Opinión

MUNDOVÍCTOR CORCOBA HERRERO

 

Hay un mundo pasivo, que no acierta a defenderse con la razón y ensaya todo tipo de armas como autodefensa, o quizás como venganza o hasta divertimento, mientras también hay un mundo sin corazón dispuesto a destruirse, sin importarle nada. Tanto es así, que desde que en 1945 se llevaron a cabo los primeros ensayos nucleares, no cesaron de realizarse pruebas de todo tipo, sin prestar mucha atención a sus efectos devastadores sobre la vida humana. Considero, por tanto, que sería muy bueno al cumplirse los setenta años desde el comienzo de esta nefasta era nuclear, y haciendo coincidir este aniversario con la onomástica (29 de agosto: Día Internacional contra los Ensayos Nucleares), se reconsiderase el Tratado de Prohibición Completa, para que pudiese entrar en vigor un instrumento fundamental, después de casi dos decenios de que se negociara, por ser jurídicamente vinculante y verificable para limitar el desarrollo cuantitativo y cualitativo de este tipo de tormentos tan destructivos como destructores. Tan solo desde la confraternización se puede generar otro clima más esperanzador y menos frustrante, por lo que conviene recordar que "uno somos para todos", y también "todos somos para uno", y, por eso mismo, educar y reeducarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que destruir, si no alguien próximo, ha de ser nuestra permanente lección de convivencia.

  No olvidemos que cuánto más se arman los países, más se acrecientan los peligros de guerra, que de algún modo hallan su aliento precisamente en este tipo de artefactos; sin embargo, cuanto más disminuyen los arsenales bélicos, menos se atiza la tentación de valerse de ellos. A propósito, reconozco que me impresionó hace días que un grupo de jóvenes, denominados "poetas por la paz", reivindicase a través del verso el desarme del mundo y concentrasen toda su energía en el reencuentro del ser humano consigo mismo, libre de ataduras, poniendo el acento en los principios éticos y en la estética del camino a trazar. Al final yo le propuse que se denominasen "poetas por el desarme". El mundo les necesita, y tan importante como avivar lo armónico,  es apagar esta filosofía armamentística que lo que hace es generar espacios inseguros. La paz, como decía uno de los poetas intervinientes, es la confluencia de sentimientos poéticos. De modo que si los esfuerzos de reducción de los armamentos y el posterior desarme total no van conducidos de manera relacionada por un enderezamiento moral, o si quieren versátil, están destinados de antemano al fracaso. De ahí la importancia de esta siembra de versos, emanados de corazones jóvenes, con deseos de embellecer el hábitat, pero también con la necesidad de gritar para que disminuyan las desigualdades clamorosas y la justicia gobierne más allá de los lenguajes.

  Si en verdad se quiere otro mundo más unido, inevitablemente hay que luchar por la rectitud. Pero para este combate únicamente es preciso un deseo definitivo de unidad, de concordia entre unos y otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino personas a los que socorrer y amar. Por desgracia, seguimos sufriendo los efectos de las guerras. El ser humano aún no ha aprendido a renunciar a la vía de las armas, y no sabe, o no quiere por su particular egoísmo, recurrir al encuentro del otro con el diálogo, la clemencia y la mediación. Es la única manera de despojarnos de este mundo destructivo y destructor. Con frecuencia, Naciones Unidas nos llama a la conciliación, a redoblar los esfuerzos para resolver diferencias a través del razonamiento, al tiempo que se abstienen de tomar cualquier medida que no sea propiciar el buen talante pacificador. Esta es la salida, y no la de las armas que imponen terror y destrucción. Por eso, aplaudo públicamente la voz de estos poetas jóvenes entusiasmados por embellecernos de pensamientos lúcidos, pues si los acuerdos internacionales son altamente deseables y necesarios, también se precisa una humanidad que no muestre indiferencia, y reconozca en el otro un ser del que ocuparse y preocuparse, con el que colaborar para construir un mundo más habitable para todos.

  Desde luego, ante una ideología de odio y exclusión capaz de derrumbarlo todo, como ha sido recientemente la destrucción del Monasterio Mar Elián, ubicado en la ciudad siria de Al Quariatain, en Homs, por el grupo terrorista ISIS, lugar de peregrinación de la comunidad cristiana siria, no sirve solamente la condena, hemos de ver la manera de que estos hechos no vuelvan a repetirse, puesto que una sociedad que se apoya en la violencia, aparte de deshumanizarse, se embrutece y aprovecha cualquier ocasión para la venganza. Naturalmente, es imposible organizar una  humanidad sobre el miedo, el rencor y la crueldad, no perduraría; pero, también, hemos de pensar en el poder de destrucción que tienen algunas armas nucleares y sus ensayos. En este sentido, la educación como trampolín para obtener lo mejor de uno mismo, estoy convencido de que puede desempeñar un papel clave en el impulso del entendimiento mutuo, con la fraternización de los corazones, la promoción de la paz y el fomento del desarme. En cualquier caso, pienso que ha llegado el  momento de que el ser humano se aleje de este afán destructivo y destructor, y se empeñe más en descubrir verdades, ya que si la guerra es el arte de destruir vidas humanas, muchas veces la política se ha convertido en el arte de engañarnos. Y esto, yo diría que es grave, gravísimo, puesto que si todos anhelamos la paz, pongamos más alma que armas,  más versos que bombas,  más veladores de artilugios que actuantes de envidia, sabiendo que la quietud lograda a base de sobresalto y pavor, no es más que una tregua.

  En ocasiones reflexiono, y me digo, cuánta necesidad tenemos de amor para contener esta irracional carrera destructiva. Esta industria del caos, que todo lo destruye a su paso, lejos de entrar en quiebra, parece como que ha tomado un nuevo auge. ¡Qué ruina más repelente y absurda!.  Es la cultura de la necedad, de adueñarse de lo que es de todos y de nadie, lo que nos impide retornar a ese camino de recreación con la construcción de la familia humana. Por tanto, hemos de repudiar esta lucha que lo devasta todo, y hemos de reconsiderar al rival como uno de los nuestros, pues todos tenemos el derecho a pensar diferente, reconociendo que esta manera de actuar no es ningún avance, más bien es un retroceso de desorden, y por ende, de espiritual insatisfacción y desesperación. "En el derecho público, -decía el escritor y político francés Montesquieu (1689-1755)-,  el acto de justicia más severo es la guerra, porque puede tener por efecto la destrucción de la sociedad". Y, evidentemente, una colectividad destruida, o dividida,  es incapaz de reponerse del desastre cuando se ha vuelto dependiente del endiosamiento de la ciencia y la tecnología, y máxime cuando ya no respeta al ser humano como tal, sino al ser humano con poder. Esto pasa cuando la mentira está instalada en un pedestal y nuestra vida moral en un sillón podrido. En consecuencia, no sólo debemos analizar nuestro propio estilo de vida, si es acorde con la conservación del medio ambiente, también hemos de repasar sí nuestro itinerario interior da sentido al valor del camino y al ser del caminante, que ha de construir y no destruir, o como diría Machado, "hacer camino al andar".

 

                

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