Opinión

2896aef1 da3d 4697 8cc5 18f56f817080Luis Rojas Cárdenas / A contrapelo

Los políticos y los perros tienen una curiosa forma para alcanzar la felicidad, ambas especies tratan de conseguirla oliéndose el culo unos a otros. Jim Thompson en "1280 almas" relata que los canes no pueden ser felices porque, desde el principio de los tiempos, durante un conciliábulo en el que participó toda la comunidad perruna del mundo, decidieron dejar amontonados sus traseros afuera del recinto en donde sesionaban para evitar que su olor flotara en el ambiente durante la reunión; pero, de repente sobrevino una tormenta que revolvió aquella montaña de anos, y ninguno de los asistentes pudo encontrar el suyo. Todos los perros se tuvieron que conformar con un hoyo ajeno, con tal de no quedarse sin esa parte del cuerpo tan útil para la liberación de las presiones internas. Por eso, ahora los perros acercan sus narices al orificio de sus congéneres en busca del agujero perdido. Ante todo, el ritual del olfateo canino es un acto esperanzador que les ayuda a contrarrestar la depresión provocada por la sensación de carencia. Ni las galletas de premio ni las croquetas ni los apapachos pueden infundir en los perros la felicidad plena que sólo pueden alcanzar al sentirse completos y saberse dueños de todo su cuerpo. Ese trauma de carencia ejerce un efecto anímico devastador en estos animales, pues aun cuando aparentemente su organismo está completo la mutilación psicológica que padecen les impide saberse íntegros.

   La diferencia entre políticos y canes es que estos últimos no discriminan a ningún congénere, no distinguen raza, pedigrí, ni condición social; agarran parejo, no se les escapa un sólo trasero por muy sucio y hediondo que esté. En cambio, los políticos son clasistas aspiran sólo los traseros de sus superiores jerárquicos, y lo hacen con la intensidad de quien ha estado cuatro minutos bajo el agua sin respirar. Aspiran el culo de sus superiores con la misma avidez que lo harían ante una raya de cocaína. Los discípulos de Maquiavelo se sienten gratificados, o al menos eso tratan de demostrar, si al acercarse para cumplir con su ritual de obediencia les explota una flatulencia en el rostro. Saben que la abyección es el único camino seguro para encumbrarse. Tampoco les importa mucho si al exhibir su servilismo se encuentran un nudo de almorranas o un racimo de gamborimbos colgando como tamarindos. Todo sea por servir a la Patria.

   Muchas actividades que realizan los mexicanos pertenecientes a la llamada clase política se asocian con conductas caninas: su proyecto de vida está dirigido a la obtención de un hueso. Una mordida suele definir el voto del diputado Sutano al aprobar una ley. Hay políticos que se viven la vida oliéndose la cola entre ellos con tal de que su nombre permanezca relumbrante en las marquesinas del teatro del poder. Se ha dado el caso de un presidente que defendió el peso como perro. Entre los que gozan las mieles del poder están los que simulan construir una sociedad igualitaria y les dan una vida de perro a sus gobernados. No es exagerado asegurar que los congresistas sufren un síndrome similar al de la infelicidad perruna, ya que hacen las leyes literalmente con el culo y siempre responsabilizan a otros de sus errores legislativos: atribuyen los disparates promulgados a fallas en el trasero de otro legislador. Es indiscutible que todos los políticos tienen cola que les pisen, y si es demasiado larga no tienen empacho en decir que no les pertenece, como sucede con los perros.

   Las prácticas caninas de los políticos están provocando una rápida evolución en sus hábitos y costumbres; es cosa de tiempo para que, en una ceremonia de gala en el Palacio Nacional, el protocolo de urbanidad para saludarse entre los concurrentes ya no se realice con un apretón de manos ni prodigando abrazos y besos. En un futuro no lejano, lo primero que harán los distinguidos concurrentes al encontrarse, será acercar mutuamente las narices a los esféricos glúteos; si visten frac, tendrán que dar la espalda y simultáneamente hacer una caravana para levantarse el faldón ante un rostro ansioso por aspirar las pestilentes esencias que manan del trasero de Su Excelencia, y luego de dar un jalón profundo hasta llenar los pulmones, a manera de cortesía, podrán emitir un comentario casual para halagar a alguien: “¿Dónde compras los pistaches que comes?, ¿son de importación?” Tal vez, no faltará el impertinente o quien quiera llamar la atención con un gracejo: “Magistrado Sámano, ahora sí se le pasó de ajo el guisado”. El hecho de no darle una chupada a la fumarola que destilan las nalgas del gobernante en turno será un desaire de lesa majestad, que podrá castigarse con el ostracismo. La tradicional práctica del besamanos tendrá que reconfigurarse de principio a fin, empezando por cambiar el nombre pues, al no tener ya que besar mano alguna, deberá denominarse de una manera ad hoc. Una muestra de urbanidad y comprensión hacia el prójimo que padece lumbalgia consistirá en hacer un cuenco con la mano para atrapar la esencia de una ventosidad y acercarla a la nariz de la persona que no se puede agachar. La respuesta de agradecimiento será infinita. También podría suceder que los políticos asimilen el ritual de los levantadores de pesas, consistente en introducir a fondo el dedo cordial en un culo ajeno para, de inmediato, acercarlo a la nariz y aspirar los efluvios anales que potencian su fuerza. Qué sucedería si tuviéramos gobernantes similares a los fortachones de circo con los pulmones cargados a reventar de los aromas rectales de un pueblo agachón dispuesto a recibir calilla* sobre calilla. Se convertirían en seres de ambiciones ilimitadas, sabedores de que poseen una fortaleza similar a la de Cerebro (el compañero de Pinky), suficiente para conquistar el mundo.

   Los cambios de hábitos de políticos y funcionarios gubernamentales permearán en todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, los “huelepedos”, esos empleados de Sanborns y cantinas que laboran en los baños poniendo toallas de papel y una charola sobre el lavabo para recibir propina, estarán mucho mejor remunerados, su empleo será más competitivo e incrementará su reconocimiento en la escala social, por tratarse de un trabajo encaminado a la búsqueda de la felicidad.

   Ser político ya es en sí una tragedia y, si a este hecho se le suma la sensación de carencia, similar a la que padecen los perros por no poseer un trasero propio, la desventura se incrementa a escalas demenciales. Ese afán de olisquear los traseros de sus superiores probablemente sea producto de una insatisfacción personal con el culo propio o de una envidia incontenible que les despiertan los traseros ajenos. Así, es posible explicar la crisis de identidad anal del secretario de estado Fulano, porque no se conforma con lo que tiene, más si le cuelga un nudo de almorranas que se desenrolla como espantasuegras con cada flatulencia. ¿Así quién va a estar satisfecho? A cualquiera le resultaría vergonzoso tener que realizar las necesidades fisiológicas con un culo ajeno y desobediente, que no se deja disciplinar. Pero la inquietud es mayor al desconocer quién tiene el trasero que le pertenece a uno. Además de la incertidumbre de no saber si el usufructuario está usándolo exclusivamente para expeler inmundicias o le da otros usos menos ortodoxos. Sería deprimente pensar que el trasero de María Schneider en realidad es el que le pertenece a un reconocido servidor de la Nación y en la escena de la mantequilla de “El Último tango en París”, las manotas de Marlon Brando violentan el trasero que el diputado Melgarejo con tanto anhelo busca entre miles y miles de agujeros.

   ¿Qué sería de políticos y gobernantes si la humanidad no tuviera culo?, y estuviera conformada por seres como los que imaginó Luciano de Samosata en el siglo II de nuestra era, que “No orinan ni defecan, ni poseen siquiera el orificio anal en igual lugar que nosotros…”

   Qué triste sería la vida sin un agujero: ni siquiera para un remedio por dónde meter un supositorio o la cánula de una lavativa, sin un tibio rincón donde puedan anidar las almorranas. Ya no tendría sentido aquella frase de uno de los personajes creados por Rubem Fonseca: “sólo me queda el pantalón y el trasero y los dos tienen agujero”.

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*Según Armando Jiménez en su “Vocabulario prohibido de la picardía mexicana”, calilla significa “Molestia. También denominan así los muchachos a la broma de meter un dedo, generalmente el cordial, al ano de alguien que está agachado o desprevenido”.

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