VÍCTOR CORCOBA HERRERO
Esta imagen del mundo actual, donde cohabitan tantas incertidumbres, causadas en parte por nuestras propias contradicciones, nos deshumanizan totalmente. Cuando se pierde la inherente cognición, y entramos en el ocaso de tantas éticas abandonadas, todo se desmorona. No hay más infierno para cualquier corazón andante, que la falsedad y la malicia de sus análogos. Con demasiada frecuencia, esta irreflexiva sociedad olvida el compromiso, para consigo mismo y sus descendientes, sobre todo de instruirse en la verdad, con lo que ello conlleva de bondad, para no dejar a nadie en el camino. Es cierto que todas las agendas del planeta, guardan en su existir sus buenos propósitos, diciendo dar prioridad a las necesidades de los más excluidos socialmente. Pero luego, se observa que no pasamos de las palabras a los hechos. Si, evidentemente, optásemos por no dejar atrás corazón alguno, estoy convencido de que prestaríamos más atención a la precaria situación de algunos ciudadanos. Por ello, no estaría mal, que coincidiendo con el Día Internacional del Migrante (18 de diciembre), reflexionásemos, más y mejor, sobre la manera de llevar a buen término los derechos humanos básicos que todos necesitamos, por el simple hecho de haber nacido, de ser personas.
Nadie me negará que la migración internacional ha crecido de manera notable desde el comienzo de este siglo y se calcula, según Naciones Unidas, que en la actualidad unos 232 millones de personas buscan en países distintos al suyo, nuevas oportunidades de mejorar su vida y desarrollar sus conocimientos. Lo cruel de todo esto, es que aún no nos sentimos familia, y así resulta muy complicado hacer realidad las aspiraciones humanas de dignidad, seguridad y de un futuro esperanzador para todos. Lo cierto es que nos instruyen para la competitividad, en lugar de enseñarnos a tomar conciencia de la cultura moral, como el respeto a toda vida y el sentido del auténtico bien colectivo como hermanamiento. Es público y notorio que nosotros mismos a veces andamos perdidos, también la ciudadanía como tal necesita reencontrarse, acogerse, mientras exista un ser abandonado en el mundo estaremos en deuda con nuestra propia estirpe, con esa cultura del encuentro tan necesaria como vital para un espacio más habitable y, por ende, más justo. Emigrantes y refugiados no son seres a destruir, son seres a renacer, seres a los que hay que ayudar, más que con políticas, con poéticas del alma, y lejos de rechazarles, valorar lo positivo de su movimiento, el coraje por salir de la miseria.
Resulta alentador para el planeta la inestimable solidaridad de algunas Organizaciones en luchar contra el tráfico de seres humanos, ayudando a las víctimas de este reprochable comercio a recobrar su libertad y dignidad. Indudablemente, todos necesitamos algún tipo de apoyo, de auxilio; por esto, entiendo, que ha de ser uno de los valores fundamentales y universales en que deberían basarse las relaciones entre los pueblos en los próximos años. Quizás, por este motivo, la Asamblea General decidió proclamar el 20 de diciembre de cada año, como Día Internacional de la Solidaridad Humana, dado el imparable aumento de la interdependencia mundial. A mi juicio, una sociedad no estará instruida en humanidad, sino ha tomado como un valor social la entrega a su semejante. La solidaridad no es una disposición más, tampoco una actitud limosnera, es una manera de entender la vida, desde sus genes de familia humana hasta un modo de quererse, de amarse, de donarse en definitiva, sin otra visión que la satisfacción del deber cumplido, puesto que hemos de volver a la centralidad del ser humano, a través de una visión más auténtica de relaciones más hermanadas, sin el temor de perder nada y si de ganar vidas humanas, que es de lo que se trata para mejorar nuestro propia camino, sintiéndonos acompañados.
Estamos acostumbrados a seguir a los poderosos, a trabajar para obtener un beneficio, de hacerlo a cualquier precio, incluso muchas veces obviando nuestra propia dignidad, y ya va siendo el momento de reconocer, que por encima de todo este absurdo está el ciudadano, como ser humano, no como un producto más del mercado; de ahí la necesidad urgente de instruir, no únicamente por asistir al necesitado, sino para convivir con el necesitado compartiendo cada cual lo que tenga consigo. Esto sí que sería avanzar, desde una perspectiva de la solidaridad, haciendo recapacitar sobre nuestro estilo de vida, tantas veces aborregada por el consumismo, el desperdicio y el despilfarro de alimentos. Quizás estemos en el buen camino. El mismo 12 de diciembre de 2015 pasará a la historia por un acuerdo solidario. Precisamente, el acuerdo de Paris es un acto de lucidez en favor de la especie humana. Todos los países han acordado mantener la elevación de la temperatura a un nivel mucho más bajo que los 2 grados centígrados. Al reconocer, que los riesgos implican graves consecuencias, han acordado que el límite sea 1,5 grados. Cuestión fundamental para los pequeños Estados insulares y los países menos desarrollados. En este caso, se han escuchado las voces de los más vulnerables. Cualquier gesto de este tipo, bienvenido sea, pues el mundo ha de construirse alrededor del ser humano, sobre los cimientos de la cooperación y la solidaridad mundiales, previo escuchar a todos y escucharse en todos
Nadie se hace perverso porque sí, súbitamente, es necesario que sea proclamada la bondad por los caminos de la vida y, así, pueda penetrar en todos los modos de vivir. Bueno ha de ser el ciudadano en su caminar como verbo solidario del poema de la vida. Buena ha de ser la familia como conjugación solidaria de su acontecer diario. Buenos han de ser los países difundiendo los mejores referentes y referencias del camino. Al fin, la bondad debe gobernar cualquier existencia sobre todo lo demás. A lo mejor tenemos que volvernos un poco niños para entendernos desde lo más profundo, como personas desinteresadas, inocentes, dispuestas a perdonar y siempre a punto para el sueño de un camino de esperanza; no en vano, en este mundo hay que ser demasiado humano para serlo caritativo.
Esta clemencia, tan propia de este tiempo navideño, es motor y engranaje de uno mismo, aguante con los demás y compasión que no se extingue ni se descorazona, porque quiere realmente hacer el bien a su alrededor, según las inmortales palabras de San Agustín: La bondad «permanece tranquila en las ofensas, beneficia en medio del odio; en la ira es mansa; es inofensiva en las insidias; gime en la iniquidad, y respira en la verdad: inter iniquitates gemens, in veritate respirans» (Sermo 350-3; Migne PL 39, 1535). Está visto que así seremos menos espíritu de contradicción, buscando la convivencia con lo armónico, sin la lógica de que el pez grande se come al chico. Por tanto, que nadie se sienta forastero en un mundo que es de todos y de nadie. En definitiva, todo nos lo debemos a todos, también a los millones de migrantes que, con su valentía, vitalidad y sueños, ayudan a que recapacitemos sobre nuestro modo de cohabitar. Además, cuando la solidaridad es real, el alma se vuelve dulce porque la bondad la endulza; y todo se torna, como muy verídico.