Es una especialista en hallar las palabras justas para poder sintetizar acciones
SemMéxico
En el cada vez más amplio grupo de escritoras de provincia argentinas, destaca —con fuerza— la narrativa contemporánea de Selva Almada, quien es considerada una de las voces más firmes de esa Argentina rural, deslumbrante, medio holgazana, misteriosa e introspectiva, que habla con los silencios y se expresa con mesurados ademanes tensados por el tiempo.
Selva Almada nació en Villa Elisa, localidad inscrita en la provincia de Entre Ríos, en 1973. Ahí vivió durante 17 años y, a principios de la década de los años noventa, se trasladó a la capital de su provincia, la ciudad de Paraná, para iniciar sus estudios superiores. Fue en Paraná donde decidió ser escritora, donde publicó sus primeros textos y donde empezó a ser promotora de la literatura con ese sello que está presente en muchas de sus obras y que da cuenta de la Argentina no porteña, no bonaerense, que respira con otro ritmo y percibe desde otro nivel epistemológico y estético. Y aunque desde el inició de este milenio vive en Buenos Aires, aún conserva en su escritura esa manera de ver la otredad y de observar los pulsos que mueven a las acciones, de quienes se toman el tiempo para observar sin prisa y reflexionar desde diferentes ángulos lo que ocurre.
Autora de cuentos, a veces suaves, a veces sorprendentes, es una especialista en encontrar las palabras justas para poder sintetizar acciones, pensamientos, elucubraciones y falsas certezas. Sus relatos tienen la virtud de la concreción y la contundencia; de ir a los núcleos utilizando solamente las palabras necesarias, sin perder en ningún momento el matiz poético que caracteriza su escritura. Su primera novela, “El viento que arrasa”, publicada en 2012, es una novela corta de gran intensidad, que se lee de una sentada y, simplemente, impresiona.
Con solo cuatro personajes, la novela logra transmitir los complejos deseos de quienes, aunque se han dejado llevar por cómo sopla el viento, tienen que tomar decisiones trascendentes en momentos imprevisibles. Cuatro personajes que interactúan con gran intensidad en menos de un día, debido a un azaroso percance mecánico pasando el Gato Colorado. Percance que obliga al Reverendo Pearson (un predicador de caminos con un pasado semioculto que permite intuir esa intransigencia autoritaria tan característica de los estafadores. A quien su propia madre consideraba un gran mentiroso), a detenerse en el taller del Gringo Brauer.
Dos hombres de mediana edad, opuestos en saberes, ideas, pensamientos, comportamientos y acciones. El reverendo que se miente a sí mismo y miente a los demás. Que engaña y promete la salvación, que hipnotiza a su público con historias que solo dan esperanza a las personas ignorantes y desamparadas. Que prefiere las audiencias pobres, los polvos del camino, las comunidades más alejadas y perdidas para poder llevar a esos pobres pecadores al camino de la redención y la sujeción a lo que dicte el pastor, como si fuera el mismo Cristo suplicando que le sigan, porque solo en él encontrarán la paz.
Y el mecánico, el extranjero aclimatado que tiene un largo pasado violento, chapucero y agresivo; que sabe que fue un maltratador de mujeres, que fuma y bebe sin mesura, que piensa que la religión es terreno de mujeres o de débiles pusilánimes que no quieren asumir sus responsabilidades y que prefieren culpar al diablo de sus malas acciones y de sus muchas fracturas de carácter. Brauer sabe lo que es correcto; y es, en esencia, un hombre amoroso y generoso, aunque se preste a ciertas marrullerías en complicidad con las autoridades locales.
Una joven adolescente de escasos 16 años, Elena, que viaja por esos caminos perdidos acompañando a su padre desde que ella recuerda y está cansada, aburrida y sola. Leni, crítica, reprueba y desprecia a su progenitor, pero admira al hipnotizador, al predicador que encauza, al orador que conmueve a las personas y que está convencido que por su boca se expresa el mismísimo Cristo, el salvador de almas.
José Emilio, el Tapioca, el Chango, que vive con el mecánico desde que su madre lo dejó siendo un niño pequeño, diciéndole que era su hijo y que no podía ganarse la vida con un chiquitín a quien cuidar. El Tapioca apenas recuerda a su madre, pero la recuerda. No sabe nada de Cristo, ni de cuál es el camino, pero tiene un alma noble, pura, muy apetecible para el reverendo que sabe que ha cometido muchos errores, que se sabe un timador, pero que considera que el Tapioca puede ser el hombre de Dios que él no pudo ni podrá ser.
En la novela, hay un quinto elemento: el entorno. En ese entorno están los perros, mustios y flojerosos, cada uno con sus mañas. Está la soledad, el calor, la desolación del paraje, la inclemencia del sol, las aguas estancadas, la dejadez y el abandono. Y están los olores —lejanos o cercanos, desagradables o evocadores—los árboles, los pequeños pájaros, los animales y los sonidos, algunos apenas perceptibles, otros estridentes y alertadores.
El Bayo era el único perro que sabía oler la tormenta. Levantaba la cabeza y aullaba dándole la bienvenida al agua en esa tierra seca, a las nubes cargadas y pesadas que tanto sintonizaban con el ambiente que, en el transcurrir del día, se fue creando entre Brauer y el reverendo. Nubes tensas como tensos estaban Leni y el Tapioca viendo hablar, discutir y después pelear a puño limpio a los hombres. La tormenta física, mezclada con la tormenta emocional y pasional de las dos concepciones de vida y del temor de perder al hijo o de no ganar al discípulo.
En solo 168 páginas, poco más de dos horas de lectura, Selva Almada nos introduce en la intensidad de dos modos de ver y estar en el mundo que se enfrentan ineludiblemente, impulsados por temores y pasiones, y acrisoladas por los claros deseos de dos jóvenes que quieren dejar de ser lo que son para empezar a explorar ese otro mundo donde ellos serán distintos.