Alejandro García/]Efemérides y saldos[
─Me he dado cuenta. Antes que humana, soy dependienta. Aunque como humana sea defectuosa, aunque pueda morir de hambre si no tengo dinero para comer, no puedo evitarlo: todas las células de mi cuerpo existen para la tienda.
Sayaka Murata
Pero una vez presentada la situación, Sayaka Murata pone sobre el tapete cuestiones muy interesantes: la renuncia al sexo, el abandono de la pareja como forma de vida, la protección que ofrece la mediocridad laboral y económica, signos todos de un siglo que se nos vendrá encima. Porque lo que ocurre en Japón acaba siempre ocurriendo en Occidente, aunque sea con otro nombre. Sólo por eso, esta pequeña novela puede complacer a un espíritu curioso que sepa aceptar cierta rudeza inicial del camino.
José Pazó Espinosa
Keiko Furukura trabaja en un “konbini”, supermercado japonés que abre las 24 horas los 365 o 366 días del calendario. Ella tiene 36 años y su relación laboral es por horas, lo que es extraño, porque tiene 18, la mitad de su vida entera, en esa condición. Es además soltera y nunca se le ha conocido pretendiente, mucho menos alguien con quien haya mantenido una relación sexual. Es virgen. Estamos frente a la protagonista de “La dependienta” (Barcelona, 2020, 6ª edición, Duomo, Antonio Vallardi, Grupo Editoriale Mauri Spagnol, 162 pp.) de Sayaka Murata.
Furukura ha llegado a una edad en que su condición de trabajadora por horas y su soltería salen de la normalidad. El conflicto se encuentra en que ella no siente necesidad de cambio, son los otros los que juzgan su estado como fracaso. Casi al inicio del planteamiento, la también narradora nos cuenta que desde su infancia hubo incidentes que preocuparon a su familia. Se llegó a hablar de una enfermedad y de una cura.
Da tres ejemplos: un día se encuentra con un pajarito muerto en un jardín público. Los niños lo contemplan con llanto. Ella lo toma y le dice a su mamá que deberían cocinarlo para su papá, a quien tanto le gusta comer pollo. Su madre para el terror de los escuchas y recomienda que lo entierren. El segundo se da durante una riña entre condiscípulos. Ella escucha que deben detener a los rijosos a como dé lugar. Toma una pala y golpea y golpe con ella la cabeza de uno y se dispone a hacer lo mismo con el segundo. Su acción provoca una censura mayúscula y nadie se acuerda de la instrucción inicial. La tercera la cito textualmente:
Lo mismo pasó cuando una profesora sufrió un ataque de histeria en clase y se puso a chillar mientras golpeaba la mesa frenéticamente con la lista de asistencia. Mis compañeros le suplicaban llorando:
─!Señorita, por favor! ¡Pare, señorita!
Pero ella no entraba en razón. Para hacerla callar, me acerqué y le bajé la falda y las bragas de un tirón. Avergonzada, la joven maestra rompió a llorar y se tranquilizó.
Un día Furukura se pierde en la ciudad y se topa con el anuncio de la próxima apertura de una sucursal de Smile Mart, así como de la solicitud de personal. Se integra al equipo en capacitación:
Era curioso que una universitaria, un joven músico, un trabajador por horas, un ama de casa, un chico que cursaba el bachillerato nocturno con la misma ropa pudieran vestirse con la misma ropa y reconvertirse en aquella criaturas uniformadas denominadas “dependientes”. Cuando terminábamos la formación, nos quitábamos el uniforme y recuperábamos nuestro aspecto habitual. Como si nos transformáramos en otro ser.
Como cuando le dijeron que había que separar a los combatientes a cualquier precio, Furukura es fiel observante de las reglas e instrucciones de la empresa para la cual trabaja. Se entrega a las promociones e invierte tiempo para que tengan éxito. Trata con amabilidad a los clientes, respeta a sus superiores en jerarquía. Llega temprano, se va tarde. Se olvida o se desinteresa por conseguir una plaza. Se amolda a los ruidos y a los ritmos de la tienda que nunca descansa. Pocas veces dejade ser la dependienta para volver a ser la persona Furukura.
Y la vida sigue. Los jefes pasan, los compañeros de trabajo se va, consiguen mejores empleos, las compañeras se casan. Y además, ella siempre tiene que estar remendando las flexibilidades y permisos de los otros. Termina por convertirse en una solterona molesta. Los otros no se mantienen en el papel de dependientas cuando están en el trabajo, son mujeres insatisfechas, hombres frustrados o acostumbrados a la pequeña trampa.
El relato se anuda cuando la empresa contrata a Shiraha. Se trata de un empleado sucio, indiferente, que no cumple con su jornada. Es lo más alejado al compromiso de Furukura. Obviamente, los otros señalan al que rompe de manera tajante con la armonía relativa que se ha construido hasta entonces. El despido se da pronto, pero Furukura lo procura y lo lleva su casa. El rompimiento de su isla, provoca alegría en las mujeres e incluso en el jefe de la tienda. En realidad, en el fondo, es un descanso ante quien marca el ritmo del orden, la fidelidad a lo íntegro, a lo que se ha comprometido el individuo. Pero también es cierto que un hombre en casa indica que Furukura es ahora una persona normal.
La relación entre Heiko y Shiraha no puede tener buen fin. Él busca un cobijo, una protección, un medio que los salvaguarde del mundo, pero que ciertamente también le dé comodidades. Heiko es más bien apegada al compromiso, así sea modesto, a lo que funciona. Ella resuelve problemas, sólo que no puede hacerlo si llega a la condición social de convención. Por ejemplo: Shiraha se acomoda a vivir en la tina de baño del pequeño departamento, ahí duerme y pasa la mayor parte del tiempo. Furukura tiene que salir a ducharse a la calle a un baño que funciona con monedas.
La enfermedad de la dependienta tiene que ver con una cierta congruencia, con una integridad que el mundo asegura observar, pero que más bien negocia. Y si se exige, entonces el otro es el anormal, el enfermo, el que debe tratarse. Con las debidas distancias, la protagonista de “La dependienta” es personaje de un mundo al revés, como el Quijote de Cervantes o como como el Bartleby de Melville. Claro ella prefiere hacerlo, pero de esa manera le dice al mundo que preferiría no hacer el mundo absurdo de todos los días, la felicidad aburrida de la hermana, el cotilleo venenoso de las compañeras que han pervertido la posibilidad de hacer felices a los clientes por la causticidad de sus frustraciones y maltratos.
Uno puede ir a numerosos establecimientos de cine, comida rápida, supermercados, y observar a numerosos jóvenes que, tal vez en una raigambre de negocio norteamericano, se allegan recursos económicos para sostener sus estudios o para llevar una vida social de convivencia y diversión de clase media con aspiraciones de alta. Por lo general son empleos de vida fugaz, mientras encuentro algo mejor, me titulo, o me caso. Tal vez sea impensable la figura que permita el filtro adecuado para asistir a los dramas humanos en cada uno de esos dependientes. Sayaka Murata lo hace en esta novela que ha vendido más de 800 mil ejemplares.
Será difícil descubrir en ellos la Furukura, pero por allí se encuentra, la atenta, la protectora, la que se cree los instructivos, las reuniones de mañana para motivar al personal y que terminan en porras y consignas. Allí estará también el Shiraha que, molesto, irreverente, provocará disturbios y desencuentros de imprevistas consecuencias.
─Has tenido mucha suerte al conocerme, Furukura. Si hubieras seguido como hasta ahora, habrías muerto abandonada como un perro. A cambio sólo te pido que sigas escondiéndome.
“La dependienta” es un relato desconcertante, muy instaurado en reglas que no van por el lado de la emoción o de la acción arrebatada, mas poco a poco nos va enredando en su secreto, en mostrarnos el mundo de cabeza en que vivimos, nosotros que siempre acusamos al otro de estar de cabeza, sobre todo si amenaza nuestras verdades esclerotizadas y áreas de confort.