Opinión
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ELIUD PASTRANA AYALA

 

Todo se derrumbó...

Se oye como estribillo de canción comercial chafa, pero así fue: a la salida de la primaria, todo se derrumbó.

Él intentó con los años imitarse, pero nunca volvería a ser como el original. Y es que allá, en la escuela, un colegio católico, era el niño más seguro y se sentía el más feliz, y ¡cómo no! si hasta novia tenía, una hermosa niña de ojos intensos, bellos y expresivos. Eran, se enteró muchos años después, novios desde el primer año, “novios de dicho”, le precisó ella cuatro décadas después, aunque él, cuando todo se vino abajo, supo desde entonces que ella era el primer gran amor de su vida, así de importante; luego entendió que fue, era y será su gran amor platónico, con lo que eso pueda significar a estas alturas de la globalización.

Él era el centro de atención, inteligente (sus boletas están “manchadas” con algunos nueves, sobre todo en conducta), de buenos modales, siempre el primero en ser elegido por las monjas para integrar la escolta, aparecer en bailables de norteño, de conejito, rey mago y, más autóctono, hasta formar parte de la Danza de la Pluma. Y junto con él, o mejor dicho él junto con ella, en todas estas actividades que eran el orgullo de las maestras-monjitas y, quizá, la envidia de algunos paterfamilias.

Incluso, seguramente la mamá de él ya no se acuerda, algunas madres de familia le preguntaban que cómo le hacía para que su hijo fuera tan brillante en la escuela. Modesta, como siempre lo ha sido, solo atinaba a responder que nada del otro mundo: “él llega a la casa y hace su tarea, no tenemos nada que decirle”. Claro está, no le creían, y pensaban que la progenitora guardaba algún “secreto” para que él fuera tan destacado en el aula y año con año obtuviera diplomas y medallas de reconocimiento.

Él no se preocupaba por nada de eso, su mundo giraba en jugar, hacer tareas y convivir con ella, su gran compañera y amiga, a quien reconocía gran capacidad de estudio. A él, incluso, lo becaron al concluir el tercer año de primaria por su excelente desempeño y así permaneció hasta concluir la primaria. Era entonces el orgullo de la familia -a la que no le caía nada mal ahorrarse unos pesos de la colegiatura- y la envidia de sus primos. 

Y por si fuera poco, creía fervientemente en Dios, algo que enorgullecía a la abuela, quien dio su visto bueno cuando él, deslumbrado por una visita que hizo con sus compañeros al Seminario de Tlalpan en la aún habitable Ciudad de México, decidió que su destino estaba en el sacerdocio. La madre, no de la escuela, sino la que lo trajo al mundo, más cautelosa, dijo que lo pensaría para dar el permiso… El tiempo resolvió, sin grandes sobresaltos, este asunto, aunque la abuela pensó que le habían torcido el destino a su nieto.

El derrumbe empezó durante los preparativos del vals de salida de primaria, cuando la monja-maestra no autorizó que él fuera la pareja de ella, aunque sabía que eran “novios de dicho”. La negativa no tuvo nada que ver con la moral, el qué dirán (la vox populi estaba al tanto que eran “pareja sentimental”), ni con las normas católicas o el Manual de Carreño, aquel libro de mediados del siglo 19 que establecía las reglas de urbanidad y buenas maneras, para uso de la juventud de ambos sexos, ¡ay, Dios! No, no, no,  el rechazo fue por una razón terrenal, mejor dicho natural: ella era más grande de estatura, quizá tres centímetros, pero que se agrandaba con los zapatos que usarían las egresadas en la ceremonia de despedida, que fue -si la memoria no es traicionera- en el extinto Teatro Ferrocarrilero, allá por los rumbos de Buenavista en el defectuoso.

Bailar con una morena chaparona igual que él, fue la primera señal de que los tiempos por venir no serían venturosos…

Rápido, sin dar tregua, la realidad empezó a noquearlo: él percibió que ese mundo feliz había finalizado y, el golpe más duro, lo presentía, era que ya no vería a su novia. Vinieron un par de meses de confusión, de sentimientos revueltos, al reencontrarse él con sus padres y hermanos, luego de vivir un tiempo con la abuela. Quería estar con ellos, quienes vivían ahora en una casa más grande en el Estado de México, y gozar después de no poder hacerlo, de su bicicleta en esas calles apenas habitadas de una colonia que después creció de manera monstruosa como toda el área de la zona conurbada del DF.

Sin embargo, quería mantenerse con la abuela, los tíos solterones y las primas, con un objetivo: seguirla a ella en la secundaria a la que sabía entrarían la mayoría de sus compañeros de primaria, por estar en las inmediaciones del colegio de monjas. No obstante, en su casa empezaron a revelarse situaciones hasta entonces un tanto ocultas: el rompimiento de sus progenitores, el alcoholismo del padre y la separación conyugal, sí, la ruptura íntima pero bajo el mismo techo.

Si el cielo fue la primaria, la caída al infierno dio comienzo, entonces. El amor a la madre, finalmente, prevaleció, pero luego él dijo que no, que se quedaría con la abuela, y se hicieron las gestiones para que ingresara a la secundaria donde estaría su novia. Todo salió mal, a destiempo, y no pudo entrar al turno matutino, solo al vespertino. La mamá se negó porque ya desde entonces ese turno era visto como la entrada “a la perdición de las almas buenas”.

Y en la colonia donde vivían sus padres, en el Estado de México, había una secundaria en una primaria, con una organización en ciernes, traducida en la falta de maestros. Y por esos misterios que tiene la vida, él ingresó finalmente a una secundaria con nombre de país suramericano, allá por Insurgentes Norte, a 25 kilómetros de su casa, que en un país desarrollado podría traducirse en un traslado de 30 minutos, pero que en la realidad tercermundista consumía hasta dos horas, algo que -por cierto- no ha cambiado a la fecha.

El derrumbe estaba consumado, no había consuelo ni con las plegarias elevadas al creador. La soledad, como dirían los clásicos, lo envolvió con su manto (si es que la soledad tiene manto). Se rebeló y, ¡oh Dios mío!, se convirtió en un adolescente problema, forjado en la calle, sin ningún amor que le moviera el piso.

Y en los momentos más crudos y rudos se resignó: ya no la vería más a ella…

Sin embargo, con los años comprendió que era lo mejor que había pasado, pues un amor así no podía, no tenía derecho, de manera alguna, echarse a perder con la rutina del matrimonio.

 

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