Opinión

Stefan Zweig]Efemérides y saldos[

 

¡Aquí se podría vivir feliz y tranquilo, feliz, lejos del mundo!

“¿He sido yo en mi vida alguna vez más dichosa que en aquella hora? No lo sé. A mi lado, en el coche, se sentaba aquel joven, ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte, y ahora gozando maravillado de aquel luminoso espectáculo.

Stefan Zweig

 

ALEJANDRO GARCÍA

Década, la de los veinte del siglo pasado, de grandes novelas, lo mismo renovadoras de la forma que introductoras de nuevos temas, en 1929 nos trajo, entre otras, Berlin Alexanderplatz (Döblin), Los indiferentes (Moravia), El sonido y la furia (Faulkner), Adiós a las armas (Hemingway), Cosecha roja (Hammett), Doña Bárbara (Gallegos), Los siete locos (Arlt). Apenas un año antes la novela inglesa había entregado El amante de Lady Chatterley (Lawrence), Orlando (Woolf)y Contrapunto (Huxley).Y en 1930 apareció Narciso y Goldmundo (Hesse). Por supuesto, es la década de Ulises (Joyce, 1922). Es tiempo de experimentación, de integración de muchos elementos de las vanguardias. Pero es también tiempo de revisión del estado del hombre, de los misterios humanos aún por literaturizar: la visión idílica de la marcha de la humanidad al progreso y a la felicidad topó con la guerra mundial y con la muerte.

  Stefan Zweig (1881-1942) fue un autor muy importante durante esta década. Lo fue antes y lo seguiría siendo después. Fue activo crítico de la actitud alemana durante su tiempo y recibió la censura de los nazis. Zweig no es hoy mencionado entre los renovadores (ni formales ni temáticos) de la novela europea de los albores del siglo XX. Pero sigue siendo un autor leído, lejano a sus querellas, filias y fobias. En 1929 publicó Veinticuatro horas en la vida de una mujer (Barcelona, 2001, 102 pp.) recientemente reeditada en español, igual que toda su obra narrativa (Novelas, 2012) en Acantilado.

  Recuerdo haber leído esta novela corta allá por 1976, en una excelente edición de Plaza & Janés, colección rotativa, de precio muy económico, en pasta dura, con la fotografía de una hermosa y enlutada mujer de mirada triste (no he podido averiguar si pertenece a la actriz de alguna de las adaptaciones cinematográficas). Pero lo más interesante estuvo en las páginas del libro, entró en mí como cuchillo en mantequilla, en mí que buscaba un lugar en la literatura, en mí que buscaba experimentar, aunque me faltaran numerosas herramientas para paliar siquiera mi analfabetismo funcional y que sobre todo era un profundo ignorante de los albures de la vida. Ahora lo sigo siendo, pero por lo menos ahora lo sé: siempre habrá un pliegue ajeno a la corriente.

  La historia es vertiginosa. La intención es meter al lector al laberinto y llevarlo al secreto que oculta la protagonista. Cuídate de las aguas mansas, dice el dicho. Y así es. El narrador está de vacaciones en la Riviera, en una modesta pensión y de pronto su pequeño círculo de convivencia vacacional se ve convulsionado porque Madame Henriette, de unos 33 años, huésped del “Palace Hotel”, hermano rico y lujoso de la pensión (de hecho intercomunicado aquél con ésta por un jardín), se ha escapado con un hermoso, simpático y seductor joven francés, dejando en el lugar de reposo a su esposo y a sus dos hijas. Después de una intensa búsqueda, se teme una desgracia, el marido encuentra la carta confesora y su cruel situación. Aquello se enreda de dimes y diretes, se discute en la sobremesa, se cuchichea en pasillos y espacios privados. La sanción moral predomina acusando a esa mujer de faltar a los pactos sociales y a la vida decorosa. Sin embargo, el narrador pone reparos, resiste a irse con el juicio común, más prejuicio y punición que otra cosa. Eso llama la atención de Mistress C., la anciana contertulia, quien cultiva ese reparo, lo incita a expresarse, a abrirse, a argumentar, hasta que finalmente ella le comenta que tiene algo que confesarle.

