LYDIA CACHO / Plan b*
El padre de la joven de 13 años que decidió que ningún hombre debía apropiarse del cuerpo virginal de su hija sino él mismo, es un arquitecto de clase media cuyas amistades jamás hubiesen calificado de abusador.
El sacerdote de la iglesia en Puebla comenzó a tocar al pequeño monaguillo, un niño maltratado en un hogar, tímido, sometido a una adultocracia que no le reconoció el derecho a la protección hasta que una feligresa desconocida descubrió al sacerdote abusando del pequeño y eligió rescatarlo.
Un abuelo que mantuvo amenazada a la nieta a quien “cuidaba”, al ser descubierto aseguró que la niña de cinco años lo había seducido con su belleza y necesidad de afecto.
Un adolescente de 12 años por fin se atreve a denunciar a su profesor de karate, quien argumentando que para “convertirlo en hombrecito de verdad”, lo forzó durante un año a hacerle tocamientos sexuales.
El más reciente informe del Vaticano reconoce que en una década se han recibido seis mil denuncias de abuso sexual infantil y juvenil perpetrado por sacerdotes de la orden católica.
Los estudios de subregistro de expertas internacionales revelan que sólo se denuncia ante las autoridades uno de cada seis abusos sexuales infantiles y juveniles
El Centro Nacional de Víctimas de Crímenes (NCVC, por sus siglas en inglés) asegura que una de cada cinco niñas y uno de cada 20 niños son abusados sexualmente antes de cumplir 18 años.
Las edades más vulnerables para el abuso sexual son entre los siete y los 13 años, cuando el despertar del deseo y el reconocimiento del placer físico hace sentir culpables a las víctimas. El discurso de amedrentamiento por parte de los victimarios es similar en todo el mundo: se centra en amenazar, silenciar y manipular a la víctima para hacerla sentirse culpable de una falsa provocación.
El 93 por ciento de las víctimas menores de 18 años conocen personalmente a su victimario: padre, hermano, abuelo, tío, médico familiar, portero escolar, profesor, sacerdote, entrenador deportivo, gobernador o alcalde.
El poder moral, emocional, económico y físico que los perpetradores tienen sobre sus víctimas es el principal factor de silenciamiento. Cada vez se crean más organizaciones de prevención de abuso infantil, más campañas para informar a niñas y niños sobre sus derechos a recibir protección y pedir ayuda.
Sin embargo aún no hay suficiente fuerza social, políticas públicas y persecución criminal a los perpetradores. En nuestra cultura que teme confrontar a los poderosos y tiende a culpar a la víctima y hacerla corresponsable del crimen que se comete en su contra, no hemos dado la batalla con suficiente fuerza para detener la cultura de normalización y silenciamiento del abuso sexual infantil.
Para lograrlo hay que poner sobre la mesa algunos nombres y temas. Por ejemplo recordar que el poderoso legislador Emilio Gamboa Patrón y Miguel Ángel Yunes forman parte de una red de encubrimiento y asociación de la red de tratantes de niñas y niños con un solo detenido: Jean Succar Kuri.
Que Carlos Slim, el mexicano entre los más ricos del mundo, jamás se pronunció contra los abusos y encubrimiento de los Legionarios de Cristo y sus probados abusos, ni ha apoyado a causas contra esos abusos, sólo apoya a los Legionarios.
Que el PRI, como otros partidos, sigue relanzando a pedófilos y encubridores como Mario Marín y otros que deberían estar en prisión.
Que el Papa, como representante del Estado Vaticano, se concentra en el perdón discursivo religioso más que en la justicia penal.
Que Enrique Peña Nieto decretó una ley de protección a la infancia, pero aceptó desfondar los proyectos de prevención y atención a víctimas infantiles.
Que los que armaron el escándalo de “Mamá Rosa” en Michoacán se han quedado callados ahora que se reabrió y devolvieron a las víctimas al albergue.
La lista es interminable, si cada persona pusiera un nombre de alguien poderoso que usa su influencia para proteger a los criminales, tendríamos una larga lista.
El tema central es que el abuso sexual infantil y el incesto persisten por un desequilibrio de poder y un enmascaramiento tramposo, pero también porque las y los poderosos que podrían detenerlo usan su influencia para encubrir, silenciar, ignorar o desacreditar la gravedad de este fenómeno criminal.
*Plan b es una columna cuyo nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá.