VÍCTOR CORCOBA HERRERO
El panorama del mundo contemporáneo es más bien desolador, ya que la sensación de amenaza te la encuentras en cualquier esquina del camino. Realmente, sí que es inquietante esta atmósfera, donde cohabita tanto mal físico y moral, que nos engancha en contradicciones, hasta llegarnos a impedir ser nosotros mismos. Tal desasosiego es advertido no sólo por quienes son arrinconados u oprimidos, sino también por quienes disfrutan de los privilegios de la riqueza, del progreso, del poder. También nos falta compasión en nuestros pulsos interiores, por eso tantas veces pensamos mal, juzgamos mal y hasta nos queremos mal, en parte por nuestros afanes egoístas. Deberíamos propiciar, empezando por nuestro yo interior, otro clima menos tenso, siendo fieles cada cual consigo. La misma lealtad tiene un latir sosegado. Téngase en cuenta que la oscuridad como la luz nos envuelve a todos, pero mientras unos la sobrellevan con un corazón tranquilo, otros levantan una barricada de nerviosismo que lo destruye todo. ¿Quién está en la buena sintonía? Quizás ninguno, porque nos ensimisma amarnos sin rivales. Todo el mundo busca con orgullo algo para sí, además con fuertes dosis de resentimiento en la mayoría de las veces, lo que dificulta el camino de la tranquilidad.
Qué distinto sería todo, si en verdad nos acompañásemos, y fuéramos coherentes con nuestro decir. A mi juicio, esta generación es la generación de la incoherencia, de la deshumanización, de los labios de la mentira y de los lenguajes de lo superfluo. Decimos ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo, y como declaró recientemente el Director General de la OIT, Guy Ryder: “Muchos trabajadores y trabajadoras tienen que aceptar empleos mal remunerados, tanto en las economías emergentes como en las de desarrollo y, cada vez más, en los contornos desarrollados. A pesar de la disminución del número de desempleados, en algunos países de la Unión Europea y en Estados Unidos, demasiadas personas aún no tienen trabajo. Es necesario emprender una acción urgente para estimular las oportunidades de trabajo decente, o corremos el riesgo de que se intensifiquen las tensiones sociales”. Indudablemente, la escalada de tiranteces entre unos y otros no puede considerarse como algo normal, resignándonos a vivir bajo la amenaza de tantas precariedades y violencias. Igual nos acontece con el desesperado conformismo de la corrupción incurable de la humana naturaleza; de ninguna manera podemos encogernos de hombros.
Todo este cúmulo de inquietudes nos impide acercarnos, máxime en una época en la que no se favorece la escucha, y con las prisas del desconsuelo también nos frenan la quietud meditativa, junto al arte de la consideración hacia todo ser humano. Resulta alarmante que la población civil se haya convertido en víctima deliberada en muchos escenarios de conflicto y que los ataques a hospitales y centros de salud se hayan convertido en objetivo preferente, ante la impunidad de gobiernos y la pasividad actuante, en ocasiones, de la comunidad internacional. A mi entender, si en verdad queremos recobrar la quietud, para que este mundo deje de ser tan convulso, deberíamos rechazar con firmeza una mentalidad fundada en la sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y promover, en cambio, una cultura modelada por las enseñanzas del acercamiento y los más nobles valores tradicionales de los pueblos en su unidad. Y en cualquier caso, estimo que hay que fortalecer el papel del sistema de las Naciones Unidas para que, de este modo, también se asegure el respeto a los derechos humanos de todos y el estado de derecho, como base fundamental de la lucha contra este ambiente de tensión, injertado a veces con la siembra del terror. Ya está bien de tanto desprecio hacia la vida humana, un auténtico calvario que la humanidad no puede soportar por mucho tiempo; pues, si el mantenimiento de la paz comienza, como dijo Dalai Lama, con la autosatisfacción de cada individuo, el sustento de la quietud se inicia también, a mi modo de ver, por la voluntad de lograrla. Dicho queda, con la más nívea de las sonrisas, la del alma.
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