  Hace algunos años (veinticuatro, como las horas) ella estuvo en un lugar similar al presente y allí coincidió con un joven que jugaba con abandono y fruición. Una vez que hubo perdido todo, salió como un zombi, tal vez en busca de la muerte. Ella lo siguió, lo detuvo antes de cualquier acto de suicidio y terminó por llevarlo a un hotel donde tuvo que dormir con él. Al día siguiente, después de una noche, se sobreentiende de amor físico, ella hace lo posible para que el joven regrese a su lugar de origen o se vaya a donde pueda restablecer su vida.

  Le compra los boletos de regreso, le da lo necesario para rescatar unas joyas empeñadas, le despeja el camino, lo saca totalmente del apuro. Lo despedirá antes de las siete en la estación del ferrocarril. Y allí va ella, pero con la intención en el alma, el deseo de irse con él. No lo encuentra. Lo busca en el casino, allí está, igual que la noche anterior  y cuando ella lo increpa está fuera de sí, metido en el juego, ofensivo, perdido para cualquier cosa que se llama futuro. Y ella con él, pues el instante luminoso se ha apagado para siempre. Años después sabrá acerca de un suicidio en Montecarlo.

  Lo relevante es que hubo un momento en que todo cambió para ella, fue sometida a las fuerzas de la atracción y de la locura, al imperio de Eros:

  Porque… ahora ya no me engaño: si aquel hombre me hubiese abrazado y me hubiese pedido que le siguiese hasta el fin del mundo, no habría vacilado en deshonrar mi nombre y el de mis hijos: hubiera partido con él, indiferente a todas mis amistades, y a todas las conveniencias sociales…; hubiera partido con él, como acaba de hacerlo Madame Henriette con el joven francés.

  Ella irá para siempre con esa aventura como una carga, como una falta a su código moral, a su vida de decoro, aunque ella es viuda y sus hijos no viven con ella, han hecho su vida. De modo que purga una pena o una culpa que no es tal, pero que es en ella, la persigue. Y lo peor, no la puede contar, no la puede expulsar de sí. Ni siquiera dice que haya hablado con aquella prima que la ve en el momento en que hace el esfuerzo por sacar al joven por segunda vez. Ni siquiera es capaz de desdoblar la historia dentro de sí, para tener la posibilidad de analizarlo, de cuestionarlo, de ver otra alternativa de incorporación a su vida.

  El narrador es el que propicia ese encuentro vertiginoso en que ella se ve metida, esa acción placentera que sólo tiene por término el fracaso, pero que allí está como una oportunidad de acceder a una vida distinta, lamentablemente no hecha para ella, porque el código moral la anula, la mata.

  Detrás de esos actos en que la rutina nos hace creer soberbios y heroicos a pesar de la paulatina caída de la aventura, del placer, del eros a flor de piel, asoma esa pulpa que alguna vez disfrutó, que fue feliz, que se asomó a los escondrijos del placer posible y que se atrevió a prolongarse o terminó en mutilados sollozos y recuerdos. Así se cierra tirana la cortina de la dictadura humana, la negación el eros en mí, en ti, en todos, sin preguntarse ya no si es aún posible, sino si se vivió con la intensidad de un segundo inmortal de éxtasis.

  Veinticuatro horas en la vida de una mujer es cercana a El jugador de Dostoievski, por el juego, pero en la novela de Zweig el tema gira en torno al eros ocupado, apresado, por el juego por la moral. Y esa vertiginosa historia la hace accesible a lectores de cualquier época. Después de la calma, del paso de los periodos experimentales, novelas como ésta del gran escritor austriaco permiten eliminar los recelos, los prejuicios, los dictados ideológicos y detrás de una placentera lectura, encontrar el placer arrebatado.

 

 

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