Porfirio Muñoz Ledo
A finales de julio una encuesta periodística exhibía el nivel más bajo de aprobación para un Ejecutivo Federal en los últimos 18 años. Al pésimo desempeño económico y al hartazgo social por la pobreza y la impunidad, se añaden fenómenos sintomáticos como la inverosímil escapatoria del “Chapo” Guzmán, el fracaso de la primera ronda de licitaciones petroleras y la caída del peso, que no pudieron ser ocultadas ni con la destitución del “Piojo” Herrera.
El sistema presidencial mexicano padece un evidente agotamiento, agravado por la transición fallida y la creciente influencia de los poderes fácticos y las finanzas internacionales. En apariencia, el nuestro es uno de los sistemas presidenciales en los que la concentración del poder es más acentuada. La simbología y atribuciones del Ejecutivo lo hacen el pivote alrededor del cual giran los equilibrios del Estado. Por ello mismo, cuando éste falla, el vacío crea la sensación de derrumbe.
El diseño institucional de los poderes públicos, lejos de proporcionar canales idóneos para que las exigencias sociales se procesen, está convirtiéndose en una de las principales fuentes de conflicto. El carácter autocrático de nuestro presidencialismo respondió al impulso de pacificar el país, centralizar las decisiones fundamentales y promover cambios de gran envergadura. Dejó, sin embargo, un inmenso déficit de ciudadanía, quebrantó el equilibrio de poderes e hizo prácticamente nugatoria la rendición de cuentas. En vez de generar un federalismo cooperativo, escrituró una carta feudal para la República.
La instauración de una genuina democracia exigía, como lo dijimos hace más de 20 años, una reforma integral del Estado que, entre otras modificaciones, estableciera mayor simetría entre la presidencia y el congreso y construyera un poder judicial verdaderamente autónomo. Desde la Comisión para la Reforma del Estado de 2000 y en numerosos foros parlamentarios y académicos, se planteó la necesidad de un cambio de régimen que garantizara la gobernabilidad democrática. Se debatió, sobre todo, el ritmo y alcance de esa transformación, pero hubo coincidencia en el sentido de adoptar, aunque fuese gradualmente, procedimientos propios del parlamentarismo a fin de otorgar sentido a la pluralidad política y distinguir con nitidez las esferas competenciales del Estado y del Gobierno. En estos principios convergieron personalidades políticas de casi todos los partidos y algunas de ellas los promovieron abiertamente.
En los tiempos de la alternancia, la parlamentarización se hacía ya necesaria, ahora es urgente e inaplazable. No obstante, los atavismos políticos, la ignorancia y hasta el temor a lo desconocido han frenado una y otra vez el intento. Prueba de ello es que las más recientes reformas políticas sólo han arrojado ajustes marginales sin tocar la estructura del poder e introducido cambios sociales y económicos cuyos efectos han sido regresivos y merecen el repudio mayoritario de la sociedad.
Antes de terminar este artículo apareció la noticia de la inminente elección por unanimidad del Diputado Manlio Fabio Beltrones como presidente del Partido Revolucionario Institucional. No parece tratarse de la instauración de un Ejecutivo bicéfalo, ya que las funciones de cada cargo son obviamente distintas; más bien se trataría de una restauración partidaria. Habida cuenta de los antecedentes del elegido y de la zozobra política que vive el país, es claro que se trata de estimular un polo de poder que se haga cargo de los destinos electorales inmediatos de un partido que sólo alcanzó el 14% de las preferencias del cuerpo electoral, aunque haya obtenido el 29% de los votos efectivos. El alza de la popularidad de Andrés Manuel López Obrador y de otros eventuales candidatos de la oposición, desata una carrera presidencial para el año 2018 en la que el partido en el poder está perdiendo toda posibilidad de retenerlo.
Lo que el país espera es una verdadera reforma del poder y un cambio de rumbo que lo rescate de la desesperanza. La batalla por el futuro no es una lucha de gladiadores, sino la búsqueda de soluciones institucionales y de esquemas alternativos de desarrollo. Los equilibrios que requerimos demandan una nueva racionalidad en el ejercicio del gobierno y una apertura efectiva a la participación de la ciudadanía, liberada de la miseria, en la toma de decisiones.