Lucía Melgar Palacios / Transmutaciones
Hablar de negligencia y de acciones criminales en esta columna es en estos tiempos un doloroso deber, que lleva a repetir lo dicho en otras circunstancias porque la violencia institucional(izada) no da tregua. Nuestro país se destaca ya por la violencia extrema generalizada, por la violencia criminal impune y por la violencia institucional y la negligencia de instituciones que incumplen y violan sus obligaciones legales, con lo que incurren en prácticas que deben sancionarse, y se hacen cómplices de la brutalidad que degrada la vida social.
México también se caracteriza por el fetichismo de la ley que lleva a presumir todo tipo de leyes contra la violencia, repletas de bellos vocablos como “atención con calidad y calidez”, “interés superior del menor”, “desarrollo integral de la personalidad” y otras expresiones que, en los hechos, sólo velan la negligencia, omisión y acciones criminales de quienes deben garantizar, por ejemplo, la protección de infancia y adolescencia o supervisar a las instituciones que, en principio, sólo en casos de absoluta necesidad y por un tiempo limitado, tienen la guardia y custodia de personas menores de edad separadas de sus familias, con el fin de garantizarles, entre otras, una vida sin violencia, y darles atención adecuada.
El problema es que las leyes no se cumplen, como lo han evidenciado los casos de Casitas del Sur en la CDMX, la Ciudad de los Niños en Guanajuato, o el abuso sexual sistemático en escuelas de diversos estados en lo que se refiere a la Ley General de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (LGDNNA).
Ajenas al primoroso lenguaje jurídico, transcurren las vidas de niños, niñas y adolescentes, separados de sus familias por violencia, abandono u otras razones, e internados en albergues públicos o privados, responsables de su integridad, salud física y mental, educación, socialización y desarrollo en las mejores condiciones. Si los escandalosos casos ya mencionados, además de la situación de pobreza, precariedad y violencia en que viven millones de niñas y niños, demostraban el desprecio del Estado por la infancia, el caso del albergue San Bernabé sacado a luz por Liliana Gómez en Crónica el domingo pasado (retirado y subido de vuelta el lunes para eliminar fotos revictimizantes), nos obliga a preguntarnos, de nuevo, hasta cuándo vamos a tolerar tanta barbarie.
Según el reportaje, en este albergue del Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias de la CDMX, niñas y niños, internados ahí por determinación del DIF, han sufrido tratos violentos y humillantes por órdenes de la directora, cuyo cumplimiento se comprobaba con fotos de niños amarrados, con ropa manchada, castigados por haberse orinado o por “rebeldes”, o barriendo las instalaciones, “por falta de personal”.
Si ya en cualquier caso, golpear, amarrar o castigar con crueldad a niñas y niños es una brutalidad, hacerlo contra menores de edad separados de sus familias porque los violentaban o abusaban de ellos, o para “darles una vida mejor”, es una infamia y un crimen.
Afecta su desarrollo psíquico y mental (como han probado estudios sobre violencia en la infancia), puede, además, provocar que ellos mismos sean violentos (dado que pueden aprender que ese es un trato común y adecuado) y, en cualquier caso, contraviene la ley que esas instituciones están obligadas a cumplir y que el DIF y el burocrático Sistema de protección incluido en la LGDNNA deben hacer cumplir.
A estas alturas, ya no basta con exigir que la investigación que ahora hace el DIF (después de la denuncia en Crónica) sea exhaustiva e imparcial, y que las autoridades involucradas en estas atrocidades sean castigadas con el máximo rigor, dado que incluso en uno de los casos prácticamente se ejerció tortura al amarrar de pies a cabeza a uno de los niños y, al parecer, dejarlo sin comer puesto que sólo se le iba a dejar ir a desayunar “si coopera(ba)”.
Es preciso demandar que el propio DIF rinda cuentas de su negligencia y que todas las autoridades en el sistema de protección respondan por sus omisiones. ¿Acaso el DIF no tiene la obligación de prevenir, de garantizar el cumplimiento de la LGDNNA, y, por tanto, de supervisar ése y todos los albergues a su cargo? ¿Acaso quienes forman parte del Sistema de protección local no conocen la ley y sus obligaciones?
También habría que preguntarse hasta cuándo se nos dirá que “no hay recursos” para la infancia, la salud, la educación, mientras, en esta ciudad, se dilapida dinero público en prácticas antiéticas como la distribución de ivermectina o en frivolidades como el “nuevo Chapultepec”.
Lejos de ser una “Ciudad de derechos”, ésta es la ciudad de la violencia institucional, cada vez más semejante a una pesadilla distópica.