LYDIA CACHO / Plan b*
Pedir la renuncia de cualquier funcionario público en México es un acto de desesperación sinsentido, un grito exasperado de desprecio en un país que carece de mecanismos reales para suplir por mejores y nuevos elementos a los políticos que han cometido delitos o incurrido en faltas administrativas por no responder a las responsabilidades de su mandato.
Se pide la renuncia porque a estas alturas ya muy pocos creen que se pueda exigir que se les juzgue y sentencie conforme a derecho. Que se vayan cuando menos, dicen muchos, ¿y a quién ponen en su lugar? preguntan miles.
Lo más urgente es señalar responsables, entender quiénes son, qué hacen y qué deben hacer para que el país comience a avanzar, pero también hace falta entender qué han dejado de hacer para tenernos en este estado de crispación e incertidumbre.
¿Qué hizo Enrique Peña Nieto desde 2012 cuando se le nombró presidente electo? Parece que hizo dos cosas esencialmente importantes para él: fortalecer y asegurar el golpe de Estado corporativo, y fomentar una falsa imagen de un país estable y democrático con seguridad y solidez económica y política a costa de que la fantasía discursiva fuera descubierta por golpes de realidad; por golpes mortales.
Lo hizo con esa visión un tanto narcisista de esta generación de políticos jóvenes que llegan a creerse que ellos son el país y el país se proyecta en ellos, tanto en su apariencia como en su capacidad para seducir y gestionar un discurso artificioso con medios internacionales más que dispuestos a comprar la imagen antes de revisar el contenido.
Se dice en Los Pinos que Peña Nieto no se molesta en leer un solo periódico mexicano, ni siquiera los resúmenes le interesan ya. Su interés está en medios extranjeros: le importa lo que digan The Guardian, The New York Times, The Economist, Le Figaro y otro puñado de periódicos y revistas en los que los ricos y poderosos se comunican y comparten mensajes de la oligarquía.
Para esos medios un día Peña es el que mueve a México (con sus políticas de apertura económica), y otro día es el que hunde al país (con su ineficacia para reconstruir el Estado de Derecho).
El filósofo político John Ralston Saul asegura que “hemos presenciado un golpe de Estado corporativo que ha fomentado una especie de dictadura empresarial” a la que su colega Sheldon S. Wolin llama “totalitarismo invertido”.
Ambos estudiosos de la política y su desarrollo dicen que las sociedades se sienten atrapadas porque el capitalismo de los políticos y las élites empresariales (que se han convertido en lo mismo) han desarticulado sistemáticamente los mecanismos ciudadanos con los que se podía incidir en el poder, por ejemplo, a través de las elecciones democráticas (que ahora se compran y venden al mejor postor en paquete todo incluido del que ningún partido político se salva; ninguno. Y en el que todos los cárteles tienen cabida; todos).
Wolin asegura que han sido nulificados el derecho al disenso y a la privacidad; los gobiernos se han asegurado, de la mano de las corporaciones, de hacernos creer que vivimos en una democracia funcional.
Ralston Saul por su parte asegura que criminalizar el disenso y militarizar a los cuerpos policiacos es una práctica cada vez más común que tiene como finalidad paralizar el poder ciudadano. En México hemos experimentado claramente este debilitamiento cívico tanto en la provincia como en la capital del país.
Chris Hedges, el periodista norteamericano, coincide con ellos, y asegura que el Estado ha eliminado la privacidad a través del espionaje masivo y que esto es una precondición para la creación de un Estado totalitario.
Los dos filósofos y el periodista no están hablando concretamente de México, pero parecería que lo hacen; en su análisis para explicar cómo se debilita estratégicamente a una sociedad aseguran que los empresarios de la política crean salarios mínimos que no sostienen a una familia, debilitan la seguridad laboral con las prácticas de capitalismo global en que se compra más barato y se celebran las economías productivas de esclavitud como la China, debilitan a los sindicatos para pulverizar la acción social, crean leyes que facilitan la existencia de pagadurías para erradicar los derechos laborales y las responsabilidades patronales, y persiguen a periodistas que señalan los detalles que evidencian el verdadero problema.
Efectivamente Peña Nieto y su gabinete, junto con sus legisladores aliados que pertenecen a diversos partidos, han movido a México; lo han movido hacia el abismo a través de la negación sistemática de los problemas centrales: la pobreza, el abandono del campo, la desigualdad, la inseguridad sistémica, y la ineficacia del Poder Judicial: los ejes negados sistemáticamente durante los últimos años.
Un periodista de The New Yorker me dijo hace unos días que la campaña de Peña para ganarse el puesto de “Mister Simpatía” ha terminado: Ayotzinapa y Tlatlaya son dos cubos de agua helada que lo regresaron a la realidad.
El primero porque es un caso simbólico de jóvenes inocentes desaparecidos o asesinados por órdenes de gobernantes a manos de policías; Tlatlaya porque evidencia que los altos mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional no están dispuestos ya a seguir con las políticas de limpieza social que iniciaron con Felipe Calderón.
Yo no creo que Peña deba renunciar, debe en cambio ponerse a trabajar aquí y ahora, ya es momento de que asuma su responsabilidad.
El tour de la fama se ha terminado, lea o no lea a los medios mexicanos al presidente le toca gobernar, asegurarse de que se reinstale la justicia y el Estado de Derecho que para eso le pagamos las y los mexicanos.
Pedir su renuncia es un sueño, exigir que se responsabilice es una posibilidad; a pesar del contrapeso la sociedad civil aún tiene poder para lograrlo.
*Plan b es una columna publicada lunes y jueves en CIMAC, El Universal y varios diarios de México. Su nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.