada y Felipe Calderón Hinojosa—lo han enarbolado pese al desprecio histórico mostrado a los indígenas.
"El bastón de mando es un símbolo muy importante, representa autoridad. Sólo lo puede tener aquél a quien la asamblea le dé representación. Su uso normal ocurre en las tomas de posesión de un cargo. No es usual que a las autoridades de fuera se les otorgue, porque es algo muy de la comunidad. Si se le ha otorgado al EZLN, a su paso por varios pueblos, es porque seguro sienten que coincide con sus planteamientos y cuando se ha entregado es con el consenso de la comunidad…”, expresó en su momento Hugo Aguilar, abogado mixteco.
Para la organización Xi’Nich de Chiapas representa la fuerza de la palabra de la comunidad que se otorga para que quien la recibe cuide a su pueblo. Por eso es autoridad, para "mandar obedeciendo", a la comunidad que le da fuerza. Ricardo Robles, en representación de los rarámuri de Chihuahua, definió alguna vez que "El bastón de mando es el símbolo de un cargo, no de un privilegio. Nunca concede más capacidad de decisión sobre los demás. Quien lo recibe se obliga a seguir la voluntad de quien se lo dio. Nunca a decidir con propios criterios…”.
El caso es que todos los mandatarios que lo han recibido en faustuosas ceremonias en las que son ataviados con la vestimenta indígena y collares de flores, ninguno hasta la fecha ha cumplido con hacer justicia a los casi 70 pueblos indígenas del país que a más de 500 años de La Conquista han resistido con su presencia. Sobra decir que como nunca esas comunidades mantienen en alto su esperanza de que con AMLO se escriba una historia diferente.
Mientras tanto recordemos, apoyándonos en una investigación del Centro de Estudios para la Soberanía Alimentaria y el Desarrollo Rural Sustentable (CESADRS) de la Cámara de Diputados, que a partir de las reformas en 1992 y 2001 a la Constitución Política, se reconocen y consagran los derechos de la población indígena, definiéndose a la nación mexicana con una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos nativos, prohibiendo la discriminación racial y estableciendo en el artículo segundo su derecho a la libre determinación y la autonomía.
En virtud de lo anterior, actualmente nuestro país cuenta con un marco jurídico que incorpora y reconoce la diversidad cultural como parte constitutiva de su realidad histórica y social. Especial importancia tiene el principio de autoidentificación o autoadscripción como criterio fundamental para definir la pertenencia a los pueblos o comunidades indígenas, lo que confiere la posibilidad de asumir una doble condición jurídica: como sujetos colectivos con derechos indígenas y, por otra parte, como sujetos individuales que requieren de acciones afirmativas del Estado para la plena realización de sus derechos humanos.
Con la reforma constitucional de 2011, el marco normativo que vincula al Estado mexicano con los derechos de los pueblos indios, incorpora además los derechos humanos asentados en los tratados y diferentes instrumentos internacionales suscritos por nuestro país. En tal virtud, el Estado mexicano ha quedado obligado a los compromisos suscritos en diferentes instrumentos internacionales, entre los que destacan por su importancia: el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicado en 1990 y la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DDPI) efectuada en noviembre de 2007. Con estas reformas constitucionales, el marco jurídico nacional se encuentra actualmente alineado con los compromisos a nivel internacional que el país ha asumido, y que se pueden resumir en dos postulados básicos: el respeto de las culturas, formas de vida e instituciones tradicionales de los pueblos indígenas, y la consulta y participación efectiva de estos pueblos en las decisiones que les afectan.
Claro que todo lo anterior resulta excelente. Hay que agregarle el dicho mexicano de “Solo falta que se cumpla”. Porque de acuerdo con el último censo oficial la totalidad de los más de 15 millones de indígenas mexicanos viven en la miseria. Padecen grave desnutrición y son presa de enfermedades producto del abandono. Sufren represión por fuerzas extrañas a su realidad muchas veces del mismo gobierno que, como con los españoles invasores, trata de apoderarse más y más de sus valiosos recursos naturales que van desde el petróleo, el gas, el viento, el oro, la plata, las selvas, los bosques y el agua, recursos naturales que les pertenecen y de los que siempre han sido despojados.
Su miedo va en aumento porque el neoliberalismo económico dirigió su mirada hacia el sureste mexicano donde se ha concentrado el 83 por ciento de la población indígena, principalmente Oaxaca y Chiapas. Nativo de la región –nació en Tabasco—, Andrés Manuel López Obrador también ha volteado sus ojos al sur de la República en donde construirá por lo menos dos grandes megaproyectos: el tren maya y el rescate del Istmo de Tehuantepec. Obras encaminadas, ha explicado, al desarrollo de esas ricas zonas olvidadas hasta la fecha y sólo tomadas en cuenta en un fracasado Plan Puebla-Panamá y en un proyecto del actual gobierno de Enrique Peña Nieto que nunca despegó.
El problema está en que distintas organizaciones de indígenas, intelectuales, investigadores y luchadores sociales han expresado su desacuerdo con los planes del gobierno de López Obrador. Impactados por más de media centuria en la que los fundadores de lo que hoy es México han sido conquistados, esclavizados y reivindicados miles de veces. Temen a todo lo que se mueva por ahí y más si es con la bandera de progreso. Se preguntan para quién y dudan que sea por los explotados. Cuestionan además el estilo de consultas públicas establecido por el gobierno que pronto va a operar.
Prueba de ello es la actitud de las comunidades indígenas de la Península de Yucatán que desaprueban el proyecto de Tren Maya –entre otros— del todavía presidente electo y rechazan cualquier resultado que se obtenga de la consulta que se realizará el 24 y 25 de noviembre próximos.
Consideran que “ninguna persona fuera de la Península de Yucatán” puede “decidir lo que se puede hacer o dejar de hacer” en sus territorios y llaman a López Obrador prohibir de forma “total y absoluta” antes y después del 1 de diciembre cualquier tipo de subasta, autorización, permiso de cambio de uso del suelo o licencia para el establecimiento del proyecto de servicios, sin haber obtenido primero el consentimiento de los pueblos indígenas por los que pasaría el proyecto.
“Desde la pasada administración hemos estado expectantes con respecto al megaproyecto Tren Maya, lo hemos seguido puntualmente y desde que se inició a hablar del mismo estamos atentos a su desarrollo. Manifestamos que desde ese momento lo desaprobamos y nos desagrada por cuanto que violentaba los derechos indígenas de los que somos sujetos y que están consagrados en nuestra Constitución Política. Esperábamos que con el cambio de administración nosotros, las comunidades indígenas, fuéramos visibles para la Federación y reconsiderara las formas para intentar poner en marcha el megaproyecto Tren Maya, pero con desagrado nos percatamos de que en esta nueva administración la historia no cambiará y la esperada justicia no llegará a los pueblos indígenas de México.
Afirman que “con respecto a la llamada consulta, desde este momento rechazamos cualquier resultado que la misma tenga ya sea a favor o en contra. No es permisible que nadie, ninguna persona fuera de la Península de Yucatán pretenda decidir lo que se puede hacer o dejar de hacer en nuestros territorios, así como nosotros jamás intentaremos decidir lo que se hará con sus bienes, derechos y posesiones”. Acusan que se oponen al proyecto porque este ya cuenta con “presupuestos, licitaciones, trazos y hasta fecha de inicio” cuando nadie les ha consultado “absolutamente nada”. Advierten que no se oponen al progreso, sino a la certeza de que no les dejará beneficios ni desarrollo regional. Y argumentan que el proyecto de Tren Maya “no tiene nada de maya, ni de beneficio a la población maya y que no quieren ser un Cancún o Rivera Maya, donde las cadenas hoteleras, de transporte de restaurantes son los únicos beneficiarios.
Bajo esta realidad empieza el gobierno de AMLO, obsesionado en lograr la Cuarta Transformación de México, que de acuerdo con los hechos ninguna de las anteriores -- La Independencia, La Reforma y la Revolución Mexicana— hizo justicia a los indígenas del país que, en los albores de este siglo XXI, siguen con su grito: Sí tenemos frío, pero tenemos más hambre, porque las personas podemos vivir sin ropa, sin nada, pero sin comida no.
